El manipulador (38 page)

Read El manipulador Online

Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

BOOK: El manipulador
12.08Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No es imprescindible. Y puede decirse con certeza que no directamente. Se trata, a fin de cuentas, de un agente muy astuto, muy hábil, muy duro y de gran experiencia.

El director de la CÍA suspiró.

—Ve a casa, Max. Vuelve a tu hogar con tu esposa. No digas nada. Te llamaré cuando te necesite de nuevo. No vuelvas a la oficina hasta que yo no te lo ordene. Tómate unas vacaciones. Descansa.

El anciano hizo un gesto de despedida con la mano y le señaló la puerta. Max Kellogg se levantó y salió de la biblioteca. El director llamó a un ayudante y le ordenó que enviase un telegrama en clave a Londres, a nombre de Joe Roth, clasificado «tan sólo para sus ojos». El texto rezaba, escueto:

Regresa de inmediato. Misma ruta. Preséntate a mí. Mismo sitio
.

El mensaje estaba firmado con la palabra en clave que le diría a Roth que provenía del director de la CÍA en persona.

Las sombras sobre Georgetown se aumentaron en aquella noche de verano, al igual que, cada vez más, las sombras se extendían por los pensamientos del anciano. El director de la CÍA permaneció a solas en su biblioteca; meditaba sobre los viejos tiempos, recordando a amigos y a compañeros, a hombres y mujeres, todos ellos jóvenes brillantes, que él mismo había enviado al otro lado del Atlántico, y que habían muerto durante los interrogatorios por culpa de un soplón, de un traidor. No existían las excusas en aquellos tiempos, no había ningún Max Kellogg que se preocupase de buscar las pruebas contundentes después de un trabajo abrumador. Y tampoco existía el perdón en aquellos días; al menos, no para un denunciante. Se quedó mirando fijamente la fotografía que tenía delante.

—¡Hijo de puta! —exclamó, pronunciando con lentitud cada palabra—. ¡Hijo de perra, traidor!

Al día siguiente, un mensajero entró en el despacho de Sam McCready, en la
Century House
, y le dejó un mensaje del departamento de claves sobre el escritorio. McCready estaba muy ocupado, por lo que hizo un gesto a Gaunt, indicándole que lo abriera. Éste lo leyó, emitió un silbido y se lo pasó. Se trataba de una orden de la CÍA impartida desde
Langley
. Durante sus vacaciones en Europa, a Calvin Bailey le estaba prohibido el acceso a toda información de índole confidencial.

—¿Orlov? —preguntó Gaunt.

—Por supuesto —contestó McCready—. ¿Qué demonios habrá hecho para convencerlos?

En ese momento, McCready tomó su propia decisión al respecto. Utilizó un buzón falso para enviar un mensaje a
Recuerdo
, pidiéndole una entrevista lo antes posible.

A la hora del almuerzo, en uno de esos mensajes de rutina que enviaba la división de Vigilancia de Aeropuertos, perteneciente al MI-5, le informaron de que Joe Roth había salido de nuevo de Londres en dirección a Boston, utilizando el mismo pasaporte falso.

Esa misma noche, habiendo ganado cinco horas al cruzar el Atlántico, Joe Roth se encontraba sentado ante la mesita de la biblioteca, en la mansión del director de la CÍA. Éste se había sentado frente a él y tenía a Max Kellogg a su derecha. El anciano tenía una expresión siniestra, mientras que Kellogg se veía simplemente nervioso. Cuando llegó a su casa, en la ciudad de Alexandria, se metió en la cama y aún le dio tiempo de dormir veinticuatro horas hasta que recibió la llamada en la que se le ordenaba regresar a Georgetown. Había dejado todos sus documentos en la casa del director, pero los tenía de nuevo ante él.

—Comienza de nuevo, Max. Desde el principio. Explicándolo todo como me lo contaste a mí.

Kellogg echó una mirada a Roth, se ajustó las gafas y cogió un pliego de encima del montón de legajos.

