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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (39 page)

BOOK: El manipulador
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El director de la CÍA, profundamente irritado, hizo un gesto de impaciencia, dando un manotazo como, si quisiera alejar algo de sí.

—¡Pruebas, Joe! Les pediste pruebas concretas. ¿Te dieron alguna?

Roth hizo un gesto con la cabeza en señal de negación.

—¿Acaso te dijeron que tienen un agente que ocupa un alto cargo en Moscú y que ha denunciado al
Trovador
?

—No, señor. Sam McCready lo negó.

—¡Pues entonces no hablan más que mierda! —gritó el director de la CÍA—. Carecen de pruebas, Joe, sólo es el resentimiento por no ser ellos los que tienen al
Trovador
. Aquí sí hay pruebas, Joe. Páginas y páginas enteras de pruebas.

Roth se quedó mirando los papeles con expresión de incredulidad. Enterarse de repente que había estado colaborando con un hombre que llevaba ya muchos años abocado a la tarea de traicionar a su patria era como si le hubiesen asestado un duro golpe en el estómago.

Se sentía enfermo.

—¿Qué quiere que haga, señor? preguntó con voz serena.

El director de la CÍA se levantó del sillón y comenzó a pasear por su elegante biblioteca.

—Soy el director de la Agencia Central de Inteligencia. Nombrado por el propio Presidente. Y como tal tengo la misión de proteger a este país con todas mis fuerzas y lo mejor que pueda. De todos sus enemigos. Con el Presidente, pero también sin él. No puedo, y no quiero, ir ahora a verle y decirle que nos encontramos ante otro escándalo mayúsculo que hará aparecer a todas las traiciones anteriores como inocentes juegos de niños. Y mucho menos después de la reciente serie de fallos en nuestro sistema de seguridad.

»No lo expondré al escarnio de la Prensa y a la mofa de las demás naciones. No habrá detención, ni tampoco juicio, Joe. El juicio ha sido celebrado ya, aquí, y emitido el veredicto. La sentencia la he de dictar yo, ¡qué Dios me ayude!

—¿Qué quiere que haga, señor? —repitió Roth.

—En un último análisis, Joe, podría obligarme a mí mismo a no preocuparme por la traición a la confianza depositada en él, los secretos divulgados, la pérdida de prestigio, el gran daño moral que nos inflige, el escarnio de los medios de comunicación y las burlas de los demás países. Pero
no puedo
expulsar de mi mente las imágenes de los agentes denunciados, sus viudas y sus huérfanos. Para el traidor, sólo puede dictarse una sentencia, Joe.

»No volverá aquí, jamás. No pondrá los pies en este país, nunca más. Será condenado a la oscuridad eterna. Volverás a Inglaterra y antes de que pueda llegar a Viena y atraviese la frontera con Hungría, que es seguramente lo que tendrá planeado desde que
el Trovador
se ha pasado a nosotros, harás lo que hay que hacer.

—No estoy muy seguro de que yo sea capaz de ello, señor.

El director de la CÍA se inclinó por encima de la mesa y extendió el brazo, cogió a Roth por la barbilla, le alzó el rostro y miró con expresión inquisidora los ojos de aquel hombre joven. Los suyos eran duros como la obsidiana.

—Lo harás, Joe. Lo harás porque yo te lo ordeno como director de la CÍA, porque a través de nuestro Presidente hablo en nombre de este país, y porque tienes que hacerlo por tu patria. Vuelve a Londres y haz lo que hay que hacer.

—Sí, señor —dijo Joe Roth.

CAPÍTULO V

La embarcación zarpó del muelle de Westminster a las tres en punto de la tarde y comenzó su perezosa travesía río abajo, dirección Greenwich. Una multitud de turistas japoneses se aglomeraba en cubierta, apretando los disparadores de sus cámaras fotográficas cual si de cerradas ráfagas de ametralladora se tratara con el fin de retener la huidiza imagen del edificio del Parlamento.

