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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (80 page)

BOOK: El manipulador
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—De acuerdo, ¿y qué ocurre con la tripulación de refresco? Los que trajeron el avión ayer por la tarde han tenido doce horas para descansar.

—Sí, claro, bueno, el caso es que ya han dado con ellos, jefe. Pero lo que ocurre es que ellos opinan que tienen derecho a un descanso temporal de treinta y seis horas. El primer oficial se fue a una fiesta para hombres solos, y no está en condiciones de volar.

Hannah hizo una observación acerca de esa línea aérea, una de las preferidas en el mundo entero, a la que su presidente, Lord King, tendría mucho que objetar si llegase a enterarse de lo ocurrido.

—¿Y bien, qué va a pasar ahora? —preguntó.

—Tenemos que esperar hasta que la tripulación haya descansado. Y luego volaremos —contestó la voz desde Nassau.

Hannah se levantó de la cama y salió del hotel. No había ningún taxi, tampoco ningún Osear. Así que caminó hasta el palacio de la gobernación, despertó a Jefferson y éste le abrió la puerta. Con la humedad y el calor de la noche estaba empapado en sudor. Hizo una llamada de larga distancia a Scotland Yard y obtuvo el número de teléfono particular de Mitchell. Entonces marcó para avisar al científico, pero éste hacía cinco minutos que había salido de su casa en dirección a Lambeth. Eran las cuatro de la madrugada en Sunshine; las nueve de la mañana en Londres. Esperó una hora hasta que pudo dar con Mitchell en el laboratorio y le comunicó que Parker no llegaría allí hasta primeras horas de la noche. Alan Mitchell no quedó particularmente encantado con la noticia. Tendría que conducir de vuelta a West Mailing, en Kent, en medio de un horroroso día de diciembre.

Parker llamó de nuevo el domingo al mediodía. Hannah se encontraba matando el tiempo en el bar del «Quarter Deck».

—¿Sí? —inquirió con acritud.

—Todo está
OK
, jefe, la tripulación ha descansado ya. Están preparados para volar.

—¡Grandioso! —replicó el detective, que comprobó la hora en su reloj. Ocho horas de vuelo y cinco de diferencia horaria… Si Alan Mitchell estuviese dispuesto a trabajar durante toda la noche, podría recibir su respuesta en Sunshine el lunes a la hora del desayuno.

—¿Así que ya están listos para despegar? —preguntó.

—Bien, no exactamente, jefe —contestó Parker—. Fíjese, si lo hiciésemos así, aterrizaríamos en Heathrow poco después de la una de la madrugada. Y eso es algo que no está permitido. Por la campaña contra el ruido, me temo.

—Bien, ¿y qué demonios piensan hacer?

—Bueno, la hora usual de partida es a las seis en punto de la tarde desde aquí, con llegada a Heathrow a las siete en punto de la mañana. Así que optarán por atenerse a ese otro horario.

—Pero eso significa que habrá dos «Jumbos» que despegarán al mismo tiempo —dijo Hannah.

—Sí, eso es lo que ocurrirá, jefe. Pero no se preocupe. Ambos aviones irán completamente llenos, por lo que la compañía aérea no tendrá pérdidas.

—¡Gracias a Dios por esa buena noticia! —masculló Hannah, y colgó el auricular. «Veinticuatro horas, veinticuatro malditas horas. Hay tres cosas en este mundo ante las que el ser humano se encuentra totalmente impotente: la muerte, los impuestos y las líneas aéreas.» Desde la ventana de su habitación vio a Dillon que subía por las escaleras del hotel en compañía de dos atléticos jóvenes. «Probablemente sean así como le gustan —se dijo Hannah mordaz. ¡Maldito Ministerio de Asuntos Exteriores!» El detective no se encontraba de muy buen humor.

Cruzando la plaza se veía una muchedumbre integrada por los feligreses de Mr. Quince, que salían de la iglesia tras haber asistido al servicio religioso matutino. Los hombres, ataviados con pulcros trajes oscuros; las mujeres, suntuosamente emperifolladas como aves de plumajes brillantes, todos con manos enguantadas de blanco, en las que empuñaban el devocionario y agitaban su cirio de cera, mientras saludaban inclinando la cabeza, cubierta con sombrero de paja. Era lo habitual en un domingo (casi) normal en Sunshine.

Las cosas no se desarrollaban de un modo tan pacífico en Inglaterra, sobre todo en los Condados cercanos a Londres. En Chequers, la residencia rural del Primer Ministro de Gran Bretaña, emplazada en una finca de mil doscientos acres en el Condado de Buckinghamshire, Mrs. Thatcher se había levantado temprano, tal como tenía por costumbre, y había estado trabajando laboriosamente, enfrascada en la lectura de cuatro cajas rojas, repletas de documentos de Estado, antes de reunirse con Denis Thatcher para tomar el desayuno frente a una chimenea en la que unos leños chisporroteaban alegremente.

Aún no había terminado de desayunar cuando se oyeron unos golpecitos a la puerta, por la que apareció a continuación su secretario de Prensa, Mr. Bernard Ingham. Llevaba un ejemplar del
Sunday Express
en la mano.