—En mayo del sesenta y siete, Calvin Bailey fue enviado a Vietnam en calidad de jefe provincial, de G-12. Aquí está el nombramiento. Fue asignado, como puedes ver, al llamado «Programa Fénix». Ya habrás oído hablar de él, ¿no, Joe?

Roth asintió con la cabeza. Cuando la guerra del Vietnam estaba en todo su apogeo, los norteamericanos desencadenaron una operación de gran envergadura con la que pretendían contrarrestar los drásticos efectos que el Vietcong se había asegurado entre la población local mediante su política de sádicas ejecuciones públicas, de carácter selectivo. La idea era aplicar el terrorismo contra los norvietnamitas, identificando v eliminando a los activistas del Vietcong. En eso consistía el «Programa Fénix». El número de personas sospechosas de pertenecer al Vietcong que fueron enviadas a reunirse con su Creador, sin que pudieran acogerse al postulado de la presunción de inocencia o al derecho a tener un juicio justo, es algo que jamás ha llegado a establecerse con exactitud. Algunos han arrojado el cálculo de unas veinte mil personas, que la CÍA reduce a ocho mil.

Aún más problemática sigue siendo la cuestión de saber con certeza cuántos de aquellos sospechosos pertenecían realmente al Vietcong, ya que pronto se convirtió en práctica habitual entre los vietnamitas el denunciar a cualquier persona contra la que se sintiese alguna clase de rencor. La gente era denunciada por motivos que obedecían a las luchas irreconciliables entre familias o entre clanes, a las disputas sobre límites territoriales o, simplemente, a casos de deudas, que quedaban zanjadas si el acreedor moría.

Por regla general, la persona denunciada pasaba a manos de la Policía Secreta vietnamita o del Ejército, la ARVN. La forma de llevar los interrogatorios y los métodos utilizados en las ejecuciones eran una prueba evidente del ingenio oriental.

—Había allí jóvenes norteamericanos, recién llegados de Estados Unidos —prosiguió Kellogg—, los cuales tuvieron que presenciar actos que nadie debiera haber presenciado. Algunos desertaron, otros necesitaron ayuda psiquiátrica. Y hubo una persona que cambió de modo de pensar y abrazó precisamente la ideología de los hombres a los que había sido enviado a combatir. Calvin Bailey fue esa persona, al igual que George Blake cuando cambió su modo de pensar en Corea. No tenemos pruebas de que haya ocurrido realmente así, ya que no podemos saber qué ocurre dentro de una mente humana, pero la evidencia de lo que sigue nos permite suponer que nuestra hipótesis cae dentro de lo que podríamos calificar de «completamente razonable».

»En marzo de 1968 se produjo lo que, en mi opinión, fue la experiencia cumbre. Bailey se encontraba presente en la aldea de My Lai justamente cuatro horas después de la masacre—. ¿Te acuerdas de My Lai?

Roth asintió de nuevo con la cabeza. Todo aquello formaba parte de la historia. Y Roth conocía la historia contemporánea de su nación. El 16 de marzo de 1968, una compañía de Infantería del Ejército estadounidense entró en una pequeña aldea llamada My Lai, donde se sospechaba que algunos miembros del Vietcong o simpatizantes de esa organización podían estar ocultos. Qué fue exactamente lo que les hizo perder el control y actuar como seres enloquecidos es algo que sólo pudo establecerse más tarde, y de modo inadecuado. Cuando no recibieron respuestas a sus preguntas, comenzaron a disparar, una vez que habían empezado no pudieron detenerse hasta que unos cuatrocientos cincuenta civiles desarmados, entre hombres, mujeres y niños, yacían acribillados en el suelo, formando montones de cadáveres mutilados. Tuvieron que transcurrir dieciocho meses antes de que la noticia se filtrase en la sociedad estadounidense, y tres años más hasta el día en que el teniente William Calley tuvo que comparecer ante un Consejo de Guerra. Pero Calvin Bailey lo había sabido a las cuatro horas, y lo había visto todo.

