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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (41 page)

BOOK: El manipulador
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Orlov seguía aún ante la puerta del cubículo, con el rostro pálido como la cera.

—¿Más juegos? —vociferó—. ¡Ya está bien de juegos de la CÍA!

—Nada de juegos —replicó Roth, al tiempo que le levantaba del suelo—. Esto no ha sido un juego. Ha sido la KGB.

Orlov miró de nuevo y vio que el oscuro charco rojizo que se extendía ahora sobre las baldosas no era un efecto especial de Hollywood. No en esta ocasión.

Roth necesitó dos horas para conseguir un avión que trasladase de inmediato a Orlov y al resto del equipo de vuelta a Estados Unidos, y para asegurarse de que, una vez allí, serían llevados en seguida al rancho. Orlov abandonó la base muy contento, llevándose su magnífica colección de canciones. Cuando el avión de transporte militar estadounidense despegó hacia Estados Unidos, Roth se montó en su automóvil y se dirigió a Londres. Estaba profunda y amargamente enfadado.

En parte se culpaba a sí mismo. Habría debido saber que después de haber sido descubierto Bailey, la base de Alconbury no podía ser considerada por mucho tiempo como un lugar seguro para Orlov. Pero con la interferencia de los británicos había estado tan atareado que el asunto se le había ido de la mente. Nadie es infalible. Se preguntó extrañado por qué Bailey no habría avisado a Moscú para que organizasen el asesinato de Orlov, antes de que ese coronel de la KGB hubiese tenido la oportunidad de mencionar su nombre. Quizás había confiado en que Orlov jamás le nombraría, pues no tendría esa información. Ése fue el error de Bailey. Nadie es infalible.

Cuando llegó a la Embajada sabía muy bien lo que tenía que hacer. La pelota se encontraba ahora en el campo de McCready. Si éste quería sostener su teoría de que Gorodov era un desertor de verdad y Orlov sólo un farsante, y que, por lo tanto, Bailey estaba fuera de toda sospecha, ya que, siendo una persona inocente, había sido víctima de una pérfida maquinación, tan sólo había una cosa que el británico pudiese hacer. Tenía que organizar las cosas para que Gorodov se pasase
ya
, de modo que Langley hablara con él y aclarase las cosas de una vez por todas. Se dirigió a su despacho para llamar por teléfono a McCready a la
Century House
. En el corredor se tropezó con su jefe de departamento.

—¡Ah!, por cierto —dijo Bill Carver—, nos acaba de llegar algo, por cortesía de
Century
. Parece que nuestros amigos de Kensington Palace Gardens están moviendo las cosas. Su
rezident
, Gorodov, ha salido en avión para Moscú esta mañana. Lo tienes sobre tu escritorio.

Roth no hizo la llamada. Se sentó frente a su escritorio. Se sentía aturdido. Así que habían tenido razón, él y su director y su Agencia. Pero, en lo hondo de su corazón, sintió lástima de McCready. Haberse equivocado de tal modo, haber sido engañado de una manera tan miserable durante cuatro años tenía que representar un golpe terrible. Y en lo que respectaba a él mismo, lo cierto era que se sentía aliviado de un modo muy extraño, pese a lo que le quedaba por hacer. Ahora no tenía dudas, ni la más mínima. Los dos acontecimientos ocurridos en una sola mañana habían servido para disipar de su cabeza cualquier resto de duda. El director de la CÍA estaba en lo cierto. Lo que había que hacer tenía que ser hecho.

Pero todavía sentía lástima por McCready. «Seguro que en la Century House le estarán dando ahora una buena reprimenda», pensó.

Y se la estaban dando, o se la daba, mejor dicho, Timothy Edwards.

—Lamento mucho tener que decirte esto, Sam, pero estamos ante un fracaso total. Precisamente acabo de ver al Jefe y hemos intercambiado algunas palabras, y la conclusión a la que hemos llegado es que podemos plantearnos con toda seriedad la posibilidad de que
Recuerdo
haya sido un leal agente soviético durante todo este tiempo.

—No lo ha sido —replicó McCready categórico.

—Eso es lo que tú dices, pero las evidencias actuales parecen apuntar claramente a la posibilidad de que nuestros primos estadounidenses estén en lo cierto y nosotros hayamos sido embaucados. ¿Sabes cuáles serán las consecuencias de todo esto?

—Puedo imaginármelo.

—Tendremos que analizarlo todo de nuevo, y evaluar cada maldita cosa que
Recuerdo
nos haya dado durante estos cuatro años. Es una empresa endemoniada. Y, peor aún, nuestros primos han compartido toda nuestra información, así que tendremos que decírselo para que ellos, a su vez, revisen todo de nuevo. Reparar los daños será labor de muchos años. Y aparte de todo, se trata de una vergüenza mayúscula. El Jefe no está muy satisfecho que digamos.

Sam dio un suspiro. Siempre ocurría lo mismo. Cuando la mercancía de
Recuerdo
era la auténtica sal de la vida, dirigirlo era una operación propia del Servicio. Pero ahora se trataba de un error cometido única y exclusivamente por
el Manipulador
.