—Aquí hay algo que en mi opinión podría interesarle, Primera Ministra.

—Bien, ¿quién me ha atacado esta vez? —preguntó Mrs. Thatcher con vivacidad.

—Nadie —contestó el ceñudo secretario, que era oriundo de Yorkshire—, esta vez se trata del Caribe.

Ella leyó el largo artículo que aparecía en la primera página, enarcó las cejas y frunció el ceño. Las fotografías que acompañaban el artículo eran las siguientes: de Marcus Johnson, subido en su tribuna en Port Plaisance, y otra más de él, tomada unos años antes, visto a través de una rendija entre un par de cortinas. Había también fotos de sus ocho guardaespaldas, todas tomadas el viernes en la plaza del Parlamento, y otras fotografías de esos mismos hombres, que se ponían a modo de comparación, indicando también su procedencia: los archivos de la Jefatura Superior de Policía de Kingston. En el texto del artículo se citaban largos párrafos de las declaraciones de «un alto funcionario de la American Drug Enforcement Administration en el Caribe» y del comisario Foster, de la Policía de Kingston.

—Pero esto es terrible —exclamó la Primera Ministra—. Tengo que hablar con Douglas. Y se encaminó a su despacho privado para telefonear a Douglas.

El primer secretario de Estado de Su Majestad para Asuntos Extranjeros, Mr. Douglas Hurd, se encontraba descansando con su familia en su residencia rural oficial, otra lujosa mansión, llamada
Chevening
y situada en el Condado de Kent. Había leído detenidamente el
Sunday Times
, el
Observer
y el
Sunday Telegraph
, pero aún no había llegado al
Sunday Express
.

—No, Margaret, aún no lo he visto —dijo—, pero lo tengo al alcance de mi mano.

—Pues cógelo entonces —dijo la Primera Ministra.

El secretario de Estado para Asuntos Extranjeros, un antiguo novelista de cierta fama, sabía apreciar una buena historia cuando se topaba con ella. Y ésa daba la impresión de estar extraordinariamente bien documentada.

—Sí, coincido contigo, es ignominioso, si lo que afirman es cierto. Sí, sí, Margaret, me ocuparé del asunto esta misma mañana y haré que los del Departamento del Caribe lo verifiquen.

Pero los funcionarios públicos también son seres humanos, un hecho éste que, por regla general, no parece ser reconocido por la opinión pública, y también ellos tienen mujer, hijos y hogar. A tan sólo cinco días de las Navidades, el Parlamento había suspendido sus sesiones, e incluso los Ministerios se mantenían con poco personal. De todas formas, alguien tendría que estar de servicio esa mañana y a esa persona sería posible endosarle todo lo relativo al nombramiento de un nuevo gobernador para el año nuevo.

Mrs. Thatcher y su familia fueron a Ellesborough para asistir al servicio divino de la mañana y regresaron a eso de las doce. A la una se sentaban a la mesa para almorzar en compañía de algunos amigos. Entre estos últimos se encontraba Mr. Bernard Ingham.

Fue su asesor político, Mr. Charles Powell, el que vio a la una el programa
Cuenta Atrás
de la «British Satellite Broadcasting». Le gustaba
Cuenta Atrás
. De vez en cuando daba algunas noticias excelentes del extranjero, y, en su calidad de antiguo diplomático, aquélla era su especialidad. Cuando vio los titulares, en los que se anunciaba un reportaje sobre un escándalo en la zona del Caribe, apretó el botón de grabación del vídeo que tenía debajo del televisor.

A las dos de la tarde, Mrs. Thatcher se levantó de la mesa —jamás consideraba necesario perder mucho tiempo en las tertulias de sobremesa, en las que se desperdiciaba buena parte de un día laborioso—, y cuando salía por la puerta del comedor, Charles Powell, que parecía algo ansioso, acudía a su encuentro. Ya en su despacho, colocó en su aparato de vídeo la cinta que Powell le había dado y la pasó por la pantalla del televisor. La vio en silencio. Luego telefoneó de nuevo a Chevening.

Mr. Hurd, un devoto padre de familia, que había llevado a su hijo y su hija pequeños a dar un paseo vigorizante a través de los campos, acababa de regresar en esos momentos, hambriento y con ganas de hincar el diente a su
roast beef
, cuando recibió la segunda llamada de la Primera Ministra.

—No, también me lo he perdido, Margaret —dijo.

—Tengo una cinta grabada del programa —le informó la Primera Ministra—. Es algo asombroso. Te la enviaré sin pérdida de tiempo. Mírala en cuanto la recibas y llámame luego, por favor.

Un mensajero motorizado se lanzó a los caminos entre la penumbra de aquella lúgubre tarde de diciembre, bordeó la ciudad de Londres por la carretera nacional M-25 y llegó a Chevening a eso de las cuatro y media. El secretario de Estado para Asuntos Exteriores telefoneó a Chequers a las cinco y cuarto y le pusieron directamente con la Primera Ministra.

