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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (84 page)

BOOK: El manipulador
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—Pues su antigüedad. Es más vieja que Matusalén. Fue fabricada por primera vez en 1912, y dejó de producirse en 1920. Se trata de un revólver con un cañón extraordinariamente largo, lo que es característica exclusiva de ese modelo. Nunca llegaron a ser muy populares, debido al estorbo que representaba ese cañón tan alargado. Aunque eran muy exactos y de fiar, por la misma razón. Fueron utilizados como armas de reglamento por los oficiales británicos que combatieron en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial. ¿No has visto nunca uno de ésos?

Hannah le dio las gracias y colgó el auricular.

—¡Oh, sí! Desde luego que he visto uno —murmuró.

Cruzaba a grandes zancadas el vestíbulo cuando advirtió la presencia de aquel extraño hombrecillo del Ministerio de Asuntos Exteriores llamado Dillon.

—¡Use el teléfono si así lo desea! ¡Está libre! —le gritó.

Hannah se precipitó al patio y se montó en el «Jaguar».

Cuando le hicieron pasar, Miss Coltrane se encontraba sentada en su silla de ruedas, en el centro de la sala de estar. La anciana saludó al detective londinense, dándole la bienvenida con una amplia sonrisa.

—¿Qué hace usted por aquí, Mr. Hannah? ¡Qué alegría verle de nuevo! —dijo la anciana—. ¿No quiere sentarse y tomar una tacita de té?

—Se lo agradezco mucho, Lady Coltrane, pero creo que preferiría permanecer de pie. Me temo que tendré que hacerle algunas preguntas. ¿Ha visto alguna vez en su vida un revólver llamado «Webley 4.55»?

—¿Cómo me pregunta eso ahora? En fin, no creo haberlo visto —contestó la anciana con voz melosa.

—Me tomo la libertad de ponerlo en duda, señora. En realidad usted tiene un arma de ese tipo. El viejo revólver de reglamento de su difunto esposo. Lo tiene allí, en esa vitrina de los trofeos. Y me temo que habré de tomar posesión de esa prueba de importancia tan trascendental.

El detective giró sobre sus talones y se encaminó hacia el armario con puerta de cristal en el que se exhibían los recuerdos. Y allí estaban todos, en efecto: medallas, insignias, nombramientos, pertrechos guerreros. Pero dispuestos de forma distinta. Entre algunos de esos objetos podía apreciarse una mancha grasienta que indicaba el lugar donde había estado colgado otro de los trofeos. Hannah se volvió.

—¿Qué ha pasado aquí, Lady Coltrane? —inquirió el detective en un tono que denotaba tirantez.

—Mi querido Mr. Hannah, estoy segura de que ignoro de qué está usted hablando.

No había nada que Hannah odiase más en este mundo que perder un caso, y sentía que ése se le escapaba de entre las manos. El arma o un testigo ocular, él necesitaba una de las dos cosas. A través de las ventanas podía ver el mar azul oscureciéndose bajo la desvaneciente luz del atardecer. Allá lejos, en alguna parte, en las profundidades del inmenso océano, descansaría un «Webley 4.55». Era algo que sabía con certeza. Pero, con una mancha grasienta, no podría presentar el caso ante ninguna corte de justicia.

—Estaba aquí, Lady Coltrane. El jueves, cuando vine a visitarla. Estaba aquí, dentro de esa vitrina.

—Pues no, Mr. Hannah, tiene que haberse equivocado. Jamás he visto en mi vida ningún… ¿Wembley?

—Webley, Lady Coltrane. Wembley es el nombre de esa barriada londinense, famosa por su campo de fútbol.

Hannah tuvo el presentimiento de que había perdido esa partida por seis goles a cero.

—Dígame, Mr. Hannah, ¿qué es exactamente lo que sospecha de mí? —preguntó la anciana.

—No sospecho, señora, tengo la certeza. Sé todo lo ocurrido. El que pueda probarlo o no es harina de otro costal. El martes de la semana pasada, a esta hora aproximadamente,
Firestone
, con esos gigantescos brazos que tiene, la levantó a usted en vilo, sentada en su silla de ruedas, y la colocó en la parte trasera de la furgoneta, tal como hizo el sábado cuando usted fue de compras. Llegué a pensar que quizás usted no saldría nunca de esta casa; pero con la ayuda de
Firestone
, claro que puede hacerlo.

»Luego condujo la furgoneta hasta el sendero que pasa por detrás de la residencia del gobernador, la dejó a usted en el camino, y él, con sus propias manos, forzó el candado de la puerta de hierro. Pensé que para eso harían falta un jeep y una cadena, pero ese hombre es capaz de hacerlo, claro está. Debería de haberme dado cuenta la primera vez que lo vi. Pero lo pasé por alto.
Mea culpa
.

»Luego empujó la silla de ruedas por la puerta abierta y la dejó a usted en el jardín. Estoy convencido de que usted llevaba el «Webley» escondido en su regazo. Bien es verdad que era un arma muy antigua, pero había sido engrasada durante todos esos años y aún conservaba dentro las municiones. Con un cañón corto jamás hubiese acertado a Sir Moberley, ni siquiera empuñando el arma con las dos manos. Pero ese «Webley», tenía un cañón muy largo, de gran precisión en el tiro.

