McCready sí lo sabía. No había tenido necesidad alguna de que se lo contaran, como tampoco había necesitado pruebas para llegar a esa conclusión. Sin embargo, conocía muy bien a su jefe. Al igual que cualquier buen alto oficial de mando, Sir Mark no tendría pelos en la lengua para decir a la cara lo que alguien había hecho mal, censurarlo si sentía que el otro se lo merecía o incluso para expulsarlo del cuerpo si las cosas habían ido demasiados lejos. Pero todo eso lo haría personalmente. En caso contrario, lucharía como un gato panza arriba para defender a sus hombres contra cualquier injerencia de extraños. Así que aquel asunto tenía que provenir de esferas más altas, que habrían pasado incluso por encima del propio Jefe.
Cuando Denis Gaunt regresaba a su asiento con la carpeta en las manos, Timothy Edwards, cuya mirada se había cruzado con la de McCready, dirigió una sonrisa al
Manipulador
.
«Representas una maldita amenaza real, Sam —pensó—. Eres brillante y tienes talento, pero ya no sirves para nada. Es una lástima, la verdad. Si hubieses dado muestras de arrepentimiento y te hubieras sometido a las reglas establecidas, aún podría haber un puesto para ti en esta casa. Pero ya no. No después de haber logrado irritar a personas como Robert Inglis, y tú lo has hecho. El mundo de la década de los noventa será bien distinto del actual, será mi mundo; un mundo para gente como yo. Dentro de tres años, quizá cuatro, me habré convertido en el jefe de la Firma, y en ella no habrá sitio para personas como tú, bajo ningún concepto. Es mejor que te vayas ahora, Sam, hombre del pasado. Así dispondremos de un grupo completamente nuevo de oficiales, de jóvenes agentes con talento, que harán lo que se les ordene, serán respetuosos con las leyes y no se dedicarán a irritar a sus superiores.»
Sam McCready le devolvió la sonrisa.
«Eres un mierdoso hijo de puta, Timothy, un pobre cretino —dijo McCready para sí—. Piensas que hacer acopio de información secreta consiste en celebrar reuniones para analizar los datos de los ordenadores y en lamerle el culo a los de Langley para que te pasen unas cuantas migajas de la información que obtienen con sus satélites espías. Todo es perfecto. Todo está muy bien, el sistema de Inteligencia de señales estadounidense y su
non plus ultra
, la Inteligencia electrónica. La mejor del mundo, pues ellos poseen la tecnología, con sus satélites y sus aparatos de escucha. Pero todo eso también puede conducir a engaño, mi querido Timothy, pobre iluso.
»Hay una cosa llamada
maskirovka
, de la que no creo que hayas oído hablar. Es un invento ruso, Timothy; se trata del arte de construir aeropuertos falsos, hangares y puentes que no existen, divisiones enteras de tanques, construidos con delgadas láminas y planchas de madera prensada, y todo eso puede engañar a los grandes pájaros de Estados Unidos. Por eso, en muchas ocasiones no hay más remedio que poner los pies en el suelo y rastrear el terreno, más de una vez se hace necesario introducir un agente dentro de las filas enemigas, reclutar a los descontentos, emplear a los renegados
in situ
… Nunca has sido un agente de campo, no sirves para eso, pese a tus corbatas con los distintivos de clubes exquisitos y a la aristócrata de tu mujer. En menos de dos semanas, los de la KGB utilizarían tus cojones en vez de aceitunas para ponérselos en el combinado.»
Gaunt había comenzado su última defensa. Trató de justificar lo ocurrido en el Caribe, empeñado en no perderse las simpatías de los dos superintendentes, los cuales parecían haberse mostrado inclinados la noche anterior a cambiar de opinión y a recomendar un aplazamiento del caso. McCready miraba a través de la ventana.
Las cosas habían cambiado, desde luego, pero no en la forma en que Timothy Edwards se pensaba. El mundo, a consecuencia de la guerra fría, se había vuelto loco; los gritos vendrían después.
En Rusia, la abundante cosecha que había podido tener ese año seguía secándose en los campos por falta de maquinaria, y en otoño se habría podrido en los vagones por falta de locomotoras para moverlos. El hambre haría estragos en diciembre, quizás en enero, empujando de nuevo a Gorbachov a los brazos de la KGB y del alto mando militar, los cuales le pasarían la factura, imponiéndole su precio exacto, por las herejías cometidas durante ese verano de 1990. El año 1991 no tendría en modo alguno nada de gracioso.
El Oriente Medio no era más que un polvorín a punto de estallar, y el Servicio de Inteligencia mejor informado de toda esa región, el Mossad israelí, estaba siendo tratado como un paria por Washington, con el beneplácito de personas como Timothy Edwards. McCready dio un suspiro. A fin de cuentas, quizá la solución a esos problemas estuviera en una barquita de pesca, en las costas de Devon.
—Todo aquello comenzó, en realidad —dijo Gaunt, mientras abría la carpeta que tenía ante él—, en una pequeña isla al norte del Caribe en los primeros días de diciembre.
