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Authors: Katherine Howe

El Libro de los Hechizos (51 page)

BOOK: El Libro de los Hechizos
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Connie alzó la vista rápidamente hacia su tutor, quien se acercaba a ella con una fina sonrisa en los labios.

—Hacía tiempo que tenía intención de dejarme caer por aquí —señaló con tono jovial —. Creo que tiene algo para mí, ¿no es así?

Chilton parecía absorto, como si una teoría que sostenía desde hacía mucho tiempo hubiese demostrado ser correcta.

—¿Cómo… —comenzó a decir ella, tragando al descubrir que tenía la garganta seca y pastosa —cómo ha llegado hasta aquí?

Él sonrió mientras seguía acercándose.

—En coche, por supuesto.

Connie había leído numerosos relatos históricos acerca de la técnica de la botella de bruja, todos los cuales se mostraban ambiguos en sus descripciones de lo que pudiera pasar. Ella había pensado que el conjuro sacaría la enfermedad —al malhechor —fuera del cuerpo de Sam, y tal vez la introduciría dentro de la botella en el fuego. Ahora, no obstante veía que las instrucciones podían tener otra lectura. Podría verse como llevar al «agente responsable de la enfermedad» al fuego. Chilton podía pensar que se había detenido en la casa por su propia voluntad, pero Connie comenzó a comprender que, de hecho, su aparición era el resultado de la acción que ella había llevado a cabo. Se quedó boquiabierta, horrorizada.

Chilton se inclinó para examinar una de las sillas que ella había apartado hacia un lado de la habitación.

—Siglo XVIII, maravillosa —comentó. Extendiendo un largo dedo, rozó la uña contra el listón del respaldo con motivos decorativos —. Incrustado —confirmó para sí. Se irguió, mirando a Connie otra vez —. Sí. Bueno, en verdad, esta tarde estaba trabajando en algunos compuestos en mi despacho, y de repente se me ocurrió que podía pasar a hacerle una visita—. Volvió a sonreír aunque su boca carecía de todo vestigio de humor —. Espero que el mercurio no se consuma. Imagine cómo podría explicar un incendio en la oficina durante la próxima reunión del Departamento de Historia.

—Yo estaba… —comenzó a decir Connie mientras su mente trataba de adelantarse a su lengua. Pero ¿por qué el conjuro de la botella de bruja lo había convocado a él?

Vio que su mentor fisgoneaba en el comedor de su abuela con despreocupado interés al tiempo que decía: «De modo que ésta es la vieja pajarera con la que ha estado tan ocupada», y Connie rechazó la conclusión obvia. Chilton era un viejo académico, distinguido y ambicioso. Escribía libros, pronunciaba conferencias, fumaba en pipa, por el amor de Dios. Era un hombre preocupado por la verdad, decía, por la reputación. Era ambicioso, sí, y obstinado en su deseo, pero no era un envenenador.

La voz lógica que Connie había alejado de su mente ahora gritaba dentro de su cabeza. «¡Alquimia! ¡Compuestos!» Chilton estaba desesperado por hacerse con el libro de recetas para profundizar en su propia investigación alquímica. Había tratado de estimularla utilizando el elogio y la promesa del éxito profesional. Luego había intentado seguirla cuando buscaba el libro en la biblioteca de Harvard.

Connie miró a su tutor con los ojos cada vez más abiertos mientras la lógica comenzaba a tomar forma en su mente. Chilton quería el libro para sí. Tenía que obligarla a que lo encontrase para él. Y si sabía para qué se utilizaba el libro, ¿qué motivación mejor podía proporcionar?

La mano de Connie voló hacia el manuscrito con el horror dibujado en el rostro.

—Fue usted… —dijo con voz apagada mientras comprendía que Chilton había puesto en peligro la vida de Sam para satisfacer su ambición personal —. Usted es el responsable.

—Hum… —dijo Chilton, inspeccionando el retrato que colgaba en la pared más alejada del comedor, el de la joven de frente amplia y la cintura de avispa, con un pequeño perro sólo visible ahora en la sombra debajo del brazo —. ¿Sabía usted, señorita Goodwin, que los antiguos alquimistas árabes creían en la doctrina de los dos principios? ¿Sabría decirme cuáles son esos dos principios?

La miró, expectante, por encima del hombro. Ella lo miró fijamente, sin entender nada, enferma de repugnancia.

—¿No? Ellos pensaban que todos los metales estaban formados por diferentes proporciones de mercurio, correspondiente a la luna, y de azufre, por el sol. El mercurio contiene la propiedad metálica esencial (o el azogue, debería decir, ya que mercurio es su nombre planetario), mientras que el azufre aporta la combustibilidad. Ellos, naturalmente, no se referían de manera literal al azogue y al azufre común, sino a las cualidades metafóricas de cada uno. La estética de la sustancia. —Enarcó una ceja —. Eran excelentes para la metáfora, los alquimistas —añadió, caminando alrededor de la mesa del comedor, pasando por delante del retrato.

