El manipulador (23 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

BOOK: El manipulador
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Bruno Morenz yacía en su escondite, tumbado de lado, Tenía los ojos abiertos, pero no hacía el menor movimiento. Cuando la claridad penetró en su escondrijo, se estremeció, sobresaltado.

—Bruno, soy yo, Sam. Tu amigo. Mírame, Bruno.

Morenz volvió el rostro hacia él. Tenía la tez grisácea y estaba sin afeitar. Llevaba tres días sin comer y sólo había bebido agua estancada de un tonel. Su mirada parecía perdida. Cuando vio a McCready, trató de enfocarla.

—¿Sam?

—Sí, Sam. Sam McCready.

—No les digas que estoy aquí, Sam. No me encontrarán si no les dices nada.

—No les diré nada, Bruno. Nunca.

A través de una grieta entre las tablas, McCready divisó la fila de uniformes verdes que avanzaba a través de los maizales, en dirección a Ober Grünstedt.

—Intenta sentarte, Bruno.

McCready le ayudó a ello y le recostó la espalda contra los fardos de heno.

—Tenemos que darnos prisa, Bruno. He venido a sacarte de aquí.

Morenz sacudió la cabeza con gesto torpe.

—No, Sam, quédate conmigo. Aquí estaremos a salvo. Nadie podrá encontrarnos nunca.

«No —pensó McCready—, un granjero borracho jamás te encontraría. Pero quinientos soldados, sí.» Entonces intentó ayudar a Morenz a que se pusiese de pie, pero fue inútil, pesaba demasiado. Las piernas no le obedecerían. McCready le rodeó el pecho con sus brazos. Debajo del impermeable sintió un bulto. Le soltó, y Morenz se desplomó de nuevo sobre el manto de heno. Allí, se acostó otra vez, haciéndose un ovillo. McCready supo entonces que su amigo jamás conseguiría ir con él hasta la frontera en las inmediaciones de Ellrich, ni pasar por debajo de las alambradas de espino, ni atravesar el campo de minas. Estaba acabado.

A través de la rendija, más allá de los maizales con sus mazorcas brillando bajo los rayos del sol, divisó los verdes uniformes que ahora se extendían por entre las casas y los pajares de Ober Grünstedt. Marionhain será su siguiente objetivo.

—He estado visitando a Fräulein Neumann. ¿Te acuerdas de Fräulein Neumann? Es muy amable.

—Sí, muy amable. Ella puede saber que estoy aquí, pero no se lo dirá a nadie.

—Jamás lo dirá, Bruno. Jamás. Me dijo que tienes los deberes de casa para ella. Los necesita para corregirlos.

Entonces, Morenz sacó un grueso manual de tapas rojas de debajo del impermeable. En la cubierta de plástico estaban, estampadas en oro, la hoz y el martillo. Morenz tenía la corbata desanudada y la camisa abierta. De un cordel que llevaba alrededor del cuello le colgaba una llave. McCready cogió el manual.

—Tengo sed, Sam.

Del bolsillo trasero del pantalón McCready sacó una petaca de plata y se la dio. Morenz bebió el whisky con gran avidez. McCready miró a través de la rendija. Los soldados habían terminado en Ober Grünstedt. Algunos bajaban por el sendero, otros se acercaban a través de los campos.

—Pienso quedarme aquí, Sam —dijo Morenz.

—Está bien —contestó McCready—, te quedarás aquí. Adiós, viejo amigo. Que duermas bien. Nadie volverá a molestarte nunca más.

—Nunca más —repitió el hombre en un murmullo antes de quedarse dormido.

McCready le sacó del cuello el cordel con la llave y metió el manual en su saco de yute. Después bajó por la escalera de mano y salió a esconderse entre los maizales. Dos minutos después el cerco se cerraba. Era mediodía.

Necesitó doce horas para regresar hasta el lugar donde se alzaba el pino gigante, en la zona fronteriza cercana al pueblo de Ellrich. Se puso el mono de camuflaje y esperó, agazapado debajo de los árboles, hasta que fueron las tres y media. Entonces dirigió su linterna hacia la roca blanca que se alzaba al otro lado de la frontera y la encendió tres veces consecutivas; después se deslizó por debajo de la alambrada, cruzó arrastrándose el campo de minas y siguió a través de la franja roturada. Siegfried le estaba esperando al otro lado de la valla.

Mientras iban en el automóvil de vuelta a Goslar, McCready examinó la llave que había quitado a Bruno. Era de acero y en el reverso tenía grabadas las palabras
Flughafen Koln
, «aeropuerto de Colonia». Después de un opíparo desayuno se despidió de Kurzlinger y de Siegfried y condujo su coche hacia el Sudoeste en vez de dirigirse al Norte, a Hannover.

A las trece horas del sábado, los soldados entraban en contacto con el coronel Voss, el cual llegaba en un automóvil oficial acompañado de una dama que vestía ropa de civil. Los dos subieron a lo alto del pajar por la empinada escalera de mano y examinaron el cadáver tendido en el heno. Se había efectuado un registro a fondo, el pajar había sido prácticamente desmenuzado, pero no se encontró ni el menor rastro de material escrito, ni mucho menos de un grueso manual. Aunque lo cierto era que tampoco tenían ni la más remota idea de qué estaban buscando.