McCready se vio inmerso de nuevo en las realidades de la
Century House
. «Ay, sí, el Caribe —pensó—, ese maldito Caribe.»
La
Gulf Lady
volvía a casa surcando las brillantes aguas del reluciente mar cuando sólo faltaba una hora para que el sol desapareciese en el horizonte. Julio Gómez iba sentado a proa, con sus amplias nalgas posadas en el techo de la cabina y sus pies calzados con mocasines descansando sobre la cubierta, contento y satisfecho de sí mismo, mientras se fumaba uno de sus cigarros puros puertorriqueños y exhalaba los hediondos aromas del humo por encima de las impasibles aguas del Caribe.
En esos momentos era un hombre por completo feliz. Detrás de él, a diez millas de distancia, quedaban los arrecifes que formaban el banco de la Gran Bahama al penetrar en el canal de Santaren, allí donde el martín pescador nadaba junto al peto, y el atún daba caza al bonito, el cual, a su vez, cazaba al escribano y donde, en ocasiones, todos eran perseguidos por el pez vela y por el gran pez espada.
En la popa, sobre la cubierta de la barca de pesca, en un viejo cesto desvencijado, yacían dos finos dorados, uno para él y otro para el patrón de turno, que en esos momentos empuñaba la caña del timón y gobernaba su embarcación alquilada, poniendo rumbo hacia Port Plaisance.
No se trataba de que esos dos peces fuesen el resultado de toda una jornada de pesca; también había habido un magnífico pez espada, capturado y devuelto a las aguas del océano, así como un bonito pequeño, que había sido despedazado y usado como carnada para los peces, amén de un atún de aletas amarillas, cuyo peso había sido estimado en unos treinta y cinco kilos, pero que se había sumergido a tal profundidad y tirado con tal violencia del hilo, que no había tenido más remedio que cortarlo, si no quería ver cómo se desgarraba ante sus ojos el carrete de su caña de pescar; y también habían picado dos seriólas, cada una de las cuales le obligó a luchar durante más de media hora. Había devuelto todos aquellos peces al mar, quedándose sólo con los dos dorados, ya que éstos tienen la carne más fina de todos los peces comestibles de los trópicos.
A Julio Gómez no le gustaba matar; lo que le impulsaba a realizar su peregrinaje anual a esas aguas era la emoción que le embargaba cuando oía el silbido del carrete y veía el hilo desplazándose a gran velocidad; también el sentir la tensión de la caña doblada, y, además, la gran excitación que se apoderaba de él durante la contienda entre el hombre que vivía sobre la tierra y el poderoso monstruo de los mares, que se debatía tras haberse tragado el anzuelo. Se podía decir que había pasado un día maravilloso.
A lo lejos, a su izquierda, allá donde las Dry Tortugas quedaban ocultas en el occidente bajo la línea del horizonte, la gran bola roja del sol se disponía a unirse con el mar, renunciando así a su calor abrasador y concediendo el alivio que traerían las frescas brisas del atardecer y los vientos de la noche que se aproximaba.
Frente a la
Gulf Lady
, a unas tres millas de distancia, se extendía la isla sobre las aguas del mar. Llegarían a puerto al cabo de veinte minutos. Gómez tiró por la borda la colilla de su cigarro, que se quedó flotando en las aguas tras haberse apagado con un breve chisporroteo, se puso crema en los antebrazos y se la extendió. Pese a que era de fuerte constitución y a que tenía la piel aceitunada, siempre sentía la necesidad de aplicarse una buena capa de crema bronceadora cuando se disponía a regresar a su pensión. Jimmy Dobbs, el hombre que gobernaba el timón, no tenía esos problemas; isleño de nacimiento, nunca había salido del lugar y tenía una de esas pieles de un negro tan intenso como el ébano sobre las que el sol no causaba efecto alguno; era propietario de una pequeña embarcación de pesca que alquilaba a los turistas que visitaban la isla y querían pescar.
Julio Gómez encogió las piernas y saltó a popa desde el techo de la cabina.
—Me encargaré del timón, Jimmy —dijo—. Así tendrás tiempo para limpiar la barca.
Jimmy Dobbs le dirigió una sonrisa de oreja a oreja, le pasó la caña del timón, cogió un cubo y una escoba y se puso a limpiar la embarcación de escamas y fragmentos de tripas, que fue tirando por la borda. Como por arte de magia, un grupo de golondrinas de mar, que no parecían venir de parte alguna, apareció de inmediato y se lanzaron a recoger los trocitos de carne que flotaban en la estela de la embarcación. Nada se desperdicia en el océano, nada que sea de origen orgánico.
