El manipulador (82 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

BOOK: El manipulador
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Haverstock también iba vestido de blanco, salvo su gorra de oficial, azul marino y con visera negra. Encima de la visera lucía el águila bicéfala, el distintivo del Regimiento de Dragones de la Reina. Sus entorchados también eran dorados, al igual que las charreteras que le cubrían los hombros. El pecho y la espalda aparecían cruzados por una brillante correa de cuero negro, de la que colgaba, a la espalda, la delgada bolsa para las municiones, también de cuero negro. En la pechera exhibía las dos medallas al mérito que había ganado durante su servicio.

—Pues bien, Mr. Jones, vámonos —dijo McCready—. Tenemos que defender los intereses de la Reina.

El inspector jefe Jones se hinchó de orgullo. Hasta entonces, nadie le había dicho en su vida que él debía defender los intereses de la Reina. Cuando la comitiva salió por el patio de entrada del palacio de gobernación, el cortejo iba precedido por el «Jaguar» oficial. Osear lo conducía, con un policía sentado a su lado. McCready y Haverstock iban en el asiento trasero, con los cascos puestos. Detrás, el «Land Rover», conducido por otro policía y con Jones sentado al lado. Eddie Favaro y el reverendo Drake viajaban en la parte de atrás. Antes de salir del palacio, el sargento Sinclair había entregado calladamente a Favaro un «Colt Cobra» cargado, el cual se encontraba ahora metido en la cintura del detective norteamericano, bien sujeto por el cinturón y oculto bajo la camisa, que llevaba suelta por fuera. El sargento también había ofrecido un revólver al reverendo Drake, pero éste lo había rechazado con un gesto enérgico.

Las dos camionetas iban conducidas por los otros dos policías. Newson y Sinclair se habían colocado de cuclillas junto a las abiertas portezuelas laterales. Los sargentos de la Policía viajaban en la última camioneta.

A velocidad moderada, el «Jaguar» entró, solemne, en Shantytown. A lo largo de la calle principal se detenían los curiosos a contemplar el paso de la comitiva. En el primer vehículo las dos figuras que viajaban en el asiento de atrás iban sentadas muy tiesas, sin quitar la vista del frente.

Cuando llegaron ante la puerta de entrada de la mansión de Mr. Horatio Livingstone, McCready ordenó a Osear que detuviese la limusina. A continuación se apeó. El teniente Haverstock hizo otro tanto. Una multitud compuesta por centenares de habitantes de las islas Barclay salió de las callejuelas adyacentes a contemplar la escena, todos boquiabiertos y sorprendidos. McCready no solicitó permiso para entrar; se limitó a quedarse de pie ante el portalón de doble hoja.

Los sargentos Newson y Sinclair salieron a la carrera de la camioneta y se dispusieron a salvar el obstáculo del muro. Newson entrelazó las manos, formando un cuenco en el que Sinclair se apoyó con el talón, y luego levantó a su compañero por los aires. El joven, que no pesaba mucho, pasó por encima de la valla sin siquiera rozar los cascos de botella incrustados en todo el filo superior. La puerta no estaba cerrada con llave por dentro. Sinclair se echó a un lado para dejar paso a McCready y al teniente Haverstock, que penetraron a la vez en el lugar. Los vehículos les siguieron lentamente.

Tres de los hombres vestidos con trajes de safari de color gris, corrieron desesperadamente hacia el portalón de entrada, pero sólo se encontraban a mitad de camino entre la casa y la valla cuando McCready hizo su aparición en el patio. Los hombres se detuvieron en seco y se quedaron contemplando las dos figuras uniformadas de blanco que se dirigían hacia la mansión con paso resuelto. Sinclair había desaparecido como por encanto. Newson entró al patio, corriendo como un gamo, e hizo lo mismo.

McCready subió la escalinata que conducía al pórtico y entró en la casa. Haverstock se quedó atrás, plantado en el pórtico, mirando con fijeza a los tres individuos vestidos con traje de safari color gris. Éstos mantuvieron una prudente distancia. Eddie Favaro y el reverendo Drake, el inspector jefe Jones, los dos sargentos de Policía y los tres agentes se apearon de sus respectivos vehículos y siguieron a McCready dentro de la casa. Un agente de policía se quedó custodiando los vehículos. Haverstock fue a reunirse entonces con los demás en el interior de la casa. Había ahora diez visitantes dentro y uno afuera.

En el amplio salón de recibimiento, los policías se apostaron junto a las puertas y las ventanas. En ese momento se abrió una puerta y por ella apareció Mr. Horatio Livingstone. Contempló a los invasores con expresión de rabia contenida.

—¡No pueden entrar aquí así como así! —vociferó—. ¿Qué significa todo esto?

McCready le alargó su nombramiento.

—¿Tendría la amabilidad de leer esto? —le espetó.

Livingstone lo leyó y lo tiró al suelo, sin contemplaciones. Jones lo recogió y se lo pasó a McCready, el cual volvió a guardárselo en el bolsillo.

