Eran seis las personas que se habían agrupado allí: el encargado del control de pasaportes, el mozo de cuerda, Julio Gómez, Mr. Klinger, la amiguita de éste y otro hombre que ayudaba a meter las maletas en el avión. El mozo de cuerda pensó que ese sexto hombre pertenecía al grupo que acompañaba a Klinger, y el grupo de Klinger pensó que sería algún empleado del aeropuerto. El piloto no se enteraba de nada, ya que estaba metido en su cabina, el taxista se encontraba a unos veinte metros de distancia, descansando sobre la hierba.
—Pero, queridín, eso es espantoso. Tenemos que ayudarle —dijo la corista.
—Está bien —accedió Klinger—. Mientras no perdamos tiempo…
El oficial encargado del control de pasaportes estampó a toda prisa el sello en los tres pasaportes, la puerta de la bodega del avión fue cerrada de inmediato, los tres pasajeros subieron a bordo, el piloto puso los motores en marcha y, tres minutos después, el «Navajo Chief» despegaba de Sunshine y ponía rumbo a Key West, adonde debería de llegar setenta minutos después.
—Mis queridos amigos, y espero que permitan llamarles así —dijo Sir Marston Moberley—, les ruego, por favor, que traten de comprender la posición del Gobierno de Su Majestad. A estas alturas, un referéndum sería algo por completo inadecuado. Las dificultades de carácter administrativo hacen que resulte impensable.
Sir Moberley no se había convertido en todo un diplomático de carrera, con una serie de cargos en la Commonwealth a sus espaldas, sin haber aprendido a manipular a la gente.
—¡Explíquenos eso, por favor! —rugió el reverendo Drake—. ¿Por qué un referéndum ha de resultar administrativamente más difícil que unas elecciones generales? Exigimos nuestro derecho a poder decidir por nosotros mismos si queremos la independencia o no.
La explicación era harto sencilla en realidad, pero no como para que pudiese ser mencionada siquiera. El Gobierno británico tendría que correr con los gastos de un referéndum, mientras que, de otro modo, los candidatos se subvencionaban sus propias campañas electorales, cuyo coste no era cosa que preocupase a Sir Marston. El gobernador cambió de tema.
—Si se siente llamado a emprender ese camino, dígame una cosa, reverendo, ¿por qué no se presenta como candidato para el cargo de Primer Ministro? De acuerdo con su punto de vista, tendría grandes probabilidades de ganar.
Siete personas de la delegación se quedaron mirando al gobernador con expresión de asombro. El reverendo Drake le apuntó con un índice acusador.
—Usted sabe muy bien el porqué, gobernador. Esos candidatos están utilizando imprentas y sistemas informáticos para enviar cartas personalizadas, incluso se han traído a expertos publicitarios del extranjero, especializados en campañas electorales. Y están sembrando también una gran
confusión
entre la pobre gente…
—Pues debo decirle que no tengo evidencia alguna de que eso esté ocurriendo, en absoluto —le interrumpió el gobernador—, ni sombra de lo que usted dice.
—Porque no quiere salir a dar una vuelta por la calle para informarse de lo que pasa a su alrededor —vociferó el pastor baptista—. Pero nosotros
sí
lo sabemos. Son cosas que suceden en cada calle, en cada esquina. Se intimida a aquellos que se oponen…
—Si llego a recibir un informe del inspector jefe Jones al particular, tomaré inmediatamente mis medidas —cortó, tajante, Sir Marston.
—No tenemos necesidad de querellarnos, puede estar seguro —argumentó el vicario anglicano—. La cuestión a debatir es ésta: ¿enviará nuestra instancia a Londres, Sir Marston?
—Por supuesto que lo haré —replicó el gobernador—. Eso es lo último que puedo hacer por ustedes. Pero me temo que también es lo único. Mis manos, por desgracia, están atadas. Y ahora, si tiene la amabilidad de excusarme…
La delegación abandonó el despacho, habiendo conseguido lo que se proponía. Cuando los delegados salían por la puerta del edificio de la gobernación, el médico, que daba la casualidad de que era tío del jefe de Policía, preguntó:
—¿Creen que piensa hacer eso realmente?
—¡Oh, por supuesto! —dijo el vicario—. Ha manifestado su buena voluntad.
—¡Ay, sí, claro que lo hará! —refunfuñó el reverendo Drake—. Por correo ordinario, por barco. Llegará a Londres a mediados de enero. Necesitamos desembarazarnos de ese gobernador y conseguir uno nuevo por nuestra cuenta.
—Me temo que no tenemos ninguna posibilidad de lograrlo —dijo el vicario—. Sir Marston no se resignaría.
En su continua guerra contra la invasión de narcóticos a través de sus propias costas sureñas, el Gobierno estadounidense ha recurrido al empleo de ciertas técnicas de vigilancia, tan costosas como ingeniosas. Entre ellas hay una serie de globos camuflados, atados en los lugares más insólitos, y que son propiedad del Gobierno de Washington, bien mediante compra o arrendamiento.