»Y usted no es precisamente una novata en el manejo de las armas. Me dijo que había conocido a su marido durante la guerra. Pero no me explicó que había sido en un hospital de los maquis, en la Francia ocupada por los nazis. Él era oficial de enlace de las Fuerzas Especiales británicas, y usted, según creo, pertenecía al Departamento de Servicios Estratégicos estadounidense.

»El primer disparo erró el blanco, y la bala fue a estrellarse contra el muro. El segundo realizó su trabajo, pero el proyectil quedó incrustado en una caja de alambre llena de mantillo. Allí fue donde lo encontré. En Londres han logrado identificarlo hoy mismo. La bala es inconfundible. Sólo ha podido ser disparada con una «Webley 4.55», como la que usted tenía en esa vitrina.

—¡Oh, mi querido y pobre Mr. Hannah! Se trata de una historia maravillosa; pero, dígame: ¿puede probarla?

—No, Lady Coltrane, no puedo. Necesito el arma, o el testimonio de un testigo. Podría jurar que al menos una docena de personas ha tenido que verlos, a usted y a
Firestone
, cuando iban por el camino, pero ninguna de ellas testificará jamás. No en contra de Miss Coltrane. No en Sunshine. Sin embargo, hay dos cosas que me tienen intrigado. ¿Por qué? ¿Por qué asesinar a aquel antipático gobernador? ¿Quería usted que viniese aquí la Policía?

La anciana sonrió y denegó con la cabeza.

—La Prensa, Mr. Hannah. Siempre husmeándolo todo, siempre haciendo preguntas, siempre investigando y descubriendo los entretelones. Siempre tan suspicaces de cualquiera que se dedique a la política…

—Sí, por supuesto, los hurones de los medios de comunicación.

—¿Y la otra cosa que le intriga, Mr. Hannah?

—¿Quién le dio el aviso, Lady Coltrane? El martes por la noche, usted volvió a poner el arma en la vitrina. Allí se encontraba el jueves. Y ahora ha desaparecido. ¿Quién le dio el aviso?

—Mr. Hannah, transmita mis cariñosos saludos a Londres cuando vuelva a esa ciudad, que no he visto desde los grandes bombardeos alemanes, entre 1940 y 1942, ¿sabe? Y que ya no volveré a ver más.

Desmond Hannah se hizo llevar por Osear de vuelta a la plaza del Parlamento, y lo despidió frente a la Jefatura de Policía; el chófer tendría que limpiar bien el «Jaguar» para tenerlo a punto cuando el nuevo gobernador llegase al día siguiente. «¡Ya era hora de que reaccionase el Gobierno de Su Majestad!» —se dijo. Comenzó a cruzar la plaza en dirección al hotel.

—¡Buenas tardes, Mr. Hannah!

El detective se volvió. Una persona que le era completamente desconocida le sonreía y le saludaba.

—¡Eh…, buenas tardes!

Dos jóvenes bailaban en medio de una gran polvareda delante del hotel. Uno de ellos llevaba un reproductor de cintas colgado del cuello. Tenía puesta una con una selección de calipsos. Hannah no reconoció la balada. Era
La libertad viene, al igual que se va
. Pero sí reconoció, sin embargo,
El dominguito
, cuyos sones salían del bar del hotel. Advirtió entonces que en los cinco días que llevaba en la isla no había visto tocar a ningún conjunto típico del Caribe ni había escuchado un calipso.

Las puertas de la iglesia anglicana estaban abiertas de par en par; el reverendo Drake ensayaba en su pequeño órgano. Interpretaba en esos momentos el
Gaudeamus igitur
. Cuando subía por la escalinata del hotel se dio cuenta de que por las calles imperaba una atmósfera de frivolidad. Pero no era ése precisamente el sentimiento que le embargaba en esos instantes. El detective tenía que redactar ciertos informes de gran seriedad. Después de una última llamada a Londres, a altas horas de la noche, decidió que emprendería el vuelo de regreso a Inglaterra por la mañana. Ya no había nada más que pudiera hacer allí. Odiaba perder un caso, pero sabía que ése se quedaría en los archivos. Viajaría a Nassau en el mismo avión en el que llegaría el nuevo gobernador y luego volaría a Londres.

Cruzó la terraza del bar para entrar al hotel y fue entonces cuando se topó de nuevo con ese hombre llamado Dillon, cómodamente sentado y saboreando una cerveza. «¡Qué tipo tan extraño! —se dijo mientras subía las escaleras—. Siempre haraganeando en todas partes, como si esperase a alguien. Pero nunca con la apariencia de
no
estar haciendo nada.»

El martes por la mañana, un «Havilland Devon», proveniente de Nassau, se acercó con ruido atronador a Sunshine, aterrizó y depositó en tierra al nuevo gobernador, a Sir Crispian Rattray. Desde la sombra que el hangar le brindaba, McCready observó al anciano diplomático, impecablemente vestido con un traje de lino color crema y la cabeza cubierta por un panamá blanco del que le colgaban flotantes mechones de plateados cabellos, cuando éste descendía del avión para ir a reunirse con el comité de recepción que le daba la bienvenida.