Un soldado cogió una botellita de plata de la mano del muerto y se la pasó al coronel Voss. Éste la olió y murmuró entre dientes:

—Cianuro.

La comandante Vanavskaya se apoderó de la botellita y le dio la vuelta. En el dorso podía leerse:
Harrods, London
. La comandante utilizó una expresión muy impropia en una dama. El coronel Voss pensó que había sonado a algo así como «¡
Grandísimo hijo de puta

Domingo

Al mediodía, McCready entraba en el aeropuerto de Colonia con el tiempo suficiente para poder coger el vuelo de las trece horas para Inglaterra. Cambió su billete de avión de Hannover a Londres por otro de Colonia a Londres, se anunció como pasajero y se encaminó hacia los casilleros de la consigna automática, situados a un lado del vestíbulo. Sacó la llave de acero y la introdujo en la cerradura del compartimiento cuarenta y siete. Dentro había una bolsa de lona. McCready la cogió.

—Creo que yo me haré cargo de la bolsa, muchas gracias, Herr McCready.

Éste dio media vuelta. A unos cuantos pasos de él se encontraba el subdirector del Directorio Operacional del BND. Dos caballeros de gran envergadura rondaban algo más allá. Uno de ellos se examinaba con detenimiento las uñas de los dedos, mientras que el otro hacía lo mismo con el techo, como si estuviese buscando alguna gotera.

—¡Vaya, doctor Herrmann, qué alegría verle de nuevo! ¿Qué le trae por Colonia?

—La bolsa… si tiene la amabilidad. Mr. McCready.

—Sam se la entregó. Herrmann se la pasó a uno de los hombres de su escolta. Podía permitirse el lujo de mostrarse afable.

—Vamos, Mr. McCready, nosotros, los alemanes, somos gente hospitalaria. Permítame que le escolte hasta el avión. Imagino que no deseará perderlo.

Se encaminaron hacia el control de pasaportes.

—En cuanto a un cierto colega mío… —insinuó Herrmann.

—No regresará jamás, doctor Herrmann.

—¡Oh, pobre hombre! Pero quizás haya sido mejor así.

Llegaron ante la ventanilla de la inspección de pasaportes. El doctor Herrmann sacó un carnet de su bolsillo, se lo mostró a los oficiales del Departamento de Inmigración y pasaron de largo sin más preámbulos. Cuando la salida del vuelo fue anunciada, los hombres escoltaron a McCready hasta la puerta del corredor de embarque.

—¡Mr. McCready!

Éste se volvió en el umbral de la puerta. El doctor Herrmann le dirigió una sonrisa.

—También nosotros sabemos cómo escuchar las conversaciones radiofónicas al otro lado de la frontera. Le deseo un buen viaje, Mr. McCready. Mis saludos a Londres.

La noticia llegó a Langley una semana después. El general Pankratin había sido trasladado. En el futuro dirigiría un grupo de campos de concentración para prisioneros militares en la provincia de Kazajstán.

Claudia Stuart se enteró de la noticia a través de su hombre en la Embajada de Estados Unidos en Moscú. Todavía estaba meciéndose en los laureles que le llovían desde las altas esferas a medida que los analistas iban estudiando el programa completo del
Orden soviético de batalla
. Así que estaba preparada para adoptar una actitud filosófica ante lo que le había ocurrido a su general soviético. Como apuntó a Chris Appleyard en el economato militar:

—Conservó el pellejo y el rango. Eso es mejor que extraer plomo en las minas de Yakutsia. Y en cuanto a nosotros…, bien, nos resulta más barato que un bloque de apartamentos en Santa Bárbara.

INTERLUDIO

La asamblea reanudó sus sesiones a la mañana siguiente, un martes. Timothy Edwards siguió comportándose como si fuese la amabilidad en persona, mientras que en su interior rogaba por que todo ese asunto se solucionara a la mayor brevedad posible. Él, al igual que los dos superintendentes que le flanqueaban, había trabajado para que fuese así.

—Muchas gracias por recordarnos los acontecimientos de 1985 —dijo—, pero creo que alguien podría objetar que ese año constituye ahora, en términos de Inteligencia, una era diferente que ha dejado de existir.

Denis Gaunt no se dejó engañar por esas palabras. Sabía que tenía todo el derecho a rememorar cualquier episodio que desease de la carrera de su jefe inmediato con el fin de tratar de persuadir a la junta para que recomendase al Jefe un cambio en su decisión. Sabía también que era muy poco probable que Timothy Edwards se inclinase por hacer esa recomendación; pero se tomaría una resolución por mayoría cuando las deliberaciones terminasen, y era precisamente a los dos superintendentes a los que quería dirigirse para influir en su ánimo. Denis se levantó de su asiento, se dirigió al secretario del departamento de Archivo y le pidió otra carpeta.