—Me gustaría que llamase a todos sus acólitos de las Bahamas, a los siete, para que se presenten aquí con sus pasaportes, si tiene la amabilidad, Mr. Livingstone.

—¿En nombre de qué autoridad? —inquirió bruscamente Livingstone en tono irritado.

—Yo soy la autoridad suprema —replicó McCready.

—¡Imperialista! —gritó Livingstone—. Dentro de quince días, yo seré quien ejerza la autoridad suprema en estas islas, y le juro que entonces…

—Si se resiste —contestó McCready en tono sereno—, me veré obligado a pedir al inspector jefe Jones que lo detenga por tratar de impedir el cumplimiento de la justicia. Mr. Jones, ¿está usted dispuesto a cumplir con su deber?

—Sí, señor.

Livingstone los contempló a todos con el rostro congestionado por la cólera. Llamó a uno de sus ayudantes, que se encontraba en una habitación contigua, y le impartió la orden recibida de McCready. Uno tras otro, los hombres que vestían trajes de safari fueron apareciendo. Favaro se dirigió a cada uno de ellos y les cogió el pasaporte de las Bahamas. Luego se los entregó todos a McCready.

Éste los examinó uno a uno y se los fue pasando a Haverstock. El teniente iba haciendo gestos de desaprobación a medida que los veía.

—Todos esos pasaportes son falsos —dijo McCready—. Parecen buenos, pero todos han sido falsificados.

—¡Eso no es cierto! —vociferó Livingstone—. Son perfectamente válidos.

En realidad, el hombre tenía razón. No habían sido falsificados, sino obtenidos gracias a un soborno de una cuantía nada despreciable.

—No —sentenció McCready—. Estos hombres no son de las Bahamas. Así como tampoco usted es un socialista democrático, sino un comunista convencido, al servicio de Fidel Castro desde hace muchos años, y estos hombres que lo rodean son agentes cubanos. Ese tal Mr. Brown, que está ahí es, en realidad, el capitán Hernán Moreno, de la Dirección General de Información, o la DGI, el organismo cubano equivalente al KGB ruso. Los demás, que ustedes han elegido por ser de pura raza negra y porque hablan fluidamente el inglés, también son cubanos y miembros de la DGI. Los arrestaré a todos por haber entrado de manera ilegal en las islas Barclay, y a usted por complicidad e instigación.

Moreno fue el primero en echar mano a su pistola. Llevaba el arma a la espalda, sujeta con el cinturón y cubierta por su chaqueta de safari, con la que todos escondían sus armas. El hombre hizo gala de una extraordinaria rapidez, y logró llevarse la mano a la espalda para empuñar su «Makarov» antes de que nadie en el salón de recepciones pudiera hacer un movimiento para impedírselo. Pero el cubano se detuvo cuando escuchó la áspera voz de alguien que le gritaba desde lo alto de la escalera que conducía al piso de arriba.

—¡Fuera la mano o serás fiambre!

Hernán Moreno captó el mensaje en el último momento. Dejó de mover la mano y se quedó rígido. Lo mismo hicieron los otros seis, que ya estaban dispuestos a seguir su ejemplo.

Sinclair hablaba un español muy fluido y hacía uso de muchos giros coloquiales. En ese contexto prefirió la palabra «fiambre» a la de «cadáver» o a decirle que le iba a matar o a pegarle un tiro.

Los dos sargentos se encontraban en lo alto de la escalera, codo con codo, tras haber entrado en la casa por las ventanas del primer piso. Sus bolsitas de turista estaban vacías, pero no así sus manos. Cada uno de ellos empuñaba un pequeño pero eficaz fusil ametrallador del tipo «Heckler and Koch» MP-5.

—Esos hombres —apuntó McCready en tono condescendiente— no están acostumbrados a errar el blanco. Y ahora tenga la amabilidad de ordenar a los suyos que pongan las manos detrás de la cabeza.

Livingstone permaneció en silencio. Favaro se le acercó y le metió el cañón de su revólver por la gran ventanilla izquierda de su nariz.

—Tres segundos —le susurró al oído—, y tendré un desgraciado accidente.

—¡Haced lo que os manda! —ordenó Livingstone con voz ronca.

Se alzaron entonces catorce manos, que permanecieron en alto. Los tres agentes de Policía fueron dando la vuelta, mientras incautaban las siete pistolas.

—¡Cacheadlos! —ordenó McCready.

Los sargentos de la Policía registraron a los cubanos. Descubrieron también dos navajas con fundas de cuero.

—¡Registrad la casa! —dijo McCready.

Los siete cubanos fueron alineados de cara a la pared, con las manos detrás de la nuca. Livingstone se había sentado en un sillón de mimbre y era vigilado por Favaro. Los miembros de las Fuerzas Especiales policíacas siguieron apostados en lo alto de la escalera, en previsión de alguna tentativa de fuga en masa. No se produjo. Los cinco agentes de la Policía local registraron la casa.

Descubrieron una gran cantidad de armas de fuego, una gran suma de dinero en dólares estadounidenses, más otra gran suma en libras de las Barclay y una potente radio de onda corta con decodificador incorporado.