Connie se movió hacia el lado opuesto, apretando el manuscrito contra el pecho, los puños cerrados y llenos de las hierbas que antes estaban sobre la mesa.

—A esos dos elementos fundamentales que forman todos los metales, un hombre notable llamado Paracelso añadió un tercero: sal, que pensó que representaba… —Chilton pareció buscar la palabra correcta —. Robustez —concluyó —. Firmeza. Estabilidad. De modo que metal, fuego y tierra. Los tres elementos fundamentales que, en su forma pura, son la materia prima de toda realidad. La receta alquímica original para el oro reunía las formas más puras de mercurio y azufre: lo líquido, lo metálico, lo difícil de contener, junto con lo explosivo: lo amarillento, la materia de los demonios. Y la sal, para la estabilidad. Para lo tangible, incluso la salubridad. Uno podría pensar también en esas tres formas elementales como representativas del espíritu —enumeró cada una con el dedo —, el alma y el cuerpo. Al igual que muchos sistemas folclóricos, mágicos e incluso —en este punto enarcó una ceja significativamente hacia Connie —
religiosos
, los alquimistas daban gran importancia a los múltiplos de tres. Naturalmente, el problema esencial al que debían enfrentarse los alquimistas era el de la pureza: cómo refinar una sustancia en su forma elemental más pura, en su mejor forma.

Una sonrisa aviesa recorrió su rostro mientras continuaba hablando:

—Por supuesto, cuando se añaden en la proporción correcta a un suministro de agua potable, digamos, los efectos de esos elementos básicos en los tres aspectos de un hombre pueden ser muy… pronunciados, letales incluso. Especialmente en el caso del antimonio. Su símbolo alquímico es un círculo con una cruz en la parte superior, el mismo símbolo empleado para denotar realeza. El círculo en el centro del glifo para la piedra filosofal. Y —sonrió —un pariente bastante cercano del arsénico.

Connie pensó en la descripción del agua que Sam guardaba en la pequeña nevera de la iglesia, en que tenía un sabor metálico. Recordó que nadie parecía saber quién había llamado a la ambulancia aquel día. Y luego vio a Sam cayendo del andamio, su pierna rompiéndose contra el duro respaldo del banco de madera, oyó el crujido húmedo de su cuerpo aplastado por la gravedad, y su visión se tiñó de rojo.

—¿Por qué? —preguntó con un tono de voz más alto y firme —. ¿Por qué habría de hacerle daño a él? Ya casi había conseguido el libro. Pensaba entregárselo a usted.

—Ah —dijo Chilton mientras su mano vagaba sobre una tetera de terracota. La alzó ante la tenue luz que se filtraba a través de la ventana, las aletas de su nariz se agitaron en un gesto de desaprobación y volvió a dejarla donde estaba. Luego señaló el libro que ella aferraba contra el pecho —. De hecho, por lo que parece, usted ya tiene el libro, y no recuerdo haber sido informado de ello.

Chilton la miró pero no dijo nada más. Luego se volvió para observar por la ventana más allá del jardín con las manos cruzadas detrás de la espalda. Entonces, Connie comenzó a desmenuzar rápidamente las hierbas que tenía en las manos, separando las hojas y los tallos.

—Realmente intenté alentarla —dijo el profesor, aún de espaldas a ella —. Le dije lo importante que sería ese descubrimiento para su trabajo. Incluso —su voz adquirió un tono lastimero, como si no fuese capaz de soportar la decepción que ella le había causado — la invité para que me permitiese presentarla a mis colegas en la Asociación Colonial, para que compartiese mi triunfo. He estado preparándola, mi niña. Con gran sacrificio de mi propia y ocupada agenda, debo añadir. Preparándola para ascender a la cima de su campo de investigación bajo mi tutela—. Dejó escapar un apenado suspiro —. La conferencia se celebrará a finales de mes. Y no me ha traído nada.

Mientras Chilton hablaba, Connie cerró los ojos, recordando las instrucciones que habían sido escritas en la página del manuscrito. El texto decía:

Cuando aparezca el hechicero, él puede implorar que se anule el crimen por diversos medios. 1. Ref. Filtros de muerte, pp. 119 —137.

«No puedo hacer eso —pensó Connie —. ¡No puedo matarlo! —Sus manos escarbaron entre las hierbas que estaban esparcidas sobre la mesa, cribando las hojas secas entre los dedos —. ¡No sé qué es lo que debo hacer!», gimió su voz interior, pero ella la encerró en un rincón vacío de su mente y se concentró en el trabajo. Un gruñido surgió de debajo de la mesa.

2. Anulación simple, por la que el contenido de la botella es introducido en un cazo sobre el fuego a no más de un metro del mencionado malhechor, mezclado con ortiga urticante y raíces de mandrágora para que el embrujo vuelva a él.

3. Sin embargo, si se desea reducir el efecto, debe hacerse lo mismo añadiendo hidrastina y menta mientras se recita el conjuro más eficaz.

