CAPÍTULO 52
Del primer rey de los tártaros y de la rencilla con su rey
Al cabo de pocos años todos, de común acuerdo, eligieron rey a un varón de los suyos esforzado y prudente, que se llamaba Chinchis; ello sucedió en el año del Señor de MCLXXXVII. Tras su coronación, todos los tártaros, que andaban dispersos en otras regiones, acudieron a él y se sometieron de buena gana a su dominio. El gobernó a sus súbditos con gran sabiduría y en breve tiempo ganó ocho provincias. Cuando capturaba una ciudad o una aldea por la fuerza, después de la victoria no permitía que sufriese saqueo quien quería plegarse de grado a su mandato e ir con él a asaltar otras ciudades, por lo que todos lo amaban a maravilla. Al verse enaltecido a tanta gloria, envió mensajeros a su rey, solicitando a su hija por esposa. Ocurrió esto en el año del Señor de MCC. El recibió su petición como una gravísima afrenta y respondió con dureza, pues dijo que antes arrojaría a su hija al fuego que entregarla como mujer a un esclavo suyo, y expulsó de su vista de manera ultrajante a los enviados de Chinchis, diciéndoles: «Decid a vuestro señor que, ya que se ha atrevido a alzarse a tanta soberbia como para pedir en matrimonio a la hija de su amo, le haré morir muerte amarga».
CAPÍTULO 53
De la batalla de los tártaros con aquel rey y su victoria
Al oír esto, Chinchis reventó de cólera y reuniendo un gran ejército se dirigió a las tierras del rey Onchan, que es nombrado Preste Juan, y acampando en una planicie inmensa llamada Canduth, envió a decir al rey que se aprestase a defenderse. Este descendió con un gran ejército al llano, a XX millas de la hueste de los tártaros. Entonces el rey de los tártaros Chinchis ordenó a los magos y astrólogos que le predijesen qué resultado tendría la futura batalla. Los astrólogos, hendiendo en dos a lo largo una caña, pusieron en tierra las dos partes, y a una la llamaron de Chinchis y a la otra de Onchan, y dijeron al rey: «Cuando nosotros profiramos los ensalmos, por voluntad de los dioses lucharán entre sí las dos partes de la caña. Obtendrá la victoria en el combate aquel rey cuya parte monte sobre la del otro». Apiñada la muchedumbre para el espectáculo, los astrólogos leyeron en su libro de encantamientos y las dos partes de la caña se movieron y parecía que se alzaba una sobre otra; por fin la parte de Chinchis quedó por encima de la parte de Onchan. Los tártaros, con esta visión, recibieron gran aliento, seguros ya de su futura victoria. Por último, al tercer día se entabló combate y cayeron muchos del ejército de uno y otro bando. Chinchis, no obstante, resultó vencedor y el rey Onchan fue muerto, y los tártaros sojuzgaron por completo su tierra. Después de la muerte de Onchan reinó Chinchis seis años, en los cuales conquistó muchas provincias. Al cabo de los seis años, al sitiar los suyos un castillo, se acercó en persona a pelear ante la plaza y fue herido en la rodilla con una saeta, herida de la cual falleció a los pocos días. Fue enterrado en la gran montaña de Alchay, donde desde entonces reciben sepultura todos los supremos monarcas del reino de los tártaros que descienden de su estirpe; y si el Gran Kan muriera a cien jornadas de distancia del monte de Alchay, sería llevado allí a sepultar su cuerpo.
