—¿Mr. Dobbs?
—Yo mismo.
—¡Hola!, me llamo Eddie. Soy de Florida. ¿Es ésa su barca?
—Claro que es mi barca. ¿Ha venido a pescar?
—Pues sí, es mi pasatiempo favorito —contestó Favaro—. Un amigo mío me habló muy bien de usted.
—Me alegra oírlo.
—Mr. Julio Gómez. ¿Se acuerda de él?
El honesto y bonachón rostro de aquel hombre negro se ensombreció. Metió el brazo en la
Gulf Lady
y sacó una caña de pescar que tenía sobre cubierta. Durante algunos segundos examinó el señuelo que colgaba del anzuelo como carnada y luego le pasó la caña a Favaro.
—¿No le gustaría pescar una seriola? Ahí mismo, a la derecha, debajo del muelle, hay algunas muy buenas. Abajo, al final de todo.
Juntos caminaron hasta el final del rompeolas, donde nadie podría escuchar lo que dijeran. Favaro se preguntó, intrigado, por qué haría aquello el hombre.
Jimmy Dobbs echó la caña hacia atrás y lanzó el sedal con mano experta por encima de las aguas. Recogió lentamente, haciendo que el señuelo de brillantes colores se agitara en el agua y ascendiera hasta quedar justo bajo la superficie. Un pequeño jurel azul se lanzó rápidamente sobre la falsa carnada, dio media vuelta y se alejó.
—Mr. Julio Gómez ha muerto —dijo Jimmy Dobbs con aire de gravedad.
—Lo sé —replicó Favaro—. Y me gustaría descubrir el porqué. Salió a pescar con usted muchas veces, según tengo entendido.
—Cada año. Era un hombre muy bueno, un gran tipo.
—¿Le comentó qué clase de trabajo tenía en Miami?
—Sí. En cierta ocasión.
—¿Y se lo dijo usted a alguien?
—En modo alguno. ¿Es usted un amigo suyo, o un compañero?
—Ambas cosas, Jimmy. Pero dígame, ¿cuándo vio a Julio por última vez?
—Aquí, precisamente, el martes por la noche. Habíamos estado juntos todo el día. Me contrató para el viernes por la mañana. Pero no se presentó.
—No —asintió Favaro—, estaba en la pista de aterrizaje, tratando de conseguir un vuelo para Miami. Con prisas. Y abordó el avión que no debía. Explotó sobre el mar. ¿Por qué hemos tenido que caminar hasta aquí para hablar de esto?
En ese momento, Jimmy Dobbs pescó un pez luna de casi un kilo y pasó la temblorosa caña de pescar a Favaro. El norteamericano recogió el sedal. No tenía experiencia. El pez luna aprovechó que el hilo estaba flojo y se desprendió del anzuelo.
—Hay alguna gente muy mala por estas islas —se limitó a contestar el pescador.
Favaro identificó un olor que había percibido antes en la aldea. Era el olor del miedo. Sabía mucho sobre ese sentimiento. A ningún policía de Miami le es ajeno un aroma tan peculiar. Por alguna razón, el miedo se había apoderado de aquel paraíso.
—Cuando Julio le dejó, ¿parecía un hombre feliz?
—¡Oh, sí! Se llevaba un buen pescado para la cena. Era feliz. No tenía problemas.
—¿A dónde fue cuando se alejó de usted?
Jimmy Dobbs le miró con expresión de asombro.
—A la pensión de Mrs. Macdonald, por supuesto. Siempre se hospedaba allí.
Mrs. Macdonald no se encontraba en casa. Había salido de compras. Favaro decidió regresar más tarde. Ante todo trataría de enterarse de algo en el aeropuerto. Encaminó sus pasos hacia la plaza del Parlamento. Allí había dos taxis. Pero sus respectivos conductores habían ido a almorzar. Nada que hacer. Favaro cruzó la plaza para ir a comer al «Quarter Deck». Eligió una mesa en la terraza, desde la que podía vigilar ambos taxis. Alrededor de él se apreciaba el mismo excitado cuchicheo que había captado durante el desayuno, todos hablaban del asesinato del gobernador cometido el día anterior.
