—En ese caso, él ha dicho ya la Gran Mentira, que era a lo que venía. De ahí que la CÍA se encuentre ahora atareada consigo misma.
—¿Tienes alguna idea de lo que podría ser?
Recuerdo
suspiró.
—Si yo fuese el general Drozdov, pensaría como un hombre de la KGB. Hay dos cosas que la KGB ha estado persiguiendo siempre. Una de ellas es conseguir que estalle una guerra cruenta entre la CÍA y el SIS británico. ¿Han comenzado ya a combatirse?
—No, han estado muy amables. Sólo que nada comunicativos.
—Pues entonces se trata de la segunda cosa. El otro sueño de la KGB consiste en desgarrar a la CÍA desde su interior. En destruir su moral. Enemistar a los compañeros entre sí. Orlov denunciará a alguien como agente de la KGB en el seno de la CÍA. Se llegará a una acusación formal. Te lo advierto, el «caso Potemkin» es un asunto planificado desde hace mucho tiempo.
—¿Pero cómo desenmascararlo si ellos no hablan con nosotros?
Recuerdo
empezó a caminar de vuelta hacia su automóvil. De repente volvió la cabeza y dijo por encima del hombro:
—Busca al hombre al que la CÍA haga el vacío de pronto. Ese será el hombre, y ese hombre será inocente.
Edwards se horrorizó.
—¿Permitir que Moscú se entere de que ahora tienen escondido a Orlov en la base de Alconbury? Si en
Langley
se llegan a enterar de esto, se formará la de Dios es Cristo. ¿A santo de qué vamos a hacer eso?
—Es una prueba. Creo en lo que
Recuerdo
me dice. Es mi amigo. Confío en él. Así que creo igualmente que Orlov es un farsante. Si no hay ninguna reacción de Moscú, si no hacen nada para atentar contra la vida de Orlov, ésa será la prueba. Los mismos norteamericanos tendrán que rendirse ante la evidencia. Se enfadarán, por supuesto, pero se darán cuenta de la lógica que ese acto encerraba.
—Y si por casualidad atacan y matan a Orlov, ¿serás tú el que vaya a contárselo a Calvin Bailey?
—No lo harán —replicó McCready—. Tan cierto como que la noche sigue al día, no lo harán.
—Y hablando del rey de Roma, pronto vendrá a visitarnos. De vacaciones.
—¿Quién?
—Calvin. Con su mujer y su hija. Encontrarás una carpeta sobre tu escritorio. Quiero que la Firma se encargue de brindarle cierta hospitalidad. Hay que concertar una serie de cenas con personas a las que él desea ver. Ha sido un buen amigo de Gran Bretaña desde hace muchos años. Es lo mínimo que podemos hacer.
McCready bajó las escaleras con aire displicente, se dirigió a su despacho y abrió la carpeta. Denis Gaunt estaba sentado frente a él.
—Es un amante de la ópera —dijo McCready, leyendo el informe—. Imagino que podemos conseguirle entradas para el
Covent Garden
, el
Glyndebourne
y toda esa clase de lugarcejos.
—¡Dios mío,
y yo
no puedo ir al
Glyndebourne
! —exclamó Gaunt con envidia—. Hay una lista de espera de por lo menos siete años.
El suntuoso palacio, en el corazón del condado de Sussex, rodeado de preciosas campiñas, y que es la sede de uno de los teatros de la ópera más distinguidos de toda la nación, ha sido, y sigue siéndolo, el sueño de cualquier amante de la ópera en una noche de verano.
—¿Te gusta la ópera? —preguntó McCready.
—Por supuesto que sí.
¡Estupendo! Puedes servir de nodriza a Calvin y a Mrs. Bailey mientras estén aquí. Consigue entradas para el
Covent Garden
y para el
Glyndebourne
. Utiliza el nombre de Timothy. Que te den un buen palco, insiste en ello. Este maldito trabajo ha de tener también algunos alicientes, aunque el diablo me lleve si algún día me aprovecho de ellos.
McCready se levantó para irse a almorzar. Gaunt cogió la carpeta.
—¿Y para cuándo tiene que ser? —preguntó.
—Para dentro de una semana —contestó McCready desde el umbral de la puerta—. Llámale por teléfono. Infórmale de lo que hayas organizado. Pregúntale por sus obras favoritas. Ya puestos a hacer las cosas, hagámoslas bien.
Max Kellogg se encerró entre sus archivos y convivió con ellos durante diez días. Su mujer, en Alexandria, fue informada que su esposo se encontraba de viaje fuera de la ciudad, y ella lo creyó. Kellogg se hacía traer la comida a su despacho, aunque se mantenía casi exclusivamente con una dieta consistente en café y una gran cantidad de cigarrillos largos con filtro.