—Aquí está el informe que presentó en aquella época —dijo Kellogg, pasando por encima varias páginas—, escrito de su puño y letra. Como puedes ver, está redactado por un hombre sacudido por una tremenda conmoción. Por desgracia parece ser que esa experiencia convirtió a Bailey en un simpatizante del comunismo.

«Seis meses después, Bailey informó que había reclutado a dos primos vietnamitas, Nguyen Van Troc y Vo Nguyen Can, y que había logrado infiltrarlos en el mismo Servicio de Inteligencia del Vietcong. Fue un golpe maestro, el primero de muchos. De acuerdo con las declaraciones de Bailey, estuvo dirigiendo a esos hombres durante dos años. De acuerdo con las de Orlov, ocurrió todo lo contrario. Ellos le estuvieron dirigiendo a él. Mira esto».

Kellogg pasó dos fotografías a Roth. En una de ellas se veía a dos jóvenes vietnamitas, tomados en un primer plano y con la jungla de fondo. Uno de ellos estaba marcado con una cruz en el rostro, para indicar que ya había muerto. La otra fotografía, tomada mucho después en una terraza con sillas de mimbre, mostraba a un grupo de oficiales vietnamitas en un ambiente relajado, mientras les estaban sirviendo el té. El camarero miraba hacia la cámara y sonreía.

—La persona que servía el té acabó en un campo de refugiados en Hong Kong, tras haber huido en un barco. La fotografía era su posesión más preciada, pero los británicos se la quitaron porque estaban interesados en el grupo de oficiales. Fíjate en el hombre que está a la izquierda del camarero.

Roth lo miró. Aquel hombre era Nguyen Van Troc, diez años más viejo, pero la misma persona, sin duda alguna. En sus hombreras se veía el distintivo de un oficial de alta graduación.

—En la actualidad es subdirector del Servicio de Contraespionaje vietnamita —dijo Kellogg—. Y con esto hemos comprobado uno de los cargos.

»Y a continuación tenemos lo que afirmó
el Trovador
de que nuestro hombre pasó al servicio de la KGB precisamente en Saigón.
El Trovador
nombró a un hombre de negocios de nacionalidad sueca, ya muerto, que era el residente de la KGB en Saigón en el año de 1970. Desde 1980 sabemos que ese hombre de negocios no era lo que pretendía ser; por otra parte, el Servicio de Contraespionaje sueco descubrió hace ya tiempo la falsedad de su biografía ficticia. El hombre jamás vino de Suecia, así que lo más probable es que viniese de Moscú. Bailey pudo haberse entrevistado con él cada vez que hubiese querido.

»Y ahora pasemos a Tokio.
El Trovador
aseguró que Drozdov en persona estuvo en esa ciudad en ese mismo año, en 1970, cuando se encontró con nuestro hombre y le puso el nombre de
Halcón
. No podemos probar que Drozdov se hallara allí en esa fecha, pero
el Trovador
estaba muy seguro de esos datos. Y Bailey viajó a Tokio aquel año. Aquí tienes su orden de traslado en la «Air America», las líneas aéreas de la CÍA. Todo encaja. Regresó a Estados Unidos en 1971 convertido ya en agente de la KGB.

A partir de entonces, Calvin Bailey había ocupado dos cargos en América Central y en Sudamérica y tres en Europa, un continente este último que había visitado en muchas ocasiones conforme ascendía dentro de la jerarquía y tuvo que hacer viajes de inspección a las estaciones de la CÍA en el extranjero.

—Sírvete un trago tú mismo, Joe —refunfuñó el director de la CÍA—, que ahora se pone peor.