Cuando el barco se aproximó a la mitad del río, un hombre vestido con un ligero traje gris se levantó con calma de su asiento y se dirigió hacia popa, donde se quedó de pie, contemplando la agitada estela que la embarcación dejaba en las aguas del Támesis. Pocos minutos después, otro hombre, que llevaba un ligero impermeable de verano, se levantó de un banco diferente y se acodó a su lado.

—¿Qué tal andan las cosas por la Embajada? —preguntó Sam McCready en voz baja y serena.

—No demasiado bien —contestó
Recuerdo
—. Ya se ha confirmado el hecho de que una acción de contraespionaje a gran escala se halla en marcha. De momento, eso está afectando sólo a mis empleados jóvenes. Pero en forma intensiva. Cuando hayan acabado con ellos, el foco de búsqueda se dirigirá más hacia arriba…, a mí. Estoy ocultando pruebas lo mejor que puedo, pero hay algunos asuntos para los que tendría que hacer desaparecer carpetas enteras, y eso me ocasionaría más perjuicio que beneficio.

—¿Cuánto tiempo crees que puedes quedarte todavía?

—Unas pocas semanas todo lo más.

—Ten mucho cuidado, querido amigo. Nunca pecarás por exceso de prudencia. En modo alguno queremos otro Penkovsky.

A principios de los años sesenta, el coronel Oleg Penkovsky, del Servicio de Inteligencia militar soviético, trabajó para los británicos durante dos años y medio que bien pueden ser calificados de gloriosos. Hasta entonces, y durante muchos años después, fue el agente soviético más valioso jamás reclutado, y el que más daño hizo a la Unión Soviética. En aquel breve espacio de tiempo hizo llegar a los británicos más de cinco mil documentos calificados
top secret
, lo que culminó con el informe secreto vital acerca de la existencia de misiles soviéticos en Cuba en 1962, información que permitió al presidente Kennedy jugar magistralmente sus cartas contra Nikita Kruschev. Pero Penkovsky se quedó más tiempo de lo conveniente. Habiéndole apremiado para que huyera, insistió en permanecer allí unas cuantas semanas más. Fue descubierto, torturado e interrogado, sometido a juicio y fusilado.
Recuerdo
sonrió.

—No te preocupes, que no habrá otro
affair
Penkovsky. No se repetirá. ¿Y cómo te van las cosas?

—No muy bien. Creemos que Orlov ha denunciado a Calvin Bailey.

Recuerdo
emitió un silbido de asombro.

—¿Tan alto? Bien, bien. ¿Conque el mismísimo Calvin Bailey? Así que
él
era el objetivo del «Proyecto Potemkin». Sam, tienes que convencerles de su equivocación, de que Orlov miente.

—No puedo —dijo McCready—. Ya lo he intentado. Pero se han desbocado.

—Tienes que intentarlo de nuevo. Ahora está en juego una vida humana.

—¿No pensarás realmente que…?

—¡Oh, sí, mi viejo amigo, claro que lo pienso! —replicó el ruso—. El director de la CÍA es un hombre apasionado. No creo que esté dispuesto a permitir que se produzca otro escándalo monumental, más grande que todos los escándalos juntos que hubo anteriormente, y mucho menos si perjudica la carrera de su Presidente. Optará por imponer silencio. Para siempre. Pero por supuesto, no se saldrá con la suya. Se imaginará que una vez perpetrado el hecho, el asunto nunca saldrá a relucir. Pero nosotros sabemos que se equivoca, ¿no es cierto? Los rumores empezarán a correr muy pronto, porque la KGB se preocupará de que proliferen. Son muy buenos en ese campo.

»Lo irónico de todo este asunto es que Orlov ha ganado ya. Si Bailey es detenido y llevado a juicio, con la gigantesca y dañina publicidad que eso implica, Orlov ha ganado. Si Bailey es silenciado y la noticia sale a relucir, la CÍA sufrirá un gran descalabro en su moral y en su imagen, con lo que Orlov ha ganado. Si Bailey es expulsado sin derecho a pensión, él proclamará su inocencia y la controversia durará años. Y, de nuevo, Orlov será el ganador. Tienes que disuadirlos.

