El manipulador (40 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

BOOK: El manipulador
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—Pide a los norteamericanos que pregunten a Orlov cómo se llamaba el quinto hombre. No lo revelará. Pero yo lo averiguaré, y lo traeré conmigo cuando me pase a vuestro lado.

—Nos enfrentamos a la cuestión del tiempo —dijo McCready—. ¿Cuánto puedes resistir aún?

—Unas cuantas semanas como mucho, quizá menos.

—Ellos no esperarán, si estás en lo cierto con respecto a la reacción del director de la CÍA.

—¿No tienes otra manera de convencerles de que se queden quietos? —preguntó el ruso.

—La hay. Pero tendrías que darme tu permiso.

Recuerdo
le escuchó durante algunos minutos. Luego asintió con la cabeza.

—Si ese tal Roth te da su solemne palabra de honor de que no dirá nada, y si confías en que la mantendrá, entonces, sí.

Cuando a la mañana siguiente, Joe Roth abandonó la terminal del aeropuerto, habiendo volado toda la noche desde Washington, se encontraba atontado por el viaje en avión y no estaba del mejor humor.

Había bebido demasiado durante el viaje y no le divirtió en absoluto que una caricatura de voz con acento irlandés le hablara al oído.

—Muy buenos y santos días,
Mr. Casey
, y bien venido de nuevo entre nosotros.

Roth se volvió. Sam McCready se encontraba a su lado. Era evidente que el muy hijo de puta estaba enterado desde hacía mucho tiempo de lo del pasaporte a nombre de
Casey
, y que había ordenado comprobar las listas de pasajeros en la terminal de Washington para estar seguro de que lo encontraría en el vuelo indicado.

—Sube —dijo McCready cuando salieron a la calle—. Te llevaré hasta Mayfair.

Roth se encogió de hombros. «¿Por qué no?» Se preguntó qué demonios sabría el otro o qué se figuraría. El agente británico mantuvo la conversación a un nivel de charla insustancial hasta que llegaron a las afueras de Londres. Cuando abordó el tema con seriedad, lo hizo de pronto.

—¿Cuál ha sido la reacción del director de la CÍA? —le preguntó.

—No sé de qué me estás hablando.

—No. Venga, Joe. Orlov ha denunciado a Calvin Bailey. Eso es una gilipollada. ¿No os lo habréis tomado en serio?

—Estás muy equivocado, Sam.

—Hemos recibido una nota en
Century House
. Mantened apartado a Bailey de todo material confidencial. Eso significa que está bajo sospecha. ¿Y quieres hacerme creer que no es porque Orlov lo ha acusado de ser un agente soviético?

—Es sólo rutina, ¡por el amor de Dios! Algo relacionado con el mantenimiento de demasiadas amantes.

—Podría decirte que me lamieses el culo —replicó McCready—. Calvin puede ser muchas cosas, pero lo cierto es que no es ningún tenorio. Prueba con otra mentira.

—¡No me presiones, Sam! No abuses demasiado de nuestra amistad. Ya te lo dije en otra ocasión; se trata de un asunto interno de la Compañía. ¡Déjame en paz!

—¡Joe, por el amor de Dios! Las cosas han ido demasiado lejos. Se escapan de las manos. Orlov os ha mentido y temo que vayáis a hacer algo terrible.

Joe Roth perdió los estribos.

—¡Para el coche! —gritó—. ¡Para esta mierda de coche!

McCready frenó el «Jaguar» junto al bordillo de la acera.

Roth cogió su equipaje del asiento de atrás asió el pestillo de la portezuela. McCready le agarró del brazo.

—Joe, mañana a las dos y media. Tengo algo que quiero mostrarte. Te recogeré a la puerta de tu casa a las dos y media.

—¡Piérdete! —exclamó el norteamericano.

—Tan sólo unos pocos minutos de tu tiempo. ¿Es demasiado pedir? Por los viejos tiempos, Joe, por todo lo que hemos hecho juntos.

Roth se desprendió de su amigo, descendió del coche y se alejó por la calle en busca de un taxi.

Pero allí se encontraba McCready al día siguiente, a las dos y media de la tarde, esperándole en la acera, delante del bloque de apartamentos en el que vivía. Permaneció sentado en el «Jaguar» hasta que Roth subió en él y se alejaron del lugar sin decir una palabra. Su amigo estaba todavía enojado y receloso. El trayecto que recorrieron no llegó a los ochocientos metros.

Roth pensó que le conducía a su propia Embajada, tan cerca habían llegado de la plaza Grosvenor, pero McCready detuvo el coche en Mount Street, una manzana más allá.

A la mitad de Mount Street se encuentra uno de los restaurantes de pescado más exquisitos de Londres, el «Scott’s». A las tres en punto un distinguido caballero, que vestía un traje gris claro, salió por la puerta del restaurante y se quedó en el umbral de la entrada. De inmediato, una limusina negra de la Embajada soviética se acercó para recogerlo.

—Dos veces me preguntaste si teníamos un agente infiltrado en la KGB en Moscú —dijo McCready en tono sereno—. Te respondí que no. Y no te mentía. No del todo. Nuestro hombre no se encuentra en Moscú; está aquí, en Londres. Lo estás viendo en este momento.