Había, como es lógico, un gran número de embarcaciones de pesca, muchas de ellas modernas, que prestaban sus servicios en aguas del Caribe; barcas con mangueras a presión para limpiar la cubierta, bares bien provistos para preparar cualquier tipo de combinado, televisión e incluso vídeo y un buen surtido de películas; con sistemas de tecnología electrónica para detectar los bancos de peces y un instrumental de equipos de navegación tan completo como para poder dar la vuelta al mundo. La
Gulf Lady
no disponía de ninguna de esas cosas; era un triste conjunto de tablas destartaladas, con un tingladillo de varas de retama blanca y un humeante motor Diesel marca «Perkins» que lo impulsaba, pero había visto a lo largo de su dilatada existencia más olas encrespadas que las que los atildados mozos de Florida Keys podrían registrar con sus radares. Tenía una pequeña cabina de popa, que no era más que una confusión de cañas y cuerdas malolientes en las que se había fijado el hedor a aceite y a pescado, un pequeño puente de popa, apuntalado con varas, y una silla, para el pescador, de fabricación casera y con cojines extras.
Jimmy Dobbs no disponía de sistemas electrónicos que le ahorrasen el trabajo de tener que encontrar su presa; él la sabía encontrar por sí mismo, siguiendo las enseñanzas que su padre le había impartido, con buen ojo para el más leve indicio de cambio en el color de las aguas, para apreciar esos rizos en la superficie que no tenían por qué estar allí, para captar la zambullida de una golondrina de mar a gran distancia, a mucha distancia; y con buen instinto para saber dónde se encontraban los peces esa semana y qué estaban comiendo. Pero el caso era que lograba dar con ellos, cada día de la semana. Por eso era por lo que Julio Gómez iba a pescar con él cada vez que tenía vacaciones.
La carencia total de refinamientos en la isla era algo que gustaba a Julio, así como la falta total de tecnología en la
Gulf Lady
. Pasaba la mayor parte de su vida profesional operando con la moderna tecnología estadounidense, bien introduciendo pregunta tras pregunta en el ordenador, bien conduciendo su flamante automóvil por el endemoniado tráfico de las calles céntricas de Miami. Para sus vacaciones deseaba el mar, y el sol y el viento; y, aparte de esas cosas, los peces, ya que Julio Gómez tenía sólo dos pasiones en su vida: el trabajo y la pesca. Llevaba ya cinco días disfrutando de sus vacaciones y aún le quedaban otros dos por delante, el viernes y el sábado. El domingo tendría que tomar el avión de regreso a Florida para presentarse ante Eddie el lunes por la mañana y reanudar su trabajo. Julio Gómez dio un suspiro al recordarlo.
Jimmy Dobbs era también un hombre feliz. Se había pasado un buen día con su cliente y amigo, tenía unos cuantos dólares en el bolsillo, con los que pensaba comprar un vestido a su anciana esposa, y llevaba un exquisito pez, que daría una cena suculenta al matrimonio y a su numerosa prole. ¿Qué más, se decía, podía ofrecerle la vida?
Atracaron poco después de las cinco de la tarde en el viejo muelle de pescadores, cuyas maderas semiderruidas tendrían que haberse venido abajo desde hace muchos años, mas nunca acababan por caerse. El anterior gobernador de la isla había prometido pedir una subvención a Londres para construir uno nuevo, pero luego había sido sustituido por el gobernador actual, Sir Marston Moberley, un hombre que no sentía interés alguno por la pesca. Ni tampoco por los isleños, si se podía dar crédito a los rumores que circulaban por Shantytown, y lo cierto es que siempre se les podía dar crédito.
Se produjo la habitual aglomeración de chiquillos que acudían a ver qué tal se les había dado el día y si podían ayudar a desembarcar y transportar la pesca, se vieron rodeados por las burlas habituales, pronunciadas con ese acento cadencioso y ese sonsonete propios de los isleños, mientras preparaban la
Gulf Lady
para pasar la noche en paz.
—¿Estarás libre mañana, Jimmy? —preguntó Gómez.
—Claro que lo estaré. ¿Quiere salir de nuevo a pescar?
—Para eso estoy aquí. Te veré a las ocho.
Julio Gómez ofreció un dólar a un chico, como pago para que le llevase el pescado, y los dos se alejaron del muelle y se internaron por las lóbregas callejuelas de Port Plaisance. No tenían que ir muy lejos, ya que ninguna distancia era lejana en Port Plaisance. No se trataba de una gran ciudad, sino de una aldea en realidad.
Era ese tipo de ciudades que uno espera encontrar en casi todas las pequeñas islas del Caribe, un auténtico revoltijo de casas de madera principales, con las fachadas pintadas de brillantes colores, la techumbre compuesta de delgadas tablas de madera a guisa de tejas, y callejones entre ellas con conchas machacadas por toda grava. A lo largo de la costa, frente al mar, alrededor del pequeño puerto bordeado por un malecón curvilíneo construido de bloques de coral, donde atracaban los barcos de carga que arribaban todas las semanas, se alzaban las más resplandecientes estructuras de los edificios importantes: el de la central de Aduanas, el del Tribunal de Justicia y el monumento conmemorativo a las hazañas bélicas. Todos habían sido construidos con bloques de coral, cortados y colocados hacía ya muchos años.