El Trovador
mencionó cuatro Bancos a los cuales su departamento en Moscú hizo transferencias en metálico para el traidor. Incluso nos dio las fechas de esas transferencias. Tenemos las cuatro cuentas, una en cada uno de los Bancos mencionados por
el Trovador
; en Francfort, Helsinski, Estocolmo y Viena. He aquí los comprobantes de los pagos, sumas elevadas y en metálico. Todos ellos fueron hechos al mes de haber sido abiertas las cuentas. A cuatro cajeros se les mostró una fotografía del sospechoso; tres de ellos lo identificaron como el hombre que había abierto las cuentas. Ésta es la fotografía.

Kellogg le pasó una fotografía de Calvin Bailey. Roth se quedó contemplando el rostro como si fuese el de un extraño. No podía creerlo. Había comido con ese hombre, bebido con él, reunido con su familia. El rostro de la fotografía le devolvía la mirada con absoluta inexpresividad.


El Trovador
nos mencionó cinco aspectos confidenciales que la KGB conocía y que no tenía por qué saber. Y nos indicó también las fechas en que esas informaciones llegaron a poder de los rusos. Cada una de esas cuestiones secretas era conocida exclusivamente por Calvin Bailey y por otras pocas personas.

»Incluso los éxitos de Bailey, esos golpes de mano que le aseguraron el ascenso en la Compañía, Moscú se los suministró, no fueron más que sacrificios auténticos de la KGB para fortalecer la posición de su agente en nuestra Organización.
El Trovador
mencionó cuatro operaciones que fueron dirigidas por Bailey con notable éxito. Y está en lo cierto. Pero también afirmó que todas esas operaciones fueron realizadas con el consentimiento de Moscú, y mucho me temo que sea cierto, Joe.

»Tenemos un total de veinticuatro elementos concretos que Orlov nos ha facilitado, y veintiuno de ellos coinciden con nuestro hombre. Tendríamos ahora otros tres, mucho más recientes. Joe, cuando Orlov te telefoneó aquel día en Londres, ¿qué nombre usó?


Hayes
—contestó Roth.

—Tu nombre en clave. ¿Cómo lo sabía?

Roth se encogió de hombros.

—Y, por último, llegamos a los recientes asesinatos de los agentes mencionados por Orlov. Bailey te dijo que le llevases a él antes que a nadie el material de Orlov, y que se lo entregases en mano, ¿no es así?

—Sí. Pero eso era algo de lo más normal. Se trataba de un proyecto de Operaciones Especiales, y el material sería estrictamente confidencial. Bailey quería ser el primero en verificarlo.

—Cuando Orlov denunció al inglés Milton-Rice, ¿no fue Bailey el primero en enterarse?

Roth asintió con la cabeza.

—¿Y los británicos, tres días después?

—Sí.

—Y Milton-Rice fue asesinado antes de que los ingleses pudiesen echarle el guante. Lo mismo que ocurrió con Remyants. Lo siento mucho, Joe. Está más claro que el agua. Hay demasiadas pruebas.

Kellogg cerró su última carpeta y dejó a Roth absorto en la contemplación del material que tenía frente a él; las fotografías, los recibos bancarios, los pasajes de avión, las órdenes de traslado. Todo aquello parecía un endemoniado rompecabezas que hubiese sido resuelto sin que quedase ninguna pieza por encajar. Incluso la motivación, esa tremenda experiencia en Vietnam, era lógica.

Kellogg recibió la orden de retirarse. El director de la CÍA miró a Roth fijamente desde el otro lado de la mesa.

—¿Qué estás pensando, Joe?

—¿Sabe que los ingleses piensan que
el Trovador
es un farsante? —contestó Roth—. La primera vez que vine le comuniqué cuál es el punto de vista de Londres.

Other books

Claiming Her Innocence by Ava Sinclair
Azure (Drowning In You) by Thoma, Chrystalla
The Yellow Eyes of Crocodiles by Katherine Pancol
The Death House by Sarah Pinborough
Pax Demonica by Kenner, Julie
Buried in the Snow by Franz Hoffman
Beach Music by Pat Conroy
Clawback by J.A. Jance