—No creo lo que estoy viendo —susurró Roth—. Ése es Nikolai Gorodov. Es el director de toda la maldita
rezidentura
de la KGB en Gran Bretaña.

—En carne y hueso. Y trabaja para nosotros, desde hace cuatro años. Vosotros habéis recibido todo su material, con la fuente camuflada, pero puro. Y él afirma que Orlov está mintiendo.

—Pruébalo —dijo Roth—. Siempre estás diciendo que Orlov ha de probar lo que nos cuenta. Ahora pruébalo tú. Dame una prueba de que ese hombre es vuestro.

—Si Gorodov se rasca la oreja izquierda con la mano derecha antes de meterse en el coche, significará que trabaja para nosotros —dijo McCready.

La limusina negra se detuvo delante de la puerta del restaurante. Gorodov no miró ni por un instante hacia el «Jaguar». Pero alzó la mano derecha, la cruzó por delante del pecho, se rascó el lóbulo de la oreja izquierda y se metió en el coche. El vehículo de la Embajada se alejó.

Roth agachó la cabeza y hundió el rostro entre las manos. Respiró hondamente varias veces y luego levantó la cabeza.

—Tengo que decírselo al director de la Agencia —dijo—. Personalmente. Volaré a Washington.

—Ése no ha sido el trato —dijo McCready—. Di mi palabra a Gorodov, y tú me has dado la tuya hace diez minutos.

—Tengo que decírselo al director de la Agencia —repitió Roth—, o, de lo contrario, la suerte estará echada. Ahora ya no puedo retroceder.

—Entonces, retrásalo. Puedes decir que has conseguido otras pruebas, o inventarte algún pretexto para postergarlo. Quisiera hablarte de la teoría del cenicero.

Le habló entonces de la conversación que había mantenido con
Recuerdo
dos días antes, en la embarcación que surcaba el Támesis.

—Pregunta a Orlov por el nombre del quinto hombre. Lo sabe, mas no querrá decírtelo. Pero
Recuerdo
lo averiguará y nos lo dirá cuando se pase a nuestro lado.

—¿Cuándo será eso?

—Muy pronto. Dentro de unas pocas semanas, todo lo más. En Moscú andan con la mosca detrás de la oreja. El círculo se está cerrando.

—Una semana —dijo Roth—. Bailey saldrá para Salzburgo y Viena dentro de una semana. No tiene que llegar a Viena. El director se imagina que huirá por la frontera húngara.

—¿Y por qué no le llamáis con carácter de urgencia? Eso es, ordenadle que vuelva a Washington. Si obedece, eso bien merece un retraso. Si se niega, tiraré la toalla.

Roth consideró la proposición.

—Lo intentaré —dijo—. Ante todo iré a Alconbury. Y mañana, cuando regrese de la base, si Orlov se ha negado a decirme el nombre del quinto hombre, enviaré un cable al director comunicándole que los británicos nos han dado pruebas recientes de que Orlov puede estar mintiendo y le pediré que Bailey regrese a Langley de inmediato. A guisa de prueba. Estoy seguro de que el director acabará dando su consentimiento. Y con eso tendremos un retraso de algunas semanas.

—Suficiente, viejo amigo —dijo McCready—. Más que suficiente.
Recuerdo
se habrá pasado ya con nosotros para entonces y podremos arreglar todas las cosas con vuestro director. Confía en mí.

Roth se encontraba en Alconbury poco después de la puesta del sol. Encontró a Orlov en su habitación, tumbado en la cama, leyendo y escuchando música. Ya había agotado el tema de Simón y Garfunkel —Kroll le dijo que los hombres del equipo de vigilancia ya se sabían casi de memoria cada palabra de los veinte éxitos musicales— y se había pasado a los
Seekers
. Cuando Roth entró en la habitación, Orlov apagó el tocadiscos, en el que sonaba
Mornigtown
, y se sentó sobre la cama dirigiéndole una sonrisa.

—¿Cuándo regresaremos a Estados Unidos? —preguntó—. Aquí me aburro. Incluso en el rancho estaba mejor, pese a todos los riesgos.

Orlov había engordado de tanto permanecer tumbado y sin posibilidad de hacer ejercicio. Su alusión al rancho era una broma. Después de aquel simulacro de atentado, Roth, durante un tiempo, mantuvo la versión de que había sido obra de la KGB, que Moscú debía de haberse enterado de los detalles del rancho por Urchenko, el cual había sido interrogado en ese lugar antes de que cometiese la estupidez de volver con la KGB. Pero después reveló a Orlov que había sido una jugarreta de la CÍA para comprobar las reacciones del desertor ruso. Al principio, Orlov se enfureció («¡Hijos de puta, creí que iba a morir!», gritó.) Pero después se echó a reír al recordar el incidente.

—Muy pronto —contestó Roth—. Muy pronto habremos terminado aquí.

Esa noche cenó con Orlov le habló de la Sala Conmemorativa en Moscú. Orlov asintió.