—Han enviado a un alto cargo de Scotland Yard —anunció un hombre en uno de los grupos que se había formado cerca de donde Favaro se hallaba.
Dos hombres entraron en el bar. Eran altos y fuertes, y no dijeron palabra alguna. La conversación murió como por encanto. Los dos hombres arrancaron todos los carteles en los que se proclamaba la candidatura de Marcus Johnson y pegaron otros diferentes en su lugar. En los nuevos carteles se leía:
Vota a Livingstone, candidato del pueblo.
Una vez terminado su trabajo, se largaron.
El camarero se acercó y le puso sobre la mesa un plato de pescado al horno y una jarra de cerveza.
—¿Quiénes eran ésos? —preguntó Favaro.
—Dos de los que ayudan a Mr. Livingstone en su campaña electoral —contestó el camarero, con rostro inexpresivo.
—Al parecer, la gente les tiene miedo.
—¡Oh, no, señor!
El camarero puso los ojos en blanco y se alejó. Favaro había contemplado ya esa expresión en las habitaciones donde se interrogaba a los detenidos en la Jefatura de Policía de Metro-Dade. Las celosías se cerraban detrás de los ojos. El mensaje era:
no hay nadie en casa
.
El «Jumbo» en el que el superintendente Hannah y el detective inspector Parker viajaban aterrizó en el aeropuerto de Nassau a las tres de la tarde, hora local. El primero en subir a bordo fue un policía de las Bahamas, el cual, al identificar a los dos enviados de Scotland Yard, se presentó a sí mismo y les dio la bienvenida a Nassau. Los acompañó hasta fuera del avión, antes de que los demás pasajeros bajaran, y luego hasta un «Land Rover» que les estaba esperando. La primera bocanada de aire caliente y balsámico se cerró sobre Hannah. De repente sintió que se asfixiaba en sus londinenses ropas.
El oficial de Policía les cogió los tiques del equipaje y se los pasó a un agente, que se encargaría de sacar sus maletas de entre el resto del equipaje. Luego llevaron en el vehículo a Hannah y a Parker a la sala de espera reservada para los VIP. Allí se reunieron con el Alto Comisionado adjunto británico, Mr. Longstreet, y otro funcionario mucho más joven, llamado Bannister.
—Les acompañaré a Sunshine —dijo Bannister—. Hay problemas con las comunicaciones. Según parece, no han podido abrir la caja fuerte del gobernador. Instalaré un nuevo equipo para que puedan comunicarse con la Alta Comisión de Nassau mediante una línea directa de radioteléfono. Una línea de alta seguridad, por supuesto. Y, como es lógico, tendremos que traernos el cadáver del gobernador en cuanto el juez instructor nos lo entregue.
La voz del hombre sonaba enérgica y parecía la de una persona eficiente. A Hannah le gustó. Luego le presentaron a los cuatro hombres que componían el equipo forense, facilitado por la Policía de las Bahamas como gesto de cortesía. La conferencia se prolongó durante una hora.
Hannah miró a través de los ventanales y contempló la explanada que se extendía frente a los hangares del aeropuerto. A unos treinta metros divisó un avión de alquiler de diez asientos, que estaba esperando a llevarle a él y a su nueva y ampliada escolta a la isla de Sunshine. Entre el edificio y el aparato dos equipos de televisión habían tomado ya posiciones para captar ese momento. El superintendente Hannah lanzó un suspiro de resignación.
Cuando terminaron de discutir los últimos detalles, el grupo abandonó el salón para personalidades y empezó a bajar las escaleras. Los micrófonos se dirigieron hacia su persona y las cámaras le enfocaron.
—Mr. Hannah, ¿confía usted en que puedan apresar pronto al asesino?
—¿Resultará que esto ha sido un asesinato de carácter político?