CAPÍTULO 54
Del catálogo de los reyes de los tártaros y de cómo son enterrados sus cuerpos
Por tanto, el primer rey de los tártaros fue Chinchis; el segundo, Eni; el tercero, Bacni; el cuarto, Esu; el quinto, Monghu; el sexto, Cublay, que reina todavía, cuyo poderío es mayor que el de los cinco predecesores susodichos. Es mayor el imperio de él solo que todos los reinos y señoríos juntos de cristianos y sarracenos, como se demostrará de manera paladina en su lugar en este volumen. Cuando se lleva el cadáver del Gran Kan a enterrar al monte, la comitiva que lo acompaña al sepulcro pasa a cuchillo a todos los hombres con los que topa en el camino diciendo: «Id y servid al rey vuestro señor en la otra vida». Están, en efecto, ofuscados por tan gran extravío, que creen que los muertos en aquella ocasión se consagrarán a su servicio en el más allá. Igualmente degüellan todos los caballos que encuentran y corceles elegidos del rey difunto, para que él los reciba vivos en el otro mundo. Cuando se llevó el cuerpo de Monghu Kan al monte, los soldados que escoltaban su cadáver mataron por el motivo antedicho más de XX mil hombres.
CAPÍTULO 55
De las costumbres comunes de los tártaros
Los tártaros por lo general crían rebaños de bueyes, acémilas y ovejas, por lo que residen con la manada en los pastizales. Durante el verano habitan en las montañas y en los lugares fríos, donde hay pasto y leña, y durante el invierno trashuman a las regiones calientes, donde puedan encontrar alimento para el ganado. Tienen cabañas al modo de tiendas, muy bien tapadas con fieltro, que llevan consigo a donde vayan; están compuestas con tal arte, que las pueden doblar y extender, alzar y posar y transportar con facilidad. Su puerta, cuando montan la cabaña, la orientan al mediodía. Tienen también carromatos arrastrados por camellos y que están forrados de fieltro con tanta industria que, aunque llueva todo el día sobre ellos, es imposible que se moje nada en el interior. Transportan en ellos a sus mujeres e hijos y todos los enseres necesarios. Las esposas de los tártaros son muy fieles a sus maridos; entre ellos se mira mucho que nadie se atreva a cortejar a la mujer de su prójimo, y se cuidan sobremanera de no hacerse o inferirse agravio al respecto. Cada uno de ellos puede tener, según su costumbre, tantas mujeres como pueda alimentar; sin embargo, la primera es considerada más principal y más noble que las demás; excepto las hermanas, toman como esposas a todas la mujeres consanguíneas por línea transversal. Al fallecer el padre, el hijo puede casarse con su madrastra, y un hermano, a la muerte de otro, con su cuñada, y celebran bodas solemnes cuando las toman por mujeres. Los hombres no reciben dote, sino que, por el contrario, ellos se la dan a su esposa y a su madre. Debido a la multitud de esposas tienen hijos sin cuento. Las mujeres de los tártaros resultan poco gravosas en gastos a sus maridos, porque ganan mucho con sus labores. Son prudentes en el gobierno de la familia, solícitas en la preparación de la comida, cumplen con diligencia todas las tareas del hogar y compran y venden muy bien cuanto hay que vender y comprar. Los maridos, dejando en sus manos los cuidados domésticos, se entregan a la caza, a la cetrería y al ejercicio de armas y batallas.
CAPÍTULO 56
De sus armas y vestidos
La armadura que se ponen los tártaros es de fuerte y resistente cuero cocido de búfalo o de otro animal que tenga piel dura. Llevan mazas y espadas, pero se sirven preferentemente de arcos y flechas. Son excelentes arqueros, enseñados y entrenados a este ejercicio desde niños. * * * usan trajes recamados en oro y sobre los vestidos llevan pieles finas de raposas, veros y también de armiños; asimismo se cubren de pieles de los animales llamados cibelinas, que son muy finas y apreciadas.
CAPÍTULO 57
De la comida común de los tártaros
El mantenimiento ordinario de los tártaros es carne y leche, y aquélla de animales puros e impuros, pues comen carne de caballo y perro, y asimismo de algunos reptiles denominados en romance «ratas del Faraón», que se encuentran en suma abundancia en las llanuras. Beben leche de yegua, que saben preparar de modo que parece vino blanco, que es también muy sabrosa y se llama en su lengua chemius.