Sam McCready sentía calor y aburrimiento. A diferencia de Gaunt, sabía que sus probabilidades de mantenerse en el puesto eran tan remotas como las que tenía un pastel de pasar inadvertido en la puerta de un colegio. Había insistido en que se celebrase esa junta sólo por puro espíritu de contradicción. Se recostó contra el respaldo de su asiento, desvió la atención y dio rienda suelta a su imaginación. A fin de cuentas, lo que Denis Gaunt fuese a decir sería algo que él ya sabía.

Hacía ya mucho tiempo, unos treinta años, que vivía dentro del pequeño mundo de la
Century House
y del Servicio Secreto de Inteligencia; en realidad, casi todo el tiempo que abarcaba su vida profesional. Se preguntó a dónde iría si le echaban. Se preguntó también, y no por primera vez en su vida, cómo demonios había ido a parar a ese extraño mundo de las sombras. Nada en su nacimiento, como hijo humilde de la clase trabajadora, hubiera indicado que llegaría el día en que sería un alto oficial del Servicio Secreto de Inteligencia británico.

Había nacido en la primavera de 1939, el año que estalló la Segunda Guerra Mundial, y era hijo de un lechero que vivía en uno de los barrios del sur de Londres. De su padre tenía un recuerdo muy vago, sólo un par de escenas borrosas que se conservaban como fogonazos en su memoria.

Cuando aún era un niño de pecho, había sido evacuado de Londres junto con su madre después de la caída de Francia en 1940, cuando las Fuerzas Aéreas alemanas iniciaron aquel largo y caluroso verano de incursiones aéreas sobre la capital británica. Pero McCready nada recordaba de aquello. Al parecer, o eso fue al menos lo que su madre le contó después, regresaron a Londres en el otoño de 1942 para volver a vivir en la casita con terraza que tenían en la pobre pero limpia calle de Norbury; aunque, ya para entonces, el padre se había ido a la guerra.

Había en aquella casa una fotografía de sus padres tomada en el día de su boda; eso era algo que recordaba con toda claridad. La madre estaba vestida de blanco y llevaba un ramillete de florecillas, y el hombre grandullón que se hallaba a su lado aparecía muy estirado y con un aspecto muy digno, luciendo un traje oscuro y un clavel rojo en la solapa. La fotografía estaba sobre la repisa de la chimenea, tenía el marco de plata, y su madre la limpiaba todos los días. Algo después, otra fotografía vino a colocarse al otro extremo de la repisa, la de un hombre grandullón y sonriente, vestido de uniforme y luciendo los galones de sargento en sus mangas.

La madre salía de casa todos los días y cogía el autobús hasta Croydon, donde fregaba las escaleras y los corredores de la próspera clase media acomodada que vivía en aquella pequeña ciudad. También les lavaba la ropa. McCready todavía recordaba cómo la angosta cocina estaba siempre llena de vapor cuando su madre trabajaba durante toda la noche para tener la ropa a punto a la mañana siguiente.

En cierta ocasión, debió de ser en 1944, el hombre grandullón y sonriente llegó a casa, lo cogió, lo levantó en sus brazos y lo lanzó por los aires mientras él no paraba de gritar. Luego volvió a marcharse para reunirse con las fuerzas que participaron en el desembarco en las playas de Normandía, y para morir en el asalto a Caen. Sam recordaba a su madre llorando ese verano, y cómo él trataba de decirle algo, pero sin saber qué, por lo que también él se pasó los días llorando, aun cuando ignoraba exactamente por qué.

En enero del año siguiente comenzó a ir a una escuela pública en régimen de internado, con lo que su madre podía desplazarse a Croydon todos los días sin tener que dejar al niño al cuidado de la tía Vi. El pequeño Sam pensó que aquello era una auténtica lástima, ya que la tía Vi llevaba la tienda de dulces que estaba al final de la carretera y solía dejarle meter bien el dedo en el recipiente de los helados para que luego pudiese lamérselo a gusto. Aquello coincidió con el momento en que los cohetes «V-l» alemanes, las llamadas «bombas volantes», empezaron a llover sobre Londres, partiendo de sus rampas de lanzamiento en los Países Bajos.

Recordaba con gran claridad el día justo antes de su sexto cumpleaños, en que se presentó en la escuela un hombre que llevaba el uniforme de los encargados de la protección civil, con el casco de acero puesto y la máscara antigás colgando de su cintura.

Hubo un ataque aéreo y los niños pasaron la mañana en los sótanos de la escuela, lo que era mucho más divertido que asistir a clase. Cuando la sirena sonó dando la señal de que el peligro había pasado, los niños regresaron a sus aulas.

El hombre había estado hablando en voz muy baja con la directora de la escuela, y ésta le había sacado de la clase y le había conducido, llevándole de la mano, a su saloncito particular, detrás del aula, donde le ofreció pastas espolvoreadas con semillas de anís. Él se quedó allí, esperando, sintiéndose muy pequeño y confuso, hasta que el simpático hombre del «Doctor Barnardo’s» se lo llevó al orfelinato. Después le dijeron que ya no había más fotografía con marco de plata ni más foto del hombre grandullón y sonriente con galones de sargento en las mangas.

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