Connie abrió los ojos y vio que Chilton aún seguía con la mirada perdida a través de la ventana del comedor, meneando la cabeza y chasqueando la lengua,

—Una lástima… —estaba diciendo —. Tenía tantas esperanzas… Como probablemente ya se haya dado cuenta, estoy a punto de conseguir la verdadera receta para la piedra filosofal; un descubrimiento que la humanidad ha estado esperando durante miles de años—. Su mano reposó sobre la tetera de terracota, afirmándose en ella —. De hecho, ya he prometido vender los derechos de la fórmula, y no a cambio de calderilla precisamente. La piedra filosofal no sólo es real, sino que probablemente sea un nombre adjudicado a un antigua disposición de átomos de carbono, capaz de llevar pureza a cualquier sistema molecular desordenado en todas las cosas, desde la física hasta la bioquímica. Todos los acertijos y las metáforas que aparecen en los textos alquímicos así lo sugieren. ¡Insignificantes y a todo nuestro alrededor! Desconocidos, y sin embargo, conocidos por todos. Al fin y al cabo, el carbono es la base de toda la vida en este planeta. En diferentes grados de pureza y disposición, se convierte en carbón, en diamante, incluso en el cuerpo humano. Es como el Lego de Dios.

La mano que rodeaba la tetera acentuó la presión y, de pronto, una grieta se abrió en el costado de la pieza de terracota con un chasquido.

La risa de Chilton se interrumpió abruptamente mientras una imagen se formaba ante los ojos de Connie: Chilton, sentado a su escritorio en el Departamento de Historia de Harvard, la oreja apretada contra el auricular del teléfono, su rostro encarnado mientras una voz masculina decía: «Bueno, por supuesto que estaba interesado, pero no esperabas realmente que lo presentara ante la junta, ¿verdad?» La voz prorrumpió en breves carcajadas mientras el labio superior de Chilton temblaba, y el lápiz que aferraba entre los dedos se partía en dos y él decía: «¡Sólo necesito un poco más de tiempo, maldita sea!» A través del teléfono, la voz sonriente repuso: «Afróntalo, Manny. No tienes nada para mí», justo cuando la imagen se disolvía como un tejido aceitado y Connie volvía a encontrarse en la sala de estar de la casa de su abuela.

Chilton continuó impertérrito.

—Tengo intención de revelar la fórmula ante la Asociación Colonial, aunando por fin la ciencia y la historia. Luego, finalmente podré dejar de ser algo más que un profesor adulado. —Escupió esta última palabra con un sorprendente rencor —. Pero, por desgracia, falta un elemento crucial. Uno que no soy capaz de definir. Un proceso, estoy razonablemente seguro. Un paso final.

Sus ojos encontraron los de Connie y ella pudo ver en su rostro el oscuro y opaco latido de la desesperación.

—Digamos que yo también necesito ampliar mi base de referencia —continuó Chilton con un tono de voz cada vez más frío —. Por supuesto, sabía que usted era una investigadora excelente; por esa razón la admití en el programa en primer lugar. Pero cuando me habló de ese libro de sombras que aún existía, que había sido utilizado por una auténtica bruja… ¡Y la primera pista la encontró nada menos que en casa de su bendita abuela! Sabía que usted sería para mí de mucha más utilidad de la que había anticipado.

Chilton comenzó a acercarse a la mesa. El gruñido se hizo más intenso.

Connie alzó la vista mientras sus dedos desgarraban subrepticiamente un extremo de la raíz de mandrágora y lo desmenuzaba. No dijo nada. Un leve temblor de tensión aleteó en su mejilla. Observó cómo Chilton se aproximaba y sus manos se movieron mecánicamente en los preparativos, como si siempre hubiesen sabido lo que debían hacer, dejando su conciencia libre para contemplar cuán despreciable se había convertido su tutor para ella, cómo su ego y su hambre de prestigio lo habían transformado en un ser retorcido y degradado, cómo podía ver detrás de sus ojos una alma cuya propia humanidad había sido aplastada bajo el peso imposible de su ambición.

—Como usted bien sabe, señorita Goodwin, no tengo en absoluto fe en el talento innato —dijo Chilton, su voz convertida en un gruñido mientras se acercaba aún más, su mano trazando el contorno del respaldo de una de las sillas encajadas bajo la mesa.

» Uno no puede ir brincando por ahí, esperando que nuestras inclinaciones románticas nos indiquen el camino. No. La piedra fundamental de la mejor práctica de la historia es el esfuerzo. ¡El trabajo! Tuve que idear una forma de acelerar su investigación, ya que mis magros estímulos demostraban ser insuficientes. —Hizo una pausa —. Al mismo tiempo, también pude averiguar si el libro de sombras era tan poderoso como creía. Un pequeño compuesto químico en el cuerpo puede confundir a la medicina moderna, pero no debería ser rival para un verdadero libro de hechizos premoderno, particularmente en manos de una investigadora motivada—. Sus ojos comenzaron a brillar —. Después de que la vi una tarde en la… , digamos,
afectuosa
compañía de un joven, la idea se presentó de forma natural.

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