—Ya lo he intentado. Pero siguen pensando que la mercancía de Orlov es inmensamente valiosa y pura. Creen en él.

El ruso se quedó mirando las espumosas aguas por debajo del castillo de popa mientras la embarcación pasaba por delante de la zona de reurbanización portuaria, en la que se veía un gran número de grúas y montones de escombros de las tiendas abandonadas y semidemolidas.

—¿Te he hablado alguna vez de mi teoría del cenicero?

—No —contestó McCready—, no creo que lo hayas hecho.

—Cuando daba clases en la escuela de entrenamiento de la KGB, les decía a mis alumnos que cogiesen un cenicero de cristal y lo rompiesen en tres pedazos. Si a continuación recogemos uno de ellos, sólo sabremos que tenemos un pedazo de vidrio. Si recogemos dos, sabremos que tenemos las dos terceras partes de un cenicero, pero no podremos echar dentro las colillas de nuestros cigarrillos. Para disponer del artículo entero y poder utilizarlo, necesitamos los tres pedazos del cenicero.

—¿Y entonces?

—Pues que entonces todo cuanto Orlov ha facilitado representa uno o dos pedazos de diversos ceniceros enteros. Hasta ahora no ha entregado ni un solo cenicero completo a los norteamericanos. Algo realmente secreto que la Unión Soviética venga ocultando desde hace años y que no desee que se sepa. Di a los estadounidenses que le sometan a una prueba definitiva. Fracasará. Pero cuando me vaya, traeré el cenicero completo. Entonces lo creerán.

McCready se quedó pensativo. Al cabo de un rato preguntó:

—¿Conocerá Orlov el nombre del
quinto hombre
?

Recuerdo
se puso a pensar en lo que su amigo le había preguntado.

—Es probable que sí, aunque no puedo estar seguro —contestó al fin—. Orlov pasó muchos años en el Directorio de Ilegales. Yo, nunca. Siempre pertenecí al servicio de espionaje operativo de Embajadas. Los dos hemos estado en la Sala Conmemorativa; eso forma parte habitual del entrenamiento. Pero, de los dos, sólo él ha podido ver el
Libro Negro
. Oh, sí, tiene que saber el nombre.

En lo más profundo del corazón del edificio número dos de la plaza Yerzinsky, donde está el cuartel general de la KGB, se encuentra la llamada Sala Conmemorativa, una especie de santuario dentro de una edificación atea en el que se rinde culto a los grandes precursores de la presente generación de altos agentes de la KGB. Entre los retratos de personas reverenciadas que cuelgan de sus paredes se encuentran los de Arnold Deutsch, Teodor Maly, Anatoli Gorsky y Yuri Modin, quienes fueron sucesivamente agentes reclutadores y controladores y formaron parte de la red de espionaje más dañina que pudo ser reunida jamás por la KGB entre los británicos.

Los reclutamientos se llevaron a cabo sobre todo entre un grupo de jóvenes estudiantes de la Universidad de Cambridge a mediados y a finales de la década de los treinta. Todos habían estado coqueteando con el comunismo, como también hicieron muchos otros que después lo abandonaron. Pero cinco de ellos continuaron y se dedicaron a servir a Moscú de un modo tan brillante y eficaz, que han llegado a ser conocidos hasta el día de hoy como los
Cinco Magníficos
o las
Cinco Estrellas
.

Uno de ellos fue Donald Maclean, el cual dejó Cambridge para entrar en el Ministerio de Asuntos Exteriores. A finales de los años cuarenta se encontraba en la Embajada británica en Washington, donde desempeñó un papel fundamental en la entrega a Moscú de centenares de documentos en los que se consignaban los secretos de la nueva bomba atómica que Estados Unidos estaba fabricando en colaboración con Gran Bretaña.