Dos archiveros habían sido puestos a su disposición personal. Nada sabían acerca de sus investigaciones, se limitaban a llevarle todos los expedientes que él iba solicitando, uno tras otro. De viejas carpetas, almacenadas en recónditos lugares desde hacía largo tiempo, ya que eran de poca importancia, sin apenas relevancia, surgían amarillentas fotografías. Al igual que todos los servicios de espionaje, la CÍA jamás tira nada a la basura, por muy insignificante y atrasado que parezca; uno nunca puede saber si llegará el día en que ese detalle minúsculo, ese recorte de periódico o esa foto podrán ser necesitados. Y muchos de esos detalles insignificantes se necesitaban ahora.
Cuando estaba a mitad de sus investigaciones, dos agentes fueron enviados a Europa. Uno de ellos visitó Viena y Francfort, el otro, Estocolmo y Helsinski. Ambos iban provistos de sendos documentos que los identificaban como agentes de la DEA y llevaban cartas del Secretario del Tesoro de Estados Unidos en las que se solicitaba a los Bancos su cooperación. Horrorizados ante la idea de haber sido utilizados como centro para el blanqueo de dinero negro proveniente de la droga.
Un Banco importante en cada una de las cuatro ciudades convocó una reunión de sus directores y decidió abrir sus archivos.
Los cajeros eran llamados a comparecer en los despachos de los directores, donde el agente les enseñaba una fotografía. Se anotaron las fechas de las transacciones y los movimientos de las cuentas bancarias. Uno de los cajeros no pudo recordar nada. Los otros tres asintieron con la cabeza. Los agentes recogieron fotocopias de las cuentas, de los justificantes de las sumas depositadas y de las transferencias efectuadas. También muestras de firmas de una variedad de nombres para su análisis grafológico posterior en
Langley
. Y una vez que recolectaron todo aquello que habían ido a buscar, regresaron a Washington y depositaron sus trofeos sobre la mesa de Max Kellogg.
De una primera selección compuesta por más de veinte agentes de la CÍA que habían prestado sus servicios en Vietnam durante el período significativo de tiempo —y Kellogg había ampliado ese período añadiendo dos años más por delante y otros dos por detrás al espacio de tiempo que había indicado Orlov—, pronto fue eliminada una primera docena de ellos. Del resto, uno tras otro pasó por el cedazo.
Ellos o no habían estado en la ciudad señalada en la fecha indicada, o no podían haber divulgado cierta clase de información porque jamás la habían conocido, o no habían realizado cierto tipo de cita por haberse encontrado en esos momentos en la otra parte del mundo. Todos, excepto uno.
Antes de que los agentes volviesen a Europa Kellogg sabía ya quién era su hombre. Las evidencias suministradas por los Bancos no hicieron más que confirmar sus sospechas. Cuando lo tuvo todo listo, una vez finalizado su trabajo, volvió a la casa del director de la CÍA en Georgetown.
Tres días antes de que Kellogg fuese a ver al director de la CÍA, Calvin y su esposa, en compañía de su hija Clara, volaron de Washington a Londres. Bailey adoraba Londres; en realidad, era un anglófilo empedernido. La historia de la ciudad le entusiasmaba.
Le agradaba visitar los viejos castillos y las majestuosas mansiones construidas en pasadas épocas; recorrer los frescos claustros de las viejas abadías y los centros de estudio. Se instaló con su familia en un apartamento en Mayfair, propiedad de la CÍA y reservado para los visitantes encumbrados; alquiló un automóvil y se dirigió a Oxford, evitando la autopista y metiéndose por serpenteantes carreteras comarcales, haciendo un alto por el camino en la localidad de Bisham, donde se detuvo a comer al aire libre, en la terraza de la hostería «El Toro», cuyas vigas habían sido colocadas mucho antes de que la reina Isabel I viniese al mundo.
En su segundo día en Inglaterra, Joe Roth fue por la noche a visitarlo, invitado a tomar una copa. Fue la primera vez que vio a la increíblemente sencilla Mrs. Bailey y a Clara, una desgarbada niña de ocho años a la que los dientes le sobresalían, tenía unas largas trenzas color jengibre y llevaba gafas. Nunca había visto antes a la familia de Bailey; su superior no era esa clase de personas que uno asociaría a las partidas de cartas hasta altas horas de la noche y a las comilonas campestres al aire libre con las chuletas asándose sobre las brasas. Sin embargo, la habitual frialdad de Calvin Bailey parecía haberse desvanecido, lo que quizá podía deberse al hecho de que estaba gozando de unos días de vacaciones durante los que asistiría a la ópera y a los conciertos y visitaría las galerías de arte que tanto admiraba, o quizá también a la perspectiva de un futuro ascenso; en todo caso, eso era algo que Roth no hubiese podido decir.
