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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (76 page)

BOOK: El manipulador
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—Un único provocador —refunfuñó.

—La provocación también forma parte del proceso democrático —apuntó Dillon.

Livingstone volvió a fijar su mirada en él, pero esta vez, inexpresiva. Tras la jovial máscara de su regordete rostro se notaba su enfado. McCready pensó que había visto esa expresión en otra parte; entonces cayó en ello, en la cara del general Idi Amin, de Uganda, cada vez que alguien le contradecía. Hannah lo fulminó con la mirada y se levantó.

—No quiero robarle más tiempo, Mr. Livingstone —dijo.

El político, irradiando de nuevo jovialidad, los acompañó hasta la puerta. Otros dos hombres vestidos con trajes de safari los observaban desde lejos. Eran distintos a los anteriores. Eso hacía siete en total, incluyendo al que se encontraba apostado en la ventana de la planta superior. Todos ellos negros de pura cepa, exceptuando a Mr. Brown, cuya piel se veía mucho más clara, un auténtico mulato; el único hombre que se atrevía a fumar sin solicitar permiso para hacerlo, el hombre que estaba al mando de los otros seis.

—Le quedaría muy agradecido si me dejara plantear las preguntas a mí —dijo Hannah en el automóvil.

—Lo siento —dijo Dillon—. Y por cierto, ¡qué hombre tan extraño! ¿No le parece? ¿Me pregunto adonde habrá pasado todos esos años que van desde el momento en que dejó esta isla, siendo aún un adolescente, hasta su regreso, hace tan sólo seis meses?

—No tengo ni idea —replicó Hannah.

No fue sino hasta mucho después, ya en Londres, mientras reflexionaba sobre aquellos asuntos, cuando Hannah se preguntó, extrañado, cómo había hecho aquella observación el hombre del ministerio acerca de que Livingstone se había ido de Sunshine cuando era aún un adolescente, si Miss Coltrane se lo había contado personalmente a él, a Desmond Hannah. A las ocho y media se detuvieron ante la entrada de la mansión de Marcus Johnson, en la ladera septentrional del monte Sawbones.

El estilo de vida de Johnson era distinto por completo. A Johnson se le veía persona acaudalada. Un asistente, que vestía una camisa playera de colores psicodélicos y que ocultaba sus ojos con unas gruesas gafas de sol, abrió las dos hojas de hierro forjado del portalón y dejó entrar el «Jaguar» al patio pavimentado de grava que había frente a la fachada principal.

Dos jardineros se encontraban atareados en el jardín, en el que se veían superficies cubiertas de césped, bancales rebosantes de flores y grandes macetas en las que crecían espléndidos geranios.

La casa era espaciosa, una edificación de dos plantas con un tejado pintado de un verde brillante; todos los materiales con los que había sido construida, desde los ladrillos hasta las vigas, eran de importación. Los tres caballeros ingleses se apearon del coche frente a un pórtico de columnas de estilo colonial y alguien acudió a hacerlos pasar. Siguieron a su guía, un nuevo «asistente» vestido también con una camisa playera de brillantes colores, y cruzaron un salón de recibo, con el suelo de baldosas de mármol y amueblado con un gran número de antigüedades europeas e hispanoamericanas. Preciosas alfombras de Bujasra y Kazan cubrían parte del mármol color crema.

Marcus Johnson los recibió en una terraza de mármol amueblada con blancos sillones de mimbre de Bengala. Por debajo de la terraza se extendía el jardín, donde el bien cortado césped llegaba hasta una valla de dos metros y medio de altura. Al otro lado de la valla pasaba la carretera de la costa; y ésa era una de las cosas que Mr. Johnson no había podido comprar con dinero; darse a sí mismo un acceso directo al mar. En las aguas de la bahía de Teach, al otro lado del muro, se encontraba el pequeño puerto de piedra que había mandado construir; junto al muelle, protegida por el rompeolas, se mecía una lancha rápida «Riva 40». Con sus tanques de gran capacidad, la «Riva» alcanzaría las costas de las Bahamas en poco tiempo.

Mientras que Horatio Livingstone era gordo, fofo y desgarbado, Mr. Marcus Johnson era esbelto y elegante. Llevaba un impecable traje de seda color crema. Su aspecto y los rasgos de su rostro indicaban que era medio blanco por lo menos, y McCready se preguntó si habría llegado a conocer a su padre. Era probable que no. Había nacido entre la pobreza, en las islas Barclay, y su madre lo había abandonado en un estercolero. Sus oscuros cabellos castaños habían sido alisados de una forma artificial, por lo que en lugar de crespos los tenía ondulados. Cuatro pesados anillos de oro macizo adornaban los dedos de sus manos y la dentadura que su radiante sonrisa exhibía era perfecta. Dio a sus huéspedes a elegir entre un «Dom Pérignon» o un café marca «Blue Mountain». Los tres ingleses optaron por el café y tomaron asiento.

Desmond Hannah le hizo la misma pregunta de dónde se encontraba el martes a las cinco de la tarde. La respuesta fue idéntica.

—Dirigiéndome a una multitud entusiasmada, compuesta por más de un centenar de personas, frente a la iglesia anglicana en la plaza del Parlamento, Mr. Hannah. Desde allí me vine directamente a mi casa.

—¿Y los de su… entorno? —preguntó Hannah, haciendo uso de la expresión utilizada por Miss Coltrane para describir a los del equipo de la campaña electoral, con sus brillantes camisas playeras.

—Todos estaban conmigo, sin que faltara ni uno solo —contestó Johnson.

El candidato hizo un gesto con la mano y uno de los hombres de camisa brillante les sirvió el café. McCready se preguntó extrañado, por qué no tendría sirvientes nativos en la casa, mientras que utilizaba a gente de las Barclay como jardineros. Pese a que en la terraza estaban a la sombra, los de las camisas brillantes no se quitaban ni por un momento sus gruesas y oscuras gafas de sol.

Desde el punto de vista de Hannah, la conversación resultaba placentera, pero nada fructífera. El inspector jefe Jones le había contado ya que el candidato del Partido de la Prosperidad se encontraba en la plaza del Parlamento cuando fueron efectuados los disparos en el palacio de la gobernación. El inspector en persona se encontraba en aquellos momentos en las escaleras de la Comisaría, en la misma plaza, vigilando la escena. Hannah se levantó para despedirse.

—¿Tiene alguna otra obligación pública para hoy? —inquirió Dillon.

—Sí, en efecto. A las dos, en la plaza del Parlamento.

—Ayer estuvieron ustedes en ese mismo lugar a las tres de la tarde y, según tengo entendido se produjo una perturbación —apuntó Dillon.

Marcus Johnson era una persona mucho más educada que Livingstone. No dio muestra alguna de exaltarse. Se limitó a encogerse de hombros.

—El reverendo Drake vociferó y pronunció algunas palabras. No tuvo importancia. Ya había terminado mi discurso. Pobre Drake, bienintencionado, sin duda alguna, pero algo tonto. De todas formas, el progreso tiene que venir a estas islas Mr. Dillon, y la prosperidad con él. Tengo en mente grandes proyectos de desarrollo para sus queridas Barclay.

McCready asintió con una inclinación de cabeza. «Turismo, juego, industria, contaminación, un poco de prostitución…, ¿y qué más…?», pensó.

—Y ahora, si tienen la amabilidad de disculparme, debo preparar mi discurso…

Les acompañaron hasta la salida y volvieron en el «Jaguar» al palacio de la gobernación.

—Muchas gracias por su hospitalidad —dijo Dillon al bajarse del automóvil—. Reunirse con los dos candidatos ha resultado muy instructivo. Me pregunto de dónde habrá sacado Johnson todo ese dinero durante los años en que estuvo fuera de las islas.

—No tengo ni idea —dijo Hannah—. Está considerado como un hombre de negocios. ¿Desea que Osear le lleve de vuelta al «Quarter Deck?»

—No, se lo agradezco. Iré dando un paseo.

En el bar del hotel, los miembros de la Prensa continuaban afanados en su empeño por acabar con las provisiones de cerveza. Eran las once de la mañana. Se aburrían. Ya habían transcurrido dos días completos desde que les avisaron para que se dirigieran al aeropuerto de Heathrow con la misión de partir para el Caribe, donde tendrían que cubrir la información de las pesquisas sobre un asesinato. Durante todo el día anterior, un jueves, habían filmado todo lo que habían podido y entrevistado también a todo el que se le puso por delante. Los frutos eran francamente escasos; unas simpáticas tomas del instante en que sacaban al gobernador de la fábrica de hielo en su lecho junto a un pescado; algunas escenas, tomadas con teleobjetivo, de Parker agachado y caminando a gatas por el jardín del gobernador; el cadáver del gobernador partiendo para Nassau en una bolsa de plástico y la diminuta piedra preciosa que Parker les ofreció cuando se puso a hablar de que habían encontrado una bala. Pero nada que pudiera parecerse ni remotamente a una buena noticia capaz de causar impacto.

McCready se unió a los periodistas por primera vez. Nadie le preguntó quién era.

—Horatio Livingstone hablará a las doce en el puerto —comentó—. Puede ser interesante.

De repente, todos se pusieron en estado de alerta.

—¿Por qué? —preguntó alguien.

McCready se encogió de hombros.

—Aquí, en esta misma plaza, se produjo una provocación bastante fuerte ayer —dijo—. Ustedes estaban en la pista de aterrizaje.

Los rostros de cuantos le rodeaban se iluminaron. Un bonito disturbio animaría las cosas; lo que faltaba ahora era una provocación en toda regla. Por las mentes de los periodistas empezaron a desfilar algunos titulares imaginarios.
LA VIOLENCIA ELECTORAL HUNDE SUNSHINE EN EL CAOS
; con sólo un par de puñetazos, esta clase de titulares estaría justificada. O bien en el caso de que Livingstone fuese recibido con hostilidad:
EL PARAÍSO INTERPONE SU VETO AL SOCIALISMO
. El problema consistía en que la población no parecía mostrar el más mínimo interés ante la perspectiva de independizarse del Imperio británico. Los equipos de noticias que habían tratado de ensamblar un documental sobre la reacción popular ante la independencia no habían sido capaces de hacer ni una sola entrevista que fuese presentable. Los isleños pasaban de largo cuando veían las cámaras, los micrófonos y a los periodistas con sus cuadernos de notas. Así que recogieron sus equipos y se lanzaron hacia los muelles.

McCready se tomó algo de tiempo para hacer una llamada al Consulado británico en Miami, utilizando el teléfono portátil que guardaba en el maletín diplomático que tenía escondido debajo de su cama. Pidió un avión de alquiler de siete asientos, que debería de aterrizar en Sunshine a las cuatro de la tarde. No se trataba más que de una corazonada, pero confiaba en no equivocarse.

El séquito de Livingstone llegó de Shantytown a las doce menos cuarto. Un ayudante vociferaba por el megáfono:

—¡Vengan a oír a Horatio Livingstone, el candidato del pueblo!

Otros ayudantes colocaron una sólida plancha de madera sobre dos caballetes para que el «candidato del pueblo» pudiera elevarse por encima de ese pueblo. Al mediodía, Mr. Horatio Livingstone, contoneándose con toda la magnificencia de su cuerpo, subía los escalones de esa plataforma improvisada. Habló a través de un megáfono atado a una pértiga que uno de los vestidos con traje de safari mantenía delante de él. Los de la televisión habían logrado poner cuatro cámaras en posiciones elevadas alrededor del lugar donde se celebraría el mitin, con el fin de enfocar bien al candidato o, algo que deseaban más aún, filmar a los provocadores y las peleas a puñetazos que éstos suscitaran.

El cámara de la «British Satellite Broadcasting» se había instalado sobre el techo de la cabina de la
Gulf Lady
. Como refuerzo para su trabajo se había colgado en bandolera un aparato de fotografía provisto de un teleobjetivo de largo alcance. La reportera, Sabrina Tennant, se encontraba a su lado. McCready subió al techo de la cabina para reunirse con la pareja.

—¡Hola! —les saludó.

—¡Hola! —contestó distraída Sabrina Tennant, que no le hizo caso alguno.

—Díganme una cosa —insistió McCready en tono afable—, ¿no les gustaría enterarse de una buena historia y hacer que todos sus colegas se muriesen de rabia?

Ahora la joven sí prestó atención. El cámara le miró inquisitivo.

—¿Podría utilizar esa «Nikon» para fotografiar a cada una de las personas que componen esa multitud, haciéndoles un buen retrato del rostro, que ocupe todo el negativo?

—Por supuesto —contestó el cámara—. Incluso las amígdalas, si abren bien la boca.

—¿Por qué no hace unos buenos primeros planos de los rostros de todos esos hombres vestidos con traje de safari que asisten al candidato? —sugirió McCready.

El cámara miró a Sabrina. La joven asintió con un gesto. «Y por qué no», se dijo su compañero, empuñando la «Nikon» y enfocando.

—Empiece por ese negro de rostro descolorido que está solo junto a la camioneta —dijo McCready—, por ese al que llaman Mr. Brown.

—¿Qué tiene usted en mente? —preguntó Sabrina.

—Baje de la cabina y se lo contaré.

La joven hizo lo que McCready le pedía y éste le habló durante unos minutos.

—Usted bromea —dijo la chica cuando él acabó.

—No, en absoluto; y creo que puedo probarlo. Pero no aquí. Las respuestas están en Miami.

McCready siguió hablando durante un rato. Cuando hubo terminado, Sabrina Tennant subió de nuevo al techo de la cabina.

—¿Va todo bien? —preguntó.

El londinense asintió con la cabeza.

—Una docena de retratos de cada uno, desde todos los ángulos. Son siete tipos.

—Estupendo, y ahora a filmar el mitin entero. Haz algunas tomas para el fondo y los montajes.

Sabrina sabía que disponía ya de ocho cartuchos de cinta rodada, en los que se incluían primeros planos de ambos candidatos, vistas de la capital de la isla, las playas, las palmeras y la pista de aterrizaje; ese material era más que suficiente, si se montaba con habilidad, para lograr un gran documental de quince minutos de duración. Lo que necesitaba ahora era un hilo conductor que diese coherencia a la historia, y si ese hombre desgarbado y amable llevaba razón, ya lo tenía.

Su único problema era el tiempo. Quería colocar su reportaje en el programa de noticias principal, en el espacio llamado
Cuenta Atrás
, el buque insignia de los informativos de la «BSB», que sería retransmitido el mediodía del domingo en Londres. Necesitaba enviar su material vía satélite el sábado a las cuatro de la tarde a más tardar, o sea, al día siguiente, desde Miami. Así que tenía que estar en Miami esa misma noche. Era casi la una, por lo que apenas disponía de tiempo para regresar al hotel y pedir a Miami un vuelo chárter que aterrizase en Sunshine antes de la puesta del sol.

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