Otro fue Guy Burgess, fumador y bebedor empedernido, y rabioso homosexual, que se las ingenió de algún modo para no ser expulsado del
Foreign Office
a causa de sus vicios. Servía de enlace y garantizaba la comunicación entre Donald Maclean y sus amos moscovitas.

Ambos fueron descubiertos al fin en 1951, pero pudieron evitar ser detenidos gracias a que alguien les avisó en secreto y huyeron a Moscú.

El tercero fue Anthony Blunt, también homosexual, hombre de una inteligencia extraordinaria y con un gran talento para el espionaje, que puso a disposición de Moscú. Se preocupó también por explotar su otro talento para la historia del arte y se convirtió en conservador de la colección de arte privada de la Reina y en caballero del reino. Él fue la persona que avisó a Burgess y a Maclean del arresto inminente, en 1951. Habiendo salido airoso de una serie de investigaciones, fue descubierto al fin, por lo que le despojaron de su título y cayó en desgracia, pero todo eso no sucedió hasta bien entrada la década de los ochenta.

De todos ellos, el que obtuvo mayor éxito fue Kim Philby, el cual entró en el Servicio Secreto de Inteligencia británico y llegó a dirigir el Departamento Soviético. La huida de Burgess y de Maclean en 1951 hizo que las sospechas también recayeran sobre él. Fue interrogado, no confesó nada, lo apartaron del servicio y, finalmente, huyó a Moscú desde Beirut, en 1963.

Los retratos de los cuatro colgaban de las paredes de la Sala Conmemorativa. Pero el grupo había estado compuesto por cinco personas, y el quinto retrato no era más que un recuadro en negro. La identidad real del quinto hombre sólo se podía encontrar en el
Libro Negro
. La razón era sencilla.

Confundir y desmoralizar al adversario es uno de los principales fines estratégicos de la guerra que se libra en el oculto mundo del espionaje, y la causa de la retardada creación del departamento de maniobras de diversión que dirigía McCready. Desde principios de los años cincuenta, los ingleses sabían que había existido un quinto hombre en aquella red de espionaje reclutada hacía ya tanto tiempo, pero nunca habían podido enterarse de quién se trataba. Moscú sacaba provecho de todo.

A lo largo de todos aquellos años, treinta y cinco en total, y para satisfacción de Moscú, el enigma estuvo atormentando al Servicio Secreto británico, acosado también por una Prensa ávida de sensacionalismos y por una larga serie de libros.

Las sospechas recayeron sobre una docena de agentes de comprobada lealtad y largos años de servicio, los cuales tuvieron que presenciar cómo sus carreras se frenaban en seco y sus vidas eran destrozadas. El principal sospechoso fue el último Sir Roger Hollis, que ascendió hasta el puesto de director general del MI-5, que se convirtió en el blanco de las manías persecutorias de otro hombre de carácter tan obsesivo como James Angleton, del funesto Peter Wright, el cual trató de hacer una fortuna con un libro terriblemente aburrido en el que sacaba a relucir de nuevo sus quejas egocentristas acerca de su pequeña pensión (lo mismo que hace cualquiera) y su convencimiento de que Roger Hollis había sido el Quinto Hombre.

Otras personas también fueron sospechosos, incluidos los dos lugartenientes de Hollis, e, incluso, personaje de tan profundo patriotismo como Lord Víctor Rothschild. Todo aquello no eran más que tonterías, pero el rompecabezas seguía. ¿Vivía el quinto hombre aún? ¿Quizá todavía en funciones? ¿Ocupando un alto cargo en el Gobierno? ¿Era un honrado funcionario público o pertenecía a algún Servicio Secreto? Y de ser así, sería desastroso. El asunto podría acallarse si se identificaba de una vez por todas a aquel quinto hombre que había sido reclutado hacía tanto tiempo. Como era lógico, la KGB había estado guardando celosamente ese secreto durante treinta y cinco años.

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