—¿Está relacionada la muerte de Sir Marston con la campaña electoral?
Hannah asintió con la cabeza, sonrió, pero no respondió. Escoltados por policías de las Bahamas, todos abandonaron el edificio para meterse en el horno del radiante sol, y se dirigieron hacia el avión. Las cámaras de televisión registraron el acontecimiento. Una vez el grupo oficial estuvo a bordo del avión, los periodistas se precipitaron en tropel hacia sus respectivos aparatos alquilados, que habían conseguido gracias a la entrega de grandes fajos de dólares o que habían sido contratados ya desde Londres. Los aviones y avionetas, cual desordenada horda, comenzaron a rodar, cogiendo velocidad para el despegue. Eran las cuatro y veinticinco de la tarde.
A las tres y media, un pequeño «Cessna» inclinaba sus alas sobre Sunshine, efectuaba un giro, se enderezaba de nuevo y se preparaba para aterrizar en la franja de hierba que servía de pista.
—Es un precioso lugar salvaje —gritó el piloto estadounidense al hombre que iba sentado a su lado—. Sitio hermoso pero de lo más atrasado. Quiero decir que carecen de todo en esta isla.
—Faltos de tecnología —asintió Sam McCready.
McCready miró hacia abajo y contempló la polvorienta pista que subía hacia ellos. A la izquierda había tres edificaciones: un hangar de planchas de hierro acanalado, un cobertizo bajo, con el techo de hojalata rojo (la terminal del aeropuerto) y un cubo blanco sobre el que ondeaba la bandera británica (la cabaña de la Policía). Frente al cobertizo que hacía las veces de terminal del aeropuerto divisó una figura pequeña, con camisa de manga corta playera, que estaba hablando con un hombre que vestía pantalones cortos y una camiseta de deporte. Cerca de ellos había un vehículo aparcado. Las palmeras empezaron a crecer peligrosamente a ambos costados del «Cessna» y el pequeño aeroplano golpeó pesadamente contra el suelo. Las edificaciones pasaron veloces al otro lado de la ventanilla cuando el piloto bajó la rueda delantera y levantó los alerones. Al final de la pista de aterrizaje giró en redondo y comenzó a aminorar la marcha.
—Por supuesto, claro que me acuerdo del avión. Fue horroroso cuando me enteré de que esa pobre gente había muerto.
Favaro había logrado encontrar al mozo de cuerda que cargó el equipaje en el «Navajo Chief» la mañana del viernes. Se llamaba Ben y se encargaba siempre de embarcar los equipajes en los aviones. Ése era su trabajo. Al igual que la mayoría de los isleños, se mostró abierto y franco, honesto y dispuesto siempre a hablar. Favaro le enseñó una fotografía.
—¿Vio a este hombre?
—Ya lo creo. Estaba preguntándole al propietario del avión si podía llevarle hasta Key West.
—¿Cómo lo sabe?
—Se encontraba junto a mí —contestó Ben.
—¿Parecía angustiado, ansioso, con prisa?
—Usted también la hubiese tenido, buen hombre. Explicó al dueño del avión que su mujer le había llamado por teléfono para decirle que su hijo estaba enfermo. La chica dijo que eso era algo terrible, que deberían ayudarle. Así que el dueño le contestó que le llevarían con ellos hasta Key West.
—¿Había alguien más rondando alrededor de ustedes?
Ben se quedó reflexionando un rato.
—Tan sólo el otro hombre que me ayudaba a embarcar las maletas —dijo—. Algún empleado del propietario del avión, me imagino.
—¿Y qué aspecto tenía ese otro mozo?
—Jamás lo había visto antes —contestó Ben—. Un hombre negro, no de Sunshine, con una camisa de brillantes colorines y gafas oscuras. No dijo nada.