—Tienes razón, Margaret, algo pasmoso —dijo Douglas Hurd.

—Sugiero que enviemos allí a un nuevo gobernador —dijo la Primera Ministra—, no para el año nuevo, sino ahora mismo. Tenemos que demostrar que somos activos, Douglas. ¿Sabes quién más puede haber estado viendo esas noticias?

El secretario de Estado para Asuntos Exteriores era muy consciente de que Su Majestad, aunque se encontraba en esos momentos en Sandringham en compañía de su familia, no estaba apartada de los acontecimientos mundiales. La soberana era una ávida lectora de periódicos y tenía por costumbre ver los informativos dados en televisión.

—Me pondré a trabajar en eso de inmediato —dijo el secretario de Estado.

Y lo hizo, en efecto. El subsecretario permanente de Estado tuvo que abandonar su cómodo sillón en su mansión de Sussex para ponerse a hacer llamadas telefónicas a diestro y siniestro. A las ocho de la noche, la elección había recaído en Sir Crispian Rattray, un viejo diplomático retirado que había sido alto comisario en Barbados, y que se mostró dispuesto a ir a aquella isla del Caribe.

Estuvo de acuerdo en presentarse a la mañana siguiente en el Ministerio de Asuntos Exteriores para recibir el nombramiento formal en ese cargo y para que le dieran un exhaustivo informe de la situación en las islas Barclay. Saldría del aeropuerto de Heathrow en el último vuelo de la mañana, y llegaría a Nassau el lunes por la tarde.

—Este asunto no me llevará mucho tiempo, querida —dijo a Lady Rattray mientras se preparaba la maleta—. Lástima que me hayan arruinado la cacería de faisanes, pero para eso estamos. Al parecer tengo que retirar las candidaturas de esos dos tunantes y preocuparme de que las elecciones se hagan con dos nuevos candidatos. Entonces conquistarán su gran independencia, arriaré el pabellón británico, Londres enviará un Alto Comisario, los isleños se encargarán de sus propios asuntos y yo regresaré a casa. Un mes o dos, sin duda alguna. Es una lástima lo de los faisanes.

A las nueve de la mañana de ese mismo día, en Sunshine, Sam McCready encontró a Hannah cuando éste desayunaba en la terraza del hotel.

—¿Le importaría que usase el nuevo teléfono del palacio de la gobernación para hacer una llamada a Londres? —preguntó—. Me gustaría hablar con mi gente acerca de mi regreso a Inglaterra.

—¡No faltaba más! —contestó Hannah.

El detective londinense se veía cansado y sin afeitar, como alguien que se ha pasado en vela casi toda la noche.

A las nueve y media, McCready lograba comunicarse con Denis Gaunt. Lo que su asistente pudo contarle sobre las noticias aparecidas en el
Sunday Express
, y ofrecidas en el programa
Cuenta Atrás
, le confirmó en su idea de que aquello que deseaba que ocurriera había ocurrido realmente.

Desde las primeras horas de la mañana, un gran número de jefes de redacción de los servicios informativos londinenses habían estado llamando sin parar, tratando de ponerse en comunicación con sus corresponsales en Port Plaisance para hablarles de las revelaciones que el
Sunday Press
había publicado en su primera página y para urgirles a que enviasen la continuación de aquella historia. Después del almuerzo, hora de Londres, las llamadas se multiplicaron; acababan de ver el programa
Cuenta Atrás
. Pero ninguno de ellos pudo localizar a sus corresponsales.

McCready había estado hablando con el operador de la centralita telefónica y le había dicho que todos los caballeros de los medios de comunicación se encontraban extraordinariamente cansados, por lo que no se les debía de molestar bajo ningún concepto. Entre todos le habían elegido para que atendiera las llamadas que recibieran, y él se encargaría de pasárselas. Un billete de cien dólares había sellado el trato. El operador de la centralita respondía a todos los que llamaban desde Londres diciéndoles que la persona que buscaban había salido, pero que el mensaje le sería transmitido de inmediato. Todos los mensajes pasaban entonces a McCready, el cual los ignoraba olímpicamente. Aún no había llegado el momento para que los medios de comunicación pudiesen dar noticias nuevas.

A las once de la mañana se fue al aeropuerto a esperar a los dos jóvenes sargentos de la SAS procedentes de Miami. Cuando les avisaron de que tenían que tomarse tres días de permiso y presentarse ante su anfitrión en la isla Sunshine se encontraban en Fort Bragg, en Carolina del Norte, donde se dedicaban a instruir a sus colegas estadounidenses, los llamados Boinas Verdes. Se habían desplazado en avión hasta Miami, donde habían cogido un avión de alquiler para Port Plaisance.

Su equipaje era harto exiguo, pero incluía un gran macuto en el que llevaban los instrumentos de trabajo, envueltos en toallas playeras. La CÍA había sido lo suficientemente amable como para garantizarles el paso franco por la Aduana en Miami, y McCready, mostrando su carta del Ministerio de Asuntos Exteriores, reclamó la inmunidad diplomática del equipaje en Port Plaisance.

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