El teniente Haverstock, ya de vuelta de su odisea marinera, le presentaba a algunas de las personalidades de las islas, entre los que se contaban el doctor Caractacus Jones y su sobrino, el inspector jefe Jones. Osear también estaba allí con su «Jaguar» recién limpiado y, después de las presentaciones de rigor, la pequeña comitiva se dirigió a Port Plaisance.

Sir Rattray descubriría muy pronto que tenía bien poca cosa que hacer. Al parecer, los dos candidatos habían mandado al diablo sus candidaturas y se habían marchado de vacaciones. Haría un llamamiento para que se presentasen otros candidatos. Pero nadie se presentaría; el reverendo Drake se encargaría de que eso no ocurriera.

Con las elecciones de enero ya pospuestas, el Parlamento británico tendría que reconsiderar el caso, y, bajo la presión de la oposición, el Gobierno se vería obligado a reconocer que la celebración de un referéndum en el mes de marzo quizá sería lo apropiado. Pero todo eso pertenecía al futuro.

Desmond Hannah subió a bordo del vacío «Havilland Devon» que le llevaría a Nassau. Desde lo alto de la escalerilla echó una mirada a su alrededor. Y allí estaba aquel extraño individuo llamado Dillon, sentado a la sombra, con sus maletas y su maletín diplomático, esperando a alguien al parecer. Hannah no le saludó. Tenía la intención de mencionar a ese tal Mr. Dillon en cuanto llegase a Londres.

Diez minutos después de que despegara el «Havilland Devon» el aerotaxi de Miami que McCready había contratado aterrizaba. Tenía que devolver el teléfono portátil y dar las gracias a unos cuantos amigos en Florida antes de coger el avión para Londres. Estaría de vuelta justamente para las Navidades. Pasaría esas fiestas solo en su apartamento de Kensington. Quizá se diese una vuelta por el Club de las Fuerzas Especiales para tomarse una copa con algunos viejos camaradas.

El «Piper» emprendió vuelo y McCready pudo ver por última vez la amodorrada ciudad de Port Plaisance, que despertaba a sus quehaceres cotidianos bajo los rayos del sol naciente. Divisó también el monte Spyglass, cuando se alejaba con rapidez allá abajo, y vio en su cima una villa de color rosa.

El piloto dio un nuevo giro para poner rumbo hacia Miami. Un ala se inclinó y McCready miró hacia el interior de la isla. En un camino polvoriento, un chiquillo miró hacia arriba y agitó los brazos en señal de adiós. McCready saludó a su vez. Con suerte —pensó— ese niño crecería sin haber tenido que vivir bajo el yugo de la bandera roja, y sin haberse dedicado a esnifar cocaína por la nariz.

EPÍLOGO

—No creo equivocarme si aseguro aquí que todos nosotros estamos profundamente agradecidos a Denis —dijo Timothy Edwards— por su excelente exposición de los hechos. Ya que se ha hecho muy tarde, propondría que el asunto fuese analizado por mí y mis compañeros, con el fin de ver si se puede introducir alguna variante en el aspecto administrativo del caso que nos ocupa, y que os comuniquemos nuestro punto de vista mañana por la mañana.

Denis Gaunt tuvo que levantarse para ir a devolver el expediente al secretario del Departamento de Archivos. Cuando regresaba a su silla, Sam McCready se había ido ya.
El Manipulador
se había marchado sigilosamente cuando Edwards terminaba su intervención. Gaunt se lo encontró diez minutos después en su despacho.

McCready estaba en mangas de camisa, había colocado su chaqueta de algodón en el respaldo de una silla y daba vueltas por la habitación sin ton ni son. En el suelo había dos cajas de cartón de las que se utilizan para embalar botellas de vino.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Gaunt.

—Recogiendo mis cuatro cosas.

No tenía más que dos fotografías enmarcadas, que guardaba en uno de sus cajones, sin que se le hubiese ocurrido nunca colocarlas encima del escritorio. Una de ellas era de May y la otra de su hijo, tomada el día de su graduación. Con una tímida sonrisa y envuelto en su negra toga académica. McCready las metió en una de las cajas.

—¡Estás loco! —dijo Gaunt—. Tengo la impresión de que les hemos doblegado. No a Edwards, claro está, pero sí a los dos superintendentes. Estoy convencido de que han cambiado de idea. Los dos sabemos perfectamente que te tienen cariño, que quieren que sigas en la Firma.

McCready cogió su reproductor de discos compactos y lo metió en la otra caja. De vez en cuando le gustaba poner alguna obra de música clásica, a un volumen muy bajo, y escucharla cuando estaba sumido en sus pensamientos. En realidad, apenas había suficientes cachivaches como para llenar las dos cajas. Y, por supuesto, no había ninguna fotografía de esas que se cuelgan en las paredes estrechando la mano de algún personaje famoso; el par de cuadros que adornaban el despacho, con reproducciones de pintores impresionistas, pertenecían al Servicio Secreto. McCready se incorporó y contempló las dos cajas.

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