El manipulador (73 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

BOOK: El manipulador
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—¿Ha habido suerte con la segunda bala?

—Eh, no, todavía no.

—Pues mejor sería que fuese a ocuparse de ello —le espetó Hannah.

Parker salió a todo correr por la puerta vidriera. Hannah se apresuró a cerrarla.

—Y bien, Mr. Prince, ¿qué es eso que desea contarme?

—Puede llamarme Quince —dijo el vicario—. Quince. ¿Sabe?, todo esto resulta muy desagradable.

—Lo es, en efecto. Sobre todo para el gobernador.

—¡Oh, ah… si! Lo que yo quería decir en realidad es…, bueno, pues bien…, el motivo de mi visita es para comunicarle algo acerca de un compañero de hábitos. No sé si debiera hacerlo, pero tengo la sensación de que pueda resultar pertinente.

—¿Por qué no relega en mí la facultad de juzgar sobre ese asunto? —le sugirió Hannah en un tono meloso de voz.

El pastor se calmó y volvió a tomar asiento.

—Ocurrió el pasado viernes —dijo.

Entonces le habló de la delegación del Comité de Ciudadanos Consternados, y del rechazo que había obtenido por parte del gobernador. Cuando el otro terminó su relato, Hannah frunció el ceño.

—¿Cuáles fueron exactamente sus palabras? —preguntó.

—Dijo —repitió Quince— que «tendremos que desembarazarnos de ese gobernador y conseguir uno nuevo por nuestra cuenta».

Hannah se puso de pie.

—Muchísimas gracias por todo, Mr. Quince. ¿Podría sugerirle que no dijese nada más sobre esto, y que el asunto quedase entre nosotros?

El agradecido vicario aprovechó el momento para largarse a toda prisa. Hannah se quedó reflexionando sobre lo que le habían comunicado. No sentía ninguna simpatía en particular por los delatores, pero ahora no le quedaría más remedio que ir a comprobar lo que el exaltado baptista Walