Pese a que no tenía la costumbre de recibir en su casa a jóvenes agentes de la CÍA, a menos que él los hubiese invitado a comparecer, el director se acomodó en un mullido sillón de cuero, indicó con un gesto a Roth que se sentara frente a él y, con voz serena le preguntó cuál era el motivo de su vista. Roth, muy calmado, se lo explicó: El director de la Agencia tenía más de setenta años, edad poco habitual para ese cargo, pero también él era un hombre poco común. Había servido en la OSS durante la Segunda Guerra Mundial, introduciendo agentes en la Francia ocupada por los nazis y en Holanda. Una vez acabada la guerra, y habiendo sido desmantelada la OSS, el hombre volvió a la vida privada; se hizo cargo de la pequeña fábrica del padre, y logró convertirla en un complejo gigantesco. Cuando la CÍA fue creada como organización sucesora de la Oficina de Servicios Estratégicos, le ofrecieron la oportunidad de entrar en la organización a las órdenes del primer director de la misma, Alien Dulles, pero él no aceptó.
Años después, siendo ya un hombre adinerado y uno de los mayores colaboradores del Partido Republicano, se encontró de repente ligado a un antiguo actor de cine que se presentaba a las elecciones para gobernador de California. Y cuando Ronald Reagan alcanzó la presidencia del país y se instaló en la Casa Blanca, pidió a su amigo de confianza que se encargase de dirigir la CÍA.
El director de la CÍA era católico, viudo desde hacía tiempo, de una estricta moralidad puritana, y conocido en los pasillos de
Langley
como al «viejo rufián hijo de puta». No carecía de talento e inteligencia, pero su pasión era la lealtad. Había tenido buenos amigos que habían sido torturados en las mazmorras de la Gestapo porque alguien los había traicionado, y la traición era lo que no estaba dispuesto a tolerar bajo ninguna circunstancia. Hacia los traidores sólo sentía una repugnancia visceral. En la mente del director de la CÍA no podía existir el perdón para ellos.
Escuchó el relato de Roth con gran atención mientras mantenía la vista perdida en los leños artificiales del calentador de gas instalado en la chimenea, donde no ardía llama alguna en esa noche calurosa de verano. Nada había en su rostro que revelase lo que estaba pensando y sintiendo, salvo un ligero temblor en los músculos que rodeaban la papada.
—¿Ha venido usted directamente aquí? —preguntó cuando Roth terminó de hablar—. ¿No ha hablado con nadie más?
Roth le explicó de qué manera había llegado hasta él, como un ladrón introduciéndose de noche en su propio país, con pasaporte falso y dando un buen rodeo. El anciano asintió con la cabeza; también él, en otros tiempos, había entrado así en la Europa dominada por Hitler. Se levantó del sillón y fue a llenarse una copa en el barrilillo de caoba, lleno de coñac, que tenía en un antiguo anaquel, deteniéndose junto a Roth para darle unas amistosas palmaditas en el hombro.
—Lo has hecho muy bien, hijo mío —le dijo. Luego le ofreció una copa de coñac, pero Roth sacudió la cabeza—. Diecisiete años has dicho, ¿no?
—Según Orlov. Todos mis superiores hasta Frank Wright llevan al menos ese tiempo en la Agencia. No sabía, pues, a quién podía dirigirme.
—No, por supuesto que no.
El director de la CÍA regresó a su sillón y se quedó sumido en sus propios pensamientos. Roth no le interrumpió:
—De eso ha de encargarse la Oficina de Seguridad —dijo el anciano al fin—. Pero no el jefe de la misma. No dudo de su total lealtad; sin embargo, es un hombre que lleva veinticinco años en la Agencia. Lo enviaré de vacaciones. Hay un joven muy brillante que trabaja de ayudante suyo. Un antiguo abogado. No creo que lleve con nosotros más de quince años.
El director de la CÍA avisó a un ayudante y le ordenó hacer algunas llamadas telefónicas. Se confirmó entonces que el subdirector de la Oficina de Seguridad tenía cuarenta y un años y que había entrado en la Agencia al terminar la carrera de abogado, hacía unos quince años. Le telefonearon a su casa en Alexandria para que acudiera a Georgetown. Se llamaba Max Kellogg.
—Menos mal que no trabajaba en la época de Angleton —dijo el director de la CÍA—, su apellido empieza por K.
Max Kellogg, aturdido y receloso, llegó poco después de medianoche. Se encontraba a punto de irse a la cama cuando le llamaron por teléfono y se quedó sorprendido al oír la voz del director de la CÍA en persona.
—Cuéntaselo —ordenó el director.
Roth repitió su historia. El abogado judío escuchó todo el informe sin pestañear, no pasó nada por alto, hizo un par de preguntas suplementarias y no tomó nota.
—¿Y por qué se me elige a mí, señor? —preguntó al director—. Harry está en la ciudad.
—Tú llevas con nosotros sólo quince años —replicó el anciano.
—¡Ah!
—He decidido mantener a Orlov,
Trovador
o como quiera que le llamemos, en la base de Alconbury —dijo el director de la CÍA—. Es probable que allí esté a salvo, quizá más que si lo traemos aquí. Rehúye a los ingleses, Joe. Diles que
Trovador
nos ha sorprendido con más información y que ésta sólo incumbe a Estados Unidos. Asegúrales que volveremos a facilitarles el acceso a la fuente cuando hayamos verificado los últimos datos.
»Tú saldrás en avión por la mañana… —prosiguió el director, consultando su reloj de pulsera—, esta misma mañana, en un vuelo directo a Alconbury. No te andes con miramientos. Es demasiado tarde para eso. Los riesgos son enormes. Orlov lo entenderá. Cógelo aparte. Sácale todo. Quiero saber dos cosas, en seguida: si eso es verdad, y de ser así, ¿quién es?
»Y a partir de ahora, vosotros dos trabajaréis para mí, sólo para mí. Me informaréis directamente. Sin reservas. Sin objeciones. Todo me lo diréis a mí. Yo me ocuparé de organizar las cosas desde aquí.
En los ojos del anciano, las luces que preceden al combate destellaban de nuevo.
Roth y Kellogg trataron de dormir un poco en el avión
Grumman
que les condujo desde Andrews Field hasta Alconbury. Se sentían andrajosos y cansados cuando llegaron. El cruce del espacio aéreo de Oeste a Este es el peor. Por fortuna, los dos hombres evitaron el alcohol y bebieron sólo agua. Apenas se dieron un respiro para lavarse un poco y cepillarse la ropa antes de dirigirse a la habitación del coronel Orlov. Cuando entraban en el aposento, Roth escuchó los familiares acordes de una canción de Arthur Garfunkel que sonaba en el tocadiscos.
«Muy apropiado —pensó Roth, sombrío—, pues la verdad es que hemos venido para hablar de nuevo contigo, pero esta vez no habrá ni un momento de silencio.»
Sin embargo, Orlov era ahora la cooperación hecha persona. Parecía haberse resignado y hecho a la idea de que ya había divulgado hasta la última partícula de su precioso «seguro». Había entregado el precio de la novia en su totalidad. La única cuestión que quedaba por saber era si el pretendiente estaría conforme con la dote.
—Nunca supe su nombre —dijo Orlov en el cuarto de los interrogatorios.
Kellogg había decidido tener desconectados todos los micrófonos y los magnetófonos. Llevaba su propia grabadora portátil y la utilizaba junto con sus notas a mano. No quería que se hiciese una copia de la grabación ni que estuviese presente ningún otro miembro de la CÍA. Los técnicos habían sido despedidos; Kroll y otros dos agentes más custodiaban el pasillo ante la puerta de la habitación, que había sido insonorizada. La última misión que los técnicos tuvieron que cumplir fue la de eliminar los micrófonos ocultos y certificar que estaba «limpia». Todos se extrañaron mucho de las nuevas disposiciones.
—Puedo afirmarlo bajo juramento. Se le conocía sólo como el agente
Halcón
y el general Drozdov lo dirigía personalmente.
—¿Dónde y cuándo fue reclutado?
—Creo que en Vietnam, en el sesenta y ocho o en el sesenta y nueve.
—¿Cree?
—No, sé que fue en Vietnam. Yo trabajaba en Planificación y estábamos llevando a cabo una operación de gran envergadura en aquel país, en Saigón y en sus alrededores. Los auxiliares se reclutaban en la zona, eran vietnamitas, por supuesto, del Vietcong, pero también teníamos allí a nuestra propia gente. Uno de ellos informó que los del Vietcong le habían llevado a ver a un norteamericano que se sentía insatisfecho. Nuestro residente local cultivó el trato de aquel hombre y logró que cambiara de bando. A finales de 1969, el general Drozdov fue a Tokio a hablar con el norteamericano. Entonces le pusieron el nombre de
Halcón
.
—¿Cómo sabes eso?
—Había que arreglar ciertos detalles, establecer líneas de comunicación, transferir fondos… Yo era el responsable.
Los tres hombres estuvieron hablando durante una semana. Orlov recordó los nombres de los Bancos a los que se había estado enviando el dinero durante años, y hasta recordó los meses (aunque no los días exactos) en los que se habían hecho las transferencias. Las sumas se incrementaban con el paso del tiempo, quizás en atención a los ascensos y a la mejora de la mercancía.
—Cuando me trasladaron al Directorio de Ilegales y me pusieron bajo las órdenes de Drozdov, mi relación con el caso
Halcón
prosiguió. Pero, esta vez, mi colaboración no tenía nada que ver con las transferencias bancarias, era más de carácter operativo. Si
Halcón
nos comunicaba el nombre de un agente que operaba contra nosotros, yo me encargaba de informar al departamento apropiado, por lo general a los de Acción Ejecutiva, llamados también de «Asuntos Resbaladizos», y ellos se encargaban de liquidar al agente enemigo si se encontraba fuera de nuestro territorio, o de detenerlo, si estaba dentro. Ése fue el procedimiento que utilizamos con los cuatro anticastristas cubanos.
Max Kellogg anotaba todo cuanto se decía y lo controlaba con sus grabaciones durante la noche.
—Hay una sola explicación que permita hacer coincidir todas estas declaraciones —dijo a Roth—. No sé cuál es, pero las cintas nos darán la respuesta. Ahora es cuestión de entablar comparaciones. De pasarse horas y horas verificando y comprobando. Y esto sólo puedo hacerlo en Washington, en el Registro Central. Tengo que volver a Estados Unidos.
Al día siguiente cogió un avión de vuelta, pasó cinco horas con el director de la CÍA en su mansión en Georgetown y luego se encerró en su propio despacho con las grabaciones. Tenía carta blanca, por orden expresa del director de la CÍA en persona. Nadie podía negar nada a Kellogg. Pese al secreto con el que se había rodeado todo el asunto, los rumores empezaron a propalarse por
Langley
. Algo se estaba cociendo. Algún escándalo se había producido y ese escándalo debía de estar relacionado con la seguridad interna. Empezó a cundir el pánico. Esas cosas jamás pueden ser mantenidas en secreto.
En Goldens Hill, al norte de Londres, hay un parquecillo —una especie de apéndice al parque de Hampstead Heath, mucho más grande— que contiene un jardín zoológico en el que se exhiben ciervos, cabras, patos y otras aves. McCready se encontró con
Recuerdo
en ese lugar el mismo día que Max Kellogg regresaba en avión a Washington.
—Las cosas no andan muy bien en la Embajada —dijo
Recuerdo
—. El hombre de la rama interna de contraespionaje y seguridad, por orden de Moscú, ha comenzado a preguntar por algunos expedientes que se remontan a años atrás. Pienso que se trata de una investigación sobre la seguridad interna, probablemente de todas las Embajadas soviéticas en Europa Occidental. Tarde o temprano le tocará el turno a la de Londres.
—¿Hay algo que pueda hacer para ayudarte?
—Es posible.
—Dímelo —pidió McCready.
—Me ayudaría mucho si les pudiese pasar alguna información que fuese realmente de interés; algunas buenas noticias sobre Orlov, por ejemplo.
Cuando el agente que se tiene destacado en un país extranjero ha cambiado de bando, se vuelve sospechoso si deja de conseguir información valiosa año tras año. Por eso, sus nuevos jefes acostumbran revelarle auténticos secretos, con el fin de que los transmita a casita y así dé prueba fehaciente de lo buen chico que es.
Recuerdo
había dado a McCready los nombres de todos los agentes soviéticos en Gran Bretaña de los que él tenía conocimiento, lo que representaba la mayoría de ellos. Por razones obvias, los ingleses no los habían detenido a todos, ya que de, hacerlo, el juego hubiese acabado. Algunos habían sido apartados del acceso al material confidencial, no de un modo manifiesto, sino poco a poco, dentro del contexto de los cambios «administrativos». Otros hasta habían sido promovidos a cargos más altos, pero en los que no estaban en contacto con material secreto. Y otros recibían la información que pasaba por sus escritorios después de que hubiera sido manipulado, por lo que ocasionarían a sus patronos más daños que beneficios.
Recuerdo
había recibido el permiso de «reclutar» algunos nuevos agentes para probar su fidelidad a Moscú. Uno de ellos era un oficinista que trabajaba en el Registro Central del SIS, un hombre de una lealtad a toda prueba hacia Gran Bretaña, pero dispuesto a hacerse pasar por traidor. En Moscú quedaron encantados al enterarse del reclutamiento del agente
Glotón
. Y así se acordó que, dos días después,
Glotón
haría llegar a
Recuerdo
una copia del memorándum que obraba en poder de Denis Gaunt y en el que se decía que a Orlov lo tenían escondido en la base militar de Alconbury, donde los norteamericanos lo tenían guardado a cal y canto, habiendo llegado incluso a negar el acceso a los británicos.
—¿Cómo andan las cosas con Orlov? —inquirió
Recuerdo
.
—Todo se ha silenciado de repente —contestó McCready—. Pude entrevistarme con él medio día, y nada más. Creo que sembré ciertas dudas en la mente de Joe Roth, cuando estuve en la base y aquí, en Londres. Luego regresó a Alconbury, habló de nuevo con Orlov y de repente salió disparado hacia Estados Unidos con un pasaporte falso. Quizá pensó que no nos daríamos cuenta. Parecía tener mucha prisa. Y no ha vuelto desde entonces, al menos no lo ha hecho a través de un aeropuerto regular. Tal vez haya ido directamente a Alconbury en un vuelo militar.
Recuerdo
dejó de tirar migas de pan a los patos y se volvió a mirar a McCready.
—¿Han hablado contigo desde entonces?, ¿te han invitado a volver a la base?
—No. Y ya ha transcurrido una semana. Silencio total.