—¿Te hizo saber de algún modo que tuviese la intención de regresar a Moscú?

—No.

—¿Cuándo pensaba finiquitar sus cosas y venirse con nosotros?

—Dentro de dos o tres semanas —contestó McCready—. Pensaba comunicarme el momento en que su situación se volviese desesperada y entonces saltar la valla.

—Pues bien, no lo ha hecho. Ha vuelto a su casa. Y es de suponer que voluntariamente. Los del servicio de vigilancia de aeropuertos nos informan que pasó por Heathrow sin ninguna coacción. Ahora hemos de pensar que Moscú es su verdadera patria.

»Y para colmo tenemos ese maldito asunto de Alconbury. ¿Qué clase de espíritu maligno te ha poseído? Dijiste que se trataba de una prueba. Pues bien, ahí la tienes, Orlov la ha pasado con sobresaliente. Esos hijos de puta han intentado matarle. Hemos tenido mucha suerte de que tan sólo muriese la asesina. Y eso es algo que no podemos contar a nuestros primos. Jamás. ¡Ya puedes enterrarla!

—Sigo sin creer que
Recuerdo
nos haya mentido.

—¿Y por qué no? Ha vuelto a Moscú.

—Tal vez trate de conseguir un último maletín lleno de documentos para dárnoslo.

—Correría un peligro terrible. Tiene que estar loco. ¡Con el cargo que ocupa!

—Pues es la verdad. Quizá se trate de un equívoco. Pero él es así. Hace años prometió que nos traería un último paquete con un gran regalo antes de venirse con nosotros. Estoy convencido de que ha ido a buscarlo.

—¿Sustentas con alguna prueba ese notable exceso de confianza?

—Instinto.

—¿Instinto? —remedó Edwards en tono sarcástico—. No podemos llevar a cabo con éxito ninguna empresa basándonos en el instinto.

—Colón lo hizo —replicó McCready—. ¿Puedo hablar con el Jefe?

—Así que apelando al César, ¿eh? Serás bien recibido. Pero no creo que logres nada.

Sin embargo, McCready lo logró. Sir Christopher escuchó atentamente lo que le proponía.

—¿Y suponiendo que sea leal a Moscú después de todo? —preguntó.

—En ese caso, lo sabré en breves instantes.

—Pueden encarcelarte —dijo el Jefe.

—No lo creo. No parece que Gorbachov desee de momento una confrontación diplomática.

—Y tampoco la tendrá —aseguró el Jefe, categórico—. Si vas, lo harás por tu cuenta.

Así que Sam McCready se dispuso a viajar en esas condiciones. Lo único que deseaba era que Gorbachov no estuviese enterado de las mismas. Necesitó tres días para hacer sus planes.

Cuando McCready se encontraba en su segundo día de preparativos, Joe Roth llamó por teléfono a Calvin Bailey.

—Calvin, acabo de regresar de Alconbury. Creo que deberíamos de hablar.

—Por supuesto, Joe, ven a verme.

—Lo cierto es que de momento no corre mucha prisa. ¿Por qué no me invitas a cenar para mañana?

—Ah, muy bien, es una buena idea, Joe. De todos modos, Gwen y yo andamos muy mal de tiempo en estos días. Hoy, por ejemplo, hemos almorzado en la Cámara de los Lores.

—¿De verdad?

—Como lo oyes, Joe. Con el jefe del Alto Estado Mayor.

Roth no salía de su asombro. En Langley, Bailey era una persona fría y distante, con tendencia al escepticismo. No había más que dejarlo suelto en Londres y ya era como un niño en una tienda de juguetes. ¿Y por qué no? Dentro de seis días se encontraría a salvo en Budapest, tras haber cruzado la frontera.

—Calvin, conozco una hostería maravillosa subiendo por el Támesis, en la localidad de Eton. Sirven un exquisito menú de pescado. Se dice que el rey Enrique VIII solía enviar una embarcación a Ana Bolena para que la remontase río arriba cuando quería encontrarse con ella a escondidas en aquel lugar.

—¿En serio? ¿Es tan antigua? Bien, escucha, Joe, mañana por la noche vamos al «Covent Garden». Pero el jueves podría ser.

—De acuerdo. Quedamos para el jueves, Calvin. Como tú quieras. Estaré esperándote a las ocho a la puerta tu casa. Hasta el jueves entonces.

Al día siguiente, Sam McCready terminó sus preparativos y se dispuso a dormir en esa noche que quizá fuere la última que pasara en Londres.

Por la mañana, tres hombres aterrizaban en Moscú en vuelos diferentes. El primero fue el rabino Birnbaum. Llegaba de Zurich en un avión de la «Swissair». El policía que se ocupaba del control de pasaportes en Scheremetievo pertenecía al Directorio de Policías fronterizos de la KGB; era un joven de cabellos tan rubios como la mies, ojos azules y mirada fría. Inspeccionó al rabino de pies a cabeza y, a continuación, concentró toda su atención en el pasaporte. Se trataba de un estadounidense llamado Norman Birnbaum y tenía cincuenta y seis años.