A sus treinta y nueve años, Roth era lo bastante joven como para desear abrir su pecho a otro ser humano. Le hubiera gustado hablar con Bailey del alboroto que Orlov había organizado con su noticia bomba, pero las órdenes del director de la CÍA eran terminantes. De momento, a nadie le estaba permitido conocer lo que pasaba, ni siquiera a Calvin Bailey, director de Operaciones Especiales, hombre leal y de confianza de la Agencia, con un largo y distinguido historial a sus espaldas, en el que no escaseaban los méritos. Cuando se hubiese demostrado con pruebas fehacientes que la denuncia de Orlov era falsa, o que era verdadera, el director de la CÍA en persona se encargaría de informar a ese hombre, que ocupaba uno de los cargos más altos entre los agentes de mayor graduación de la Agencia. Pero hasta entonces; silencio. Podía hacer preguntas, mas no dar respuestas, y, desde luego, no voluntariamente. Así que Roth mintió.
Contó a Bailey que los interrogatorios a los que Orlov era sometido iban por buen camino, pero a un ritmo mucho más lento. Por supuesto, todo lo que Orlov recordaba con claridad ya había sido comunicado. Ahora de lo que se trataba era de ir extrayendo de su memoria detalles cada vez más pequeños. Estaba cooperando mucho y los británicos se sentían francamente contentos con él. Ahora había que revisar de nuevo aquellos aspectos que ya habían sido tratados con anterioridad. Ésa era una tarea que requería mucho tiempo; pero cada vez que repasaban algo ya analizado, aparecían algunos detalles nuevos, a veces minúsculos, pero siempre valiosos.
Cuando Roth estaba apurando su copa, Sam McCready llamó a la puerta del apartamento. Denis Gaunt le acompañaba y hubo nuevas presentaciones. Roth tuvo que admirar la desenvoltura de su colega británico. McCready, haciendo gala de unos modales exquisitos, felicitó a Bailey por el éxito extraordinario con Orlov, y le presentó todo un
menú
de propuestas que el SIS había elaborado para hacer más placentera la estancia de Bailey en Gran Bretaña.
Bailey se mostró encantado con las entradas para la ópera en el
Covent Garden
y el
Glyndebourne
. Esos acontecimientos significarían el punto culminante de la visita de doce días que la familia Bailey dispensaba a Londres.
—¿Y después de vuelta a los Estados Unidos? —preguntó McCready.
—No. Aún haremos una escapada a París, Salzburgo y Viena, y luego a casa —contestó Bailey.
McCready hizo un gesto de comprensión. Tanto en Salzburgo como en Viena, el arte de la Opera había alcanzado un grado de perfección apenas comparable con cualquier otro en el mundo.
La reunión se convirtió en una velada tranquila y agradable. La obesa Mrs. Bailey andaba pesadamente de un lado a otro sirviendo las bebidas. Clara se despidió de ellos antes de irse a la cama. Los tres visitantes se marcharon poco después de las nueve de la noche.
Ya en la acera, McCready preguntó a Roth en voz baja:
—¿Qué tal marchan las investigaciones, Joe?
—Te has obsesionado con una bobada —contestó Roth.
—Ten mucho cuidado —replicó McCready—, os estáis dejando embaucar de lo lindo. Os están tomando el pelo.
—Pues eso es lo que pensamos de vosotros, Sam.
—¿A quién ha engatusado él de nuevo, Joe?
—¡Déjame en paz! —replicó Roth irritado—. A partir de ahora,
el Trovador
es algo que incumbe sólo a la Compañía. Nada tiene que ver con vosotros.
Joe Roth dio media vuelta y se dirigió con rápidos pasos hacia Grosvenor Square.
Dos días después, Max Kellogg se reunía de noche con el director de la CÍA en la biblioteca de la mansión de éste, junto con expedientes, notas, copias de cuentas bancarias y fotografías. Entonces le contó lo que había averiguado.
Tenía un cansancio de muerte, se encontraba exhausto después de haber realizado una labor que, en condiciones normales, hubiera requerido un equipo de hombres y el doble de tiempo. Se le veía demacrado y con ojeras.
El director de la CÍA estaba sentado al otro lado de la vieja mesita de caoba, que había sido colocada entre los dos para disponer sobre ella todo el cúmulo de papeles que Kellogg había llevado consigo. El anciano parecía hundido dentro de la chaqueta de terciopelo de su esmoquin; mientras las luces de las lámparas sacaban extraños reflejos de su calva cabeza y de su rostro fruncido, por debajo de las oscuras cejas sus ojillos se movían nerviosos, posándose en Kellogg para, de inmediato, clavarse en los documentos testimoniales, eran como los de una vieja lagartija.
—¿No puede haber dudas? —preguntó cuando Kellogg acabó su exposición.
Kellogg denegó con la cabeza.
—El Trovador
nos facilitó veintisiete indicios que pueden servir de pruebas. Veintiséis de ellos coinciden.
—¿Todos de carácter circunstancial?
—Inevitablemente. Si exceptuamos el testimonio de los tres cajeros de Banco. Los tres lo identificaron; en base a fotografías, por supuesto.
—¿Se puede declarar a alguien culpable basando la acusación en pruebas circunstanciales?
—Por supuesto que sí, señor. Hay muchos precedentes y es un caso ampliamente documentado. No siempre se necesita un cadáver para detener a alguien por asesinato.
—¿No se requiere una confesión?