Suspendida de las barquillas que cuelgan de esos globos se encuentra toda una batería de aparatos de alta tecnología, tales como dispositivos de radar y monitores de radio, que cubre las cuenca entera del Caribe, desde la península de Yucatán, al Oeste, hasta la isla de Anegada, al Este, y desde Florida, al Norte, hasta las costas venezolanas, al Sur. Cualquier avión, grande o pequeño, que sobrevuele esa zona será detectado de inmediato. Su rumbo, altura y velocidad son registrados y transmitidos. Todo yate, crucero, carguero o trasatlántico que salga de alguno de esos puertos, será detectado y espiado por ojos y oídos invisibles, ocultos en la inmensidad de los cielos. La tecnología de esas barquillas se fabrica en los talleres de la «Westinghouse Incorporation».
Al levantar el vuelo desde la pista de aterrizaje de Sunshine, el «Navajo Chief» fue detectado por uno de los aparatos
Tour-Oh-Four
de la «Westinghouse Inc.». De forma rutinaria fue seguido en su vuelo por encima del océano cuando se dirigía a Key West; con un curso de trescientos diez grados y el viento que le llegaba del Sur, debería de haber sobrevolado al poco tiempo la zona en que se encontraba el siguiente radiofaro de Key West. Pero a unas cincuenta millas de distancia de Key West despareció en el aire, volando a media altura, y se borró de las pantallas. De inmediato, una lancha del Servicio de Guardacostas norteamericano fue enviada a inspeccionar el área del siniestro, pero no encontraron los restos del aparato.
El lunes por la mañana, Julio Gómez, detective del Departamento de Policía de Metro-Dade, no se presentó al trabajo. Su compañero, el detective Eddie Favaro, se mostró extraordinariamente irritado. Los dos habían sido citados a comparecer ante el Tribunal de Justicia esa misma mañana, y Favaro tendría que presentarse solo. El juez era un hombre en extremo severo y le tocaría a él, Eddie Favaro, soportar los sarcasmos del magistrado. A últimas horas de la mañana, tras haber hecho su ronda, regresó al Cuartel General del Departamento de Policía de Metro-Dade, situado en la Calle 14 del distrito 1320 Noroeste (los efectivos policiales ocupaban la planta baja, junto a la entrada principal, ya que estaban esperando trasladarse al nuevo complejo arquitectónico que se alzaba en el distrito Doral), y se presentó ante su superior, el teniente Broderick.
—¿Qué pasa con Julio? —preguntó Favaro—. Jamás ha fallado cuando había que comparecer ante el Tribunal.
—¿Y tú me lo preguntas? —replicó Broderick—. Se trata de tu compañero.
—¿Es que no se ha presentado esta mañana?
—Ante mí, no —contestó Broderick—. ¿No puedes ir sin él?
—En absoluto. Estamos llevando dos casos, y ninguno de los acusados habla inglés, sólo español.
Reflejando fielmente la composición de su población local, Metro-Dade, que cubre la mayor extensión de lo que la gente conoce como el Gran Miami, da trabajo a una amplia mezcla de razas. La mitad de la población de la región de Metro-Dade es de origen hispanoamericano, y, de ella, una gran mayoría posee un dominio del inglés bastante precario. Julio Gómez, de padres puertorriqueños, y criado en Nueva York, ciudad donde había ingresado en la Policía. Hacía diez años que había emigrado de nuevo al Sur, donde se instaló en Metro-Dade. Ahí nadie se refería a él llamándolo «sudaca» o «indiano». En una región con tal entramado étnico, eso no hubiera sido prudente. El dominio que tenía del español resultaba de un valor incalculable.
Su compañero desde hacía nueve años, Eddie Favaro, era de origen italiano, sus abuelos recién casados, habían emigrado de Catania en busca de una vida mejor. El teniente Clay Broderick era negro. Se encogió de hombros. Estaba agobiado de trabajo, le faltaba personal y tenía un montón de casos por resolver, y todos a cuál más apremiante.
—Tienes que encontrarlo —dijo—. Ya conoces las ordenanzas.
Favaro las conocía, en efecto. Si uno se ausentaba durante tres días de Metro-Dade sin causa justificada y sin dar parte, los superiores esperaban de él que presentase su dimisión voluntaria.
Eddie Favaro fue a inspeccionar el apartamento de su compañero, pero no encontró indicio alguno de que hubiera regresado de sus vacaciones. Sabía dónde había ido Gómez —siempre iba a Sunshine—, así que revisó las listas de pasajeros de los vuelos procedentes de Nassau la noche anterior. El ordenador de la compañía aérea reveló que se había hecho una reserva a ese nombre, y que existía un billete pagado con anticipación, pero también mostró que el billete no había sido utilizado. Favaro volvió a ver a Broderick.
—Quizás haya sufrido algún accidente —dijo, angustiado—. El deporte de la pesca puede resultar muy peligroso a veces.
—Existen los teléfonos —replicó Broderick—, él tiene nuestro número.
—¿Y si está en coma? O en el hospital. Puede ser que haya pedido a alguien que nos telefoneara y que esa persona se lo haya tomado a la ligera. Son bastante irresponsables en esas islas. Podríamos corroborarlo, por si acaso.