—Mr. Livingstone —dijo McCready—, puedo pedir al inspector jefe Jones que acuse a sus colaboradores de haber violado numerosas leyes británicas; tenemos pasaportes falsos, entrada ilegal en territorio británico, tenencia ilícita de armas…, en fin, una larga lista. Pero en vez de eso voy a expulsarlos en calidad de extranjeros indeseables. Ahora, en este mismo momento. Si lo desea, puede quedarse aquí, solo. Usted es, a fin de cuentas, ciudadano de las Barclay por nacimiento. Sin embargo, deberá responder a los cargos de complicidad e incitación; así que, para serle franco, se encontrará mucho más seguro si vuelve allí donde tendría que estar, a Cuba.

—¡Apruebo eso! —rezongó el reverendo Drake.

Livingstone hizo un gesto de asentimiento.

En fila india los cubanos fueron conducidos hasta la segunda de las camionetas que les estaba esperando en el patio. Tan sólo uno de ellos trató de oponer resistencia. En su intento de fugarse, tiró al suelo a uno de los policías locales, que había tratado de interceptarlo. El inspector jefe Jones reaccionó con asombrosa rapidez. Se sacó del cinto la corta cachiporra de madera de acebo, conocida por dos generaciones de policías británicos como «el acebo», y un fuerte golpe seco se oyó cuando la porra se estrelló contra la cabeza del cubano. El hombre cayó de rodillas, completamente atolondrado.

—¡No haga eso! —le amonestó el inspector jefe Jones.

Los cubanos y Horatio Livingstone se amontonaban ahora, sentados sobre el piso de la camioneta, mientras el sargento Newson, inclinado sobre el respaldo del asiento delantero, les apuntaba con su fusil ametrallador. La comitiva formó de nuevo el cortejo y avanzó lentamente por la calle principal de Shantytown en dirección al puerto de pescadores de Port Plaisance. McCready dio orden de que mantuviesen una marcha lenta para que centenares de isleños de las Barklay pudieran ver lo que ocurría.

En los muelles de los pescadores ya la
Gulf Lady
esperaba con los motores encendidos. En popa llevaba una amarra a la que iba sujeta una chalana, de las que se usan para recoger la basura, a la que habían puesto dos pares de remos.

—Mr. Dobbs —dijo McCready—, tenga la amabilidad de remolcar a estos caballeros hasta los límites de las aguas jurisdiccionales cubanas o hasta que vea alguna patrullera cubana navegando en lontananza. Déjelos entonces a la deriva. Podrán ser llevados a tierra por sus compatriotas o alguna de las brisas que soplan hacia las costas los impulsará hasta su isla.

Jimmy Dobbs miró de reojo a los cubanos. Eran siete en total y había que sumar también a Livingstone.

—El teniente Haverstock le acompañará —le tranquilizó McCready—. Irá armado, como es lógico.

El sargento Sinclair dio a Haverstock el «Colt Cobra» que el reverendo Drake se había negado a usar. Haverstock subió a bordo de la
Gulf Lady
y se sentó sobre el techo de la cabina, desde donde podía vigilar a los deportados.

—No se preocupe, viejo amigo —le dijo a Dobbs—, si alguno se atreve a moverse, le saltaré, con toda tranquilidad, la tapa de los sesos.

—Mr. Livingstone —dijo McCready, mirando desde arriba a los ocho hombres amontonados en la chalana—, una última recomendación. Cuando llegue a Cuba dígale a Castro que el plan de incluir en su esfera de influencia a las islas Barclay mediante un candidato a las elecciones, que era espía y agente suyo, con la perspectiva, quizá, de anexionar estas islas a Cuba o de convertirlas en un campo de entrenamiento para el movimiento revolucionario internacional, era una idea fantástica en verdad. Pero podría decirle también que ese plan jamás hubiese funcionado. Ni ahora, ni nunca. Tendrá que pensar en algún otro medio para salvar su carrera política. ¡Adiós, Mr. Livingstone! ¡Y no se le ocurra volver por aquí!

Más de un millar de isleños se apelotonaban en los muelles cuando la
Gulf Lady
dio la vuelta al espigón del rompeolas y puso rumbo hacia alta mar.

—Creo que aún nos queda por realizar una pequeña tarea más, caballeros —dijo McCready.

Entonces
el Manipulador
se encaminó por el rompeolas de regreso al «Jaguar», avanzando con su reluciente uniforme blanco entre una multitud de curiosos que se apartaban a un lado para dejarle paso.

El portalón de hierro labrado de la finca de Marcus Johnson estaba cerrado con llave. Newson y Sinclair saltaron por la portezuela lateral de la camioneta en que iban, se dirigieron directamente a la muralla y pasaron por encima sin rozar el borde superior del muro. Instantes después, dentro de la finca se oyó un ruido seco, producido por el duro canto de una mano cuando se estrella contra la estructura ósea de una cabeza humana. El motor eléctrico lanzó un zumbido y las dos hojas de la puerta se abrieron de par en par.

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