El «Cessna» se aproximó, rugiendo, al cobertizo de la terminal del aeropuerto. Los dos hombres que estaban esperando tuvieron que taparse los ojos con las manos para protegerse de la enorme polvareda que levantó. Un hombre encorvado, de mediana estatura, salió del edificio, abrió el portaequipajes del avión, sacó una maleta y un maletín de diplomático, se quedó un momento parado, hizo señas al piloto y entró de nuevo en el cobertizo.
Favaro comenzó a pensar en aquellas palabras. Julio Gómez no solía decir mentiras. Y tampoco tenía mujer ni niño. Debería de encontrarse desesperado para rogar que le llevasen en ese avión y para querer volver a Miami. Y en cuanto a la bomba…, Favaro estaba convencido de que no iba destinada a Klinger. La habían puesto para Gómez. Dio las gracias a Ben y regresó al taxi, que le estaba esperando. Cuando iba a subir, una voz con acento inglés le dijo:
—Sé que es pedirle demasiado, pero ¿podría tener la amabilidad de llevarme hasta la ciudad? Parece ser que los taxis brillan por su ausencia.
El que hablaba era el hombre que había llegado en el «Cessna».
—¡No faltaba más! —respondió Favaro—. Sea usted mi invitado.
—Es muy cortés de su parte —dijo el caballero inglés mientras metía su equipaje en el maletero.
Durante el trayecto de cinco minutos hasta la ciudad, el forastero se presentó a sí mismo.
—Frank Dillon —dijo.
—Eddie Favaro —contestó el norteamericano—. ¿Viene a pescar?
—¡No, por desgracia! No es ésa mi afición favorita. Sólo vengo a pasar unos cuantos días de vacaciones, buscando algo de paz y tranquilidad.
—No tendrá oportunidad de encontrarlas —replicó Favaro—. De momento, la isla está sumida en una situación caótica, ya se ha anunciado la llegada de una legión de detectives londinenses, que vendrán en compañía de la Prensa. Anoche alguien mató a tiros al gobernador, cuando éste descansaba en el jardín de su casa.
—¡Dios santo! —exclamó el caballero inglés.
El forastero dio la impresión de haber sufrido una auténtica conmoción.
Favaro dejó al caballero inglés frente a la entrada del «Hotel Quarter Deck», despidió el taxi y, por las calles laterales, recorrió los escasos centenares de metros que le separaban de la pensión de Mrs. Macdonald. Al cruzar la plaza del Parlamento vio a un hombre muy alto que se dirigía a una alicaída multitud de ciudadanos, encaramado en la parte de atrás de una camioneta con plataforma plana. Era Mr. Livingstone en persona. Favaro captó algunos de los atronadores graznidos de aquella oratoria:
—Y yo os digo, hermanas y hermanos, que vosotros compartiréis las riquezas de estas islas; compartiréis cuantos peces se pesquen en los mares; compartiréis las opulentas casas del puñado de ricos que vive en lo alto de las colinas, compartiréis…
La multitud no parecía muy entusiasmada. La camioneta estaba escoltada por los dos gigantescos hombres que habían arrancado los carteles de Johnson en el «Hotel Quarter Deck» a la hora del almuerzo para colocar los suyos. Mezclados entre la multitud, había varios hombres de similares aspecto físico y catadura, dispuestos a comenzar los vítores y las aclamaciones en el momento oportuno. Pero nadie vitoreaba más que ellos. Favaro prosiguió su camino. Esa vez le tocaba el turno a Mrs. Macdonald.
El avión en el que Desmond Hannah viajaba aterrizó a las seis menos veinte. Era casi de noche. Otras cuatro aeronaves, de tipo más ligero, habían realizado ya su recorrido y emprendido el vuelo de regreso a Nassau mientras aún era de día. Los pasajeros que habían conducido hasta la isla eran los corresponsales de la «BBO», de la «ITV», del
Sunday Times
, que habían compartido un avión con el
Sunday Telegraph
, y Mrs. Sabrina Tennant con su equipo de reporteros, cámaras y fotógrafos de la «British Satellite Broadcasting Company», la «BSB».