El teniente Broderick dio un suspiro. No podía permitirse el lujo de perder a un detective.
—Está bien —dijo—, consígueme el número telefónico del Departamento de Policía de esa isla. ¿Cómo dijiste que se llamaba? ¿Sunshine? ¡Dios mío, vaya nombrecito! Consígueme el número del jefe de Policía local y yo haré la llamada.
Favaro se lo había dado a la media hora. Era un teléfono tan desconocido, que ni siquiera aparecía en el
International Directory Enquiries
. Lo obtuvo por mediación del Consulado británico, desde donde llamaron al palacio de la gobernación de la isla y luego se lo comunicaron. El teniente Broderick necesitó otra media hora para obtener línea. La suerte le acompañó: encontró al inspector jefe Jones en su despacho. Era mediodía.
—¿El inspector jefe Jones? Al habla el teniente de detectives Clay Broderick, desde Miami. ¿Hola? ¿Me oye? Escúcheme, entre compañeros, quisiera pedirle un favor… Uno de mis hombres se encontraba de vacaciones en Sunshine y no se ha presentado por aquí. Esperamos que no se trate de un accidente… Sí, estadounidense. Se llama Julio Gómez. No, no sé dónde se hospedaba. Había ido a pescar.
El inspector jefe Jones se tomó la llamada muy en serio. Sus efectivos policiales podían ser mínimos; y los de Metro-Dade, enormes. Pero demostraría a los norteamericanos que el inspector jefe Jones no se dormía en los laureles. Decidió encargarse personalmente del caso, mandó llamar a un número y ordenó que le proporcionara un «Land Rover».
De un modo acertado, Jones empezó sus pesquisas en el «Hotel Quarter Deck», pero con resultados nulos. Entonces fue al muelle de pescadores e interrogó a Jimmy Dobbs, a quien encontró atareado arreglando la barca, ya que ese día nadie había contratado sus servicios. Dobbs le contó que Mr. Gómez no se había presentado el viernes por la mañana para salir de pesca, algo que le había parecido muy extraño, pero le informó de que estaba viviendo en la pensión de Mrs. Macdonald.
Cuando Jones habló con ella, ésta le dijo que Julio Gómez había salido a toda prisa para el aeropuerto el viernes por la mañana. Jones se dirigió al aeropuerto e interrogó al gerente. Éste mandó llamar al oficial encargado del control de pasaportes, el cual les confirmó que Mr. Gómez había pedido a Mr. Klinger, el viernes por la mañana, que lo llevase hasta Key West. El oficial facilitó al inspector jefe los datos de la documentación oficial del avión. Jones telefoneó a Broderick a las cuatro de la tarde.
El teniente Broderick sacó tiempo de donde no lo tenía para ponerse en contacto con la Policía de Key West, los cuales se encargaron de hacer las debidas averiguaciones en el aeropuerto de su localidad. El teniente Broderick mandó llamar a Eddie Favaro poco después de las seis de la tarde. La expresión de su rostro era sombría.
—Eddie, lo siento muchísimo. El viernes por la mañana, Julio tomó la repentina decisión de volver a casa. No había ese día ningún vuelo regular, por lo que se hizo llevar por el propietario de un avión particular que salía para Key West. El aparato jamás llegó a su destino. Volando a quince mil pies, cuando se encontraba a cincuenta millas de Key West, se precipitó al mar. Los guardacostas dicen que no hubo supervivientes.
Favaro se desplomó en una silla y hundió el rostro entre sus manos.
—No puedo creerlo.
—Yo mismo me resisto a ello. Escúchame, Eddie, esto me tiene bastante apenado. Sé que erais muy amigos.
—Nueve años —musitó Favaro—, nueve jodidos años, durante los que estuvo cubriéndome las espaldas. ¿Y qué va a pasar ahora?
—La maquinaria oficial se hará cargo del asunto —contestó Broderick—. Hablaré personalmente con el director. Ya conoces el procedimiento. Si no podemos celebrar un servicio fúnebre, tendremos un acto conmemorativo. Con todos los honores que corresponden al caso. Te doy mi palabra de ello.
Las sospechas se presentaron más tarde, esa misma noche y durante la mañana siguiente.
El domingo, el patrón de una embarcación de alquiler, un tal Joe Fanelli, se había llevado de pesca a dos niños ingleses, que recogió en isla Morada, uno de los lugares más concurridos del archipiélago de Florida Keys, bien al norte de Key West. Seis millas mar adentro, al sur del arrecife de las Alligator, uno de los chicos sintió un fuerte tirón en el hilo de su caña de pescar. Los dos hermanos, Stuart y Shane, lanzaron gritos de alegría, creyendo que algún pez luna o un peto o un atún había picado el anzuelo. Cuando la presa se hizo visible en la superficie del mar, Joe Fanelli acudió en ayuda de los chicos y subió lo pescado a bordo. Se encontró entonces con los despojos de un chaleco salvavidas, en él aún podía leerse el nombre del avión al que había pertenecido y se apreciaban algunas marcas de quemaduras.