Si el policía hubiese sido algo mayor, hubiera recordado cuando en Moscú, y prácticamente en toda Rusia, había muchos judíos ortodoxos que se parecían al rabino Birnbaum. Era un hombre fuerte que vestía traje negro y camisa blanca con corbata negra. Lucía una poblada barba canosa y bigote. Cubría su cabeza con un sombrero negro y llevaba unas gafas de cristales tan gruesos, que las pupilas se le dilataban y distorsionaban cuando se esforzaba por ver a través de aquellos lentes. A ambos lados del rostro, como si saliesen del ala del sombrero, le caían sendos bucles de cabellos ensortijados. El rostro que se veía en la fotografía del pasaporte era el mismo de aquel hombre, pero sin el sombrero.

El visado estaba en orden y había sido expedido por el Consulado General de la Unión Soviética en Nueva York. El policía le miró de nuevo.

—¿Cuál es el motivo de su visita a Moscú?

—Deseo visitar a mi hijo durante algunos días. Trabaja aquí, en la Embajada de Estados Unidos.

—Un momento, por favor —dijo el policía. Se levantó de su asiento y se retiró. Detrás de una puerta de cristal, el rabino pudo verlo mientras deliberaba con un oficial de más alta graduación, que se puso a examinar el pasaporte.

Los rabinos ortodoxos eran muy raros en un país en el que la última escuela rabina había sido abolida hacía ya algunas décadas. El joven oficial regresó.

—¡Espere un momento, por favor! —le ordenó, e hizo señas al siguiente en la cola para que se acercara.

Hubo algunas llamadas telefónicas. Alguien en Moscú consultó una lista en la que venía la relación del personal diplomático acreditado. El oficial de mayor graduación regresó poco después con el pasaporte y susurró algo al oído del joven. Al parecer existía un Roger Birnbaum, el cual aparecía como miembro del Departamento de Contabilidad de la Embajada de Estados Unidos. Lo que no se decía en la lista era que su auténtico padre vivía retirado en Florida, y que la última vez que había estado en una sinagoga había sido con motivo de la consagración religiosa de su hijo, cuando éste cumplió los trece años de edad, es decir, hacía unos veinte años. Por señas indicaron al rabino que podía pasar.

Luego le registraron la maleta en la aduana. Llevaba la muda habitual de camisas, calcetines y calzoncillos, otro traje negro, útiles de aseo y una edición del
Siddur
en hebreo. El policía de la aduana lo hojeó, sin entender ni una palabra. A continuación dejó pasar al rabino.

Birnbaum cogió el autobús de «Aeroflot», que lo condujo hasta el centro de Moscú mientras soportaba alguna que otra mirada de curiosidad o de burla. Desde el edificio de la terminal de autobuses anduvo hasta el «Hotel Nacional», en Manege, donde entró en el servicio de caballeros y usó el urinario hasta que el otro ocupante que había se fue. Entonces se ocultó en el cubículo de uno de los retretes.

El disolvente del pegamento lo llevaba en su frasco de colonia. Cuando salió de los lavabos, todavía llevaba la chaqueta negra, pero sus pantalones reversibles eran ahora de un color gris claro. El sombrero descansaba dentro de su maleta, junto con las pobladas cejas, los largos bigotes canosos y la cerrada barba, objetos a los que hacían compañía la camisa y la corbata. Sus cabellos, en vez de grises, eran ahora de un color castaño claro y vestía puesto un jersey de cuello alto, de un amarillo chillón, que antes llevaba debajo de la camisa. Salió del hotel, sin que nadie le prestara atención, cogió un taxi y se hizo conducir hasta la puerta de la Embajada británica, situada en el terraplén enfrente del Kremlin.

Dos jóvenes de las milicias rusas, que montaban guardia ante la puerta, en territorio soviético, le pidieron la identificación. Les mostró el pasaporte británico y sonrió con expresión afectada al joven que lo examinaba. Éste se sintió azorado y se lo devolvió rápidamente. Muy irritado, hizo señas al homosexual británico de que penetrase en el territorio de su Embajada y enarcó las cejas, echando a su compañero una expresiva mirada mientras el inglés obedecía sus órdenes. Instantes después, éste había cruzado la puerta y desaparecía tras los muros de la Embajada.

El rabino Birnbaum no era en realidad ni judío, ni estadounidense, ni homosexual. Su verdadero nombre era David Thornton y era uno de los mejores maquilladores de artistas de la cinematografía británica. La diferencia que existe entre el maquillaje para teatro y el que se necesita para el cine consiste en que en el teatro las luces son muy intensas y la distancia entre los actores y el público es considerable. En el cine también hay luces, pero puede ocurrir que el cámara necesite tomar primeros planos y acerque el objetivo hasta pocos centímetros del rostro. De ahí que el maquillaje para el cine tenga que ser más sutil, más realista. David Thornton había trabajado durante años para los estudios «Pinewood», donde seguía siendo uno de los maquilladores más solicitados. Pertenecía también a ese grupo de expertos al que el Servicio Secreto de Inteligencia británico podía recurrir en cualquier momento cada vez que necesitaba a alguno de ellos.

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