—Por supuesto, ya lo creo que he estado en ella. Todos los agentes iniciados son llevados allí. Para ver a los héroes y admirarlos.

Roth encauzó la conversación hacia los retratos de las
Cinco Estrellas
. Masticando un trozo de solomillo, Orlov denegó con la cabeza.

—Cuatro —le corrigió—. Sólo hay cuatro retratos. Los de Burgess, Philby, Maclean y Blunt. Cuatro estrellas.

—¿Pero no hay acaso un quinto marco que no contiene más que un papel negro? —inquirió Roth.

Orlov había comenzado a masticar mucho más despacio.

—Sí —admitió tras tragar el trozo de carne—. Un marco pero sin retrato.

—¿Así que
había
un Quinto Hombre?

—Aparentemente.

Roth no cambió el tono de la conversación, mas se quedó vigilando a Orlov por encima del tenedor.

—Pero tú eras todo un comandante en el Directorio de Ilegales. Has tenido que leer el nombre impreso en el
Libro Negro
.

Algo extraño relampagueó en los ojos de Orlov.

—Nunca me mostraron ningún
Libro Negro
—replicó Orlov con toda calma.

—¡Peter! ¿Quién
era
el Quinto Hombre? ¡Su nombre, por favor!

—No lo sé, amigo mío. Te lo juro. —Sonrió de nuevo de ese modo tan caluroso y atractivo que le caracterizaba—. ¿Quieres interrogarme con el detector de mentiras?

Roth le devolvió la sonrisa, pero pensó: «¡No, Peter!, porque creo que puedes engañar a esa máquina cada vez que te lo propongas.» Decidió volver a Londres a la mañana siguiente y enviar un mensaje pidiendo un aplazamiento y que se llamase a Bailey a Washington para probarlo. Si había el más ínfimo elemento de duda —pese a la forma exhaustiva con que Kellogg creía haber comprobado el caso—, y ahora aparecía ese elemento de duda, él no cumpliría la orden, ni siquiera por obediencia al director de la CÍA ni pensando en su propia y brillante carrera. Algunos precios que había que pagar resultaban en realidad demasiado elevados.

A la mañana siguiente llegaron las limpiadoras. Eran señoras de Huntingdon, las mismas que se empleaban en el resto de la base. Cada una de esas mujeres había sido investigada por los Servicios de Seguridad y llevaba una tarjeta de identificación especial para entrar en el área acordonada. Roth y Orlov, sentados frente a frente, se encontraban tomando el desayuno en el comedor, mientras intentaban hablar por encima del ruido de una enceradora giratoria que alguien estaba manejando fuera en el pasillo. El insistente zumbido del aparato se acercaba y se alejaba conforme la mujer de la limpieza lo llevaba de un lado a otro.

Orlov se enjugó los restos de café de los labios, se excusó de que tenía que ir al servicio y salió de la sala. En lo que le quedaba de vida, Roth jamás volvería a burlarse de la creencia en un sexto sentido. Pocos segundos después de que Orlov hubiese salido, Roth advirtió un cambio en el ruido de la enceradora. Salió al corredor para ver la causa. La máquina estaba abandonada, con sus cepillos cepillando el suelo en el mismo sitio y el motor emitiendo un continuo y agudo alarido.

Había visto a la limpiadora cuando él se dirigía al comedor para desayunar con Orlov; se trataba de una señora delgada, con la bata de trabajo, rulos en el cabello y un pañuelo cubriéndole la cabeza. Para dejarlo pasar, la mujer se había echado a un lado y había continuado su faena sin levantar la mirada. Y ahora había desaparecido. Al final del pasillo, la puerta del servicio de caballeros se bamboleaba aún lentamente.

—¡Kroll! —gritó Roth con todas sus fuerzas mientras se precipitaba hacia el final del pasillo.

La mujer se encontraba de rodillas en el suelo, en el centro del servicio de caballeros, con el cubo de plástico junto a ella y las botellas de detergentes y bayetas esparcidas a su alrededor. En la mano derecha empuñaba una pistola
Sig Sauer
con silenciador, que las bayetas habían ocultado. En el extremo más alejado del recinto se abrió la puerta de uno de los cubículos y Orlov salió. La asesina, arrodillada alzó el arma y apuntó.

Roth no sabía ruso, pero conocía unas pocas palabras. Gritó «¡
Stoi
!» con todas sus fuerzas. La mujer giró sobre sus rodillas. Roth se lanzó al suelo. Oyó un «plop» y sintió la onda expansiva cerca de su cabeza. Todavía estaba tumbado sobre las baldosas cuando hubo un ruido atronador a sus espaldas y sintió los efectos de más ondas expansivas a su alrededor. Y es que los lavabos cerrados no son lugares para disparar un «Magnum» del cuarenta y cuatro.

Detrás de él se encontraba Kroll, en el umbral de la puerta, empuñando su revólver con ambas manos. No necesitaba efectuar un segundo disparo. La mujer yacía de espaldas sobre las baldosas, una mancha roja en su pecho hacía juego con las rosas de su bata de trabajo. Poco después descubrirían que la verdadera señora de la limpieza se encontraba en su casa en Huntingdon, atada y amordazada.

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