CAPÍTULO 58
De su idolatría y plegarias
Los tártaros veneran a un dios que se llama Nacigoy, que consideran señor de la tierra y que vela por ellos, los frutos de la tierra, sus hijos y sus ganados. A este falso dios lo adoran con muy honda devoción. En sus casas tienen una imagen suya de fieltro o de otro paño, y la colocan en el lugar de honor. Creen que tiene mujer e hijos, a los que hacen también fetiches de fieltro; el ídolo de la mujer de Nacigay lo ponen a la izquierda, el de su hijo ante él. Profesan reverencia suma a estos ídolos; cuando van a comer o a cenar, untan antes la boca de los dioses con grasa de la carne cocida; una parte del caldo, es decir, del agua en la que se ha cocido la carne, la derraman fuera de la casa, para que los dioses susodichos reciban su parte. Acabado este ritual se sientan a la mesa. Si fallece soltero el hijo de un tártaro y muere doncella la hija de otro, el padre del mozo difunto pide para su hijo muerto la mano de la muchacha muerta, y cuando el padre de la doncella da su consentimiento, hacen que se extienda un contrato por escrito y dibujan en papel al joven y a la doncella, así como vestidos, dineros, multitud de enseres y ajuar diverso; después prenden fuego al documento y las pinturas y creen, engañados por ceguera diabólica, que aquellos muertos contraen matrimonio entre sí en la otra vida cuando el humo de los papeles quemados sube por el aire. Y con tal motivo celebran solemnes banquetes nupciales, de los que esparcen trozos acá y acullá, para que el novio y la novia tengan su porción del festín de bodas. Desde entonces los padres y la familia de los difuntos se consideran tan emparentados como si aquel matrimonio fantasmagórico se hubiera efectuado de verdad.
CAPÍTULO 59
Del valor, la industria y la fortaleza de los tártaros
Son los tártaros arrojados en las armas y victoriosos en las lides, pues no son hombres de melindres, sino de mucho brío; cuando lo exige una guerra o alguna necesidad del ejército, son más duros y dispuestos a soportar penalidades que los demás pueblos del mundo; durante un mes entero, si fuere necesario, no comen otra cosa que leche de las acémilas y carne de los animales que cazan; también sus caballos se contentan sólo con la hierba que hallan en las praderas y no es preciso que se les prepare grano u otro pienso. En ocasiones los tártaros aguantan toda la noche armados sobre sus monturas, y sus caballos entretanto pacen donde encuentran alguna hierba. Son hombres de muchísimo esfuerzo y se conforman con poco; saben mejor que nadie tomar fortalezas y ciudades. Cuando a causa de una campaña es necesario que emprendan largos viajes, de sus cosas no llevan consigo nada salvo las armas, así como una cabaña pequeña en la que se cobijan cuando llueve; cada cual va con dos botas de cuero, en las que guarda la leche que bebe, y una olla pequeña para cocer la carne, que llamamos en nuestro romance «pinguatella». Si alguna vez urge llegar con presteza a un lugar remoto, se abstienen durante diez días de todo alimento cocido, si resulta que por la cocción de la comida se retrasa la marcha. Traen leche consigo a modo de pasta sólida, que ponen en agua en una vasija, y la agitan con un palo hasta que se disuelve, y después se la beben. A menudo en lugar de vino o a falta de vino o de agua cortan una vena a sus caballos y chupan su sangre.
CAPÍTULO 60
De la disciplina de su ejército y su astucia para pelear
La disciplina de su ejército y su manera de luchar es la siguiente. Cuando un general recibe el mando de un ejército de c mil soldados, elige a los que quiere como camaradas, y a los tribunos, que mandan a mil jinetes, y a los centuriones y a los decuriones, de suerte que todo su ejército se ordena por mil, cien y diez hombres. Igualmente hay uno que manda a diez mil. Los tribunos son consejeros del capitán de diez mil, los centuriones son consejeros del tribuno y los decuriones son consejeros del centurión, y así sucesivamente, de suerte que ningún oficial tiene más de diez consejeros. Se observa esta norma en un ejército grande y pequeño. Cuando el que manda a cien mil hombres quiere enviar tropas a algún lugar, ordena al que capitanea a diez mil que elija a mil de los suyos; él a su vez manda al tribuno que elija cien, y éste a su vez al centurión que elija diez, y el decurión elige uno: así se escogen mil de diez mil soldados. Cumplen esto con tanta disciplina que todos se relevan por turno, y cada uno sabe cuándo le toca su vez. Todos, cuando son elegidos, obedecen al instante, pues no se encuentra en el mundo entero hombres de tanto acatamiento a sus señores como lo son los tártaros. Cuando avanza la hueste de un lugar a otro, siempre guardan los cuatro flancos doscientos o más centinelas apostados a distancia oportuna, para que no puedan atacar los enemigos de improviso. Cuando luchan en batalla campal con el adversario, a menudo simulan la huida con engaño sin dejar de lanzar flechas, hasta que atraen a sus perseguidores a donde quieren; entonces a una vuelven grupas y obtienen con gran frecuencia la victoria sobre el enemigo, que sufre un descalabro cuando piensa haber vencido. Sus caballos están tan adiestrados, que a voluntad de sus jinetes se revuelven con gran facilidad acá o acullá.
CAPÍTULO 61
De los jueces y su justicia
En los malhechores hacen justicia de la siguiente manera. Si alguien ha hurtado una cosa de poco valor y precio, por la que no merece la muerte, es azotado con una vara siete veces, o diecisiete, o XXVII, o XXXVII o XLVII, pues a la magnitud del delito corresponde el número de azotes, que llegan hasta cien, añadiendo siempre diez; no obstante, hay quien perece de la zurra. Si alguien roba un caballo u otra cosa por la que merezca la pena capital, es desbarrigado a filo de la espada y muere. Si el ladrón es descubierto y quiere pagar nueve veces el valor de lo robado, se libra de la muerte. Los que poseen caballos, bueyes y camellos marcan su hierro en la piel y después los sueltan a pastar sin guardianes. Cuando vuelven, si entre los suyos encuentra un animal de otro, se apresura a buscar a su amo para devolverle en el acto lo que es suyo. El ganado menor se confía al cuidado de pastores, pues tienen rebaños hermosos sobremanera. Estas son todas las costumbres comunes de los tártaros; pero como ahora están mezclados entre diversos pueblos, en muchas comarcas pierden muchas de sus costumbres y se acoplan a la manera de vivir de otros.
CAPÍTULO 62
De las campiñas de Bargi y las últimas islas del aquilón
Habiendo expuesto en parte las costumbres de los tártaros, pasaré ahora a describir otras regiones. Después de salir de la ciudad de Carocoram y del monte Alchay, se avanza al aquilón a través de la campiña de Bargi, que tiene longitud XL jornadas. Los habitantes del lugar se llaman «metrich», están sometidos al Gran Kan y siguen las costumbres de los tártaros; son hombres salvajes y se sustentan de la carne de los animales que apresan en la caza, y sobre todo de ciervos, de los que tienen gran cantidad, y que también domestican y en los que cabalgan una vez amaestrados. Carecen de grano y vino. En el verano tienen mucha caza de aves y de fieras salvajes; durante el invierno todos los animales y los pájaros emigran de allí por el frío rigurosísimo de aquella región. Al cabo de aquellas XL jornadas se llega al mar Océano, junto al cual se yerguen unos montes donde anidan herodii o halcones peregrinos que son llevados de allí a la corte del Gran Kan. En aquellas sierras no se encuentran más pájaros que los susodichos halcones y otra especie de aves que se dicen bardelach, de las que se alimentan los herodii; esas aves son grandes como perdices y tienen las patas como papagayos y la cola de golondrina; son largas y de raudo vuelo. En las islas de aquel mar nacen gerifaltes en gran número, que son llevados al Gran Kan; los gerifaltes que se traen a los tártaros desde tierras de cristianos no se ofrecen al Gran Kan, porque tiene muchísimos, sino que se llevan a otros tártaros que confinan con los armenios y los comanos. En aquellas islas que están situadas tan al aquilón la estrella polar ártica, que se dice en romance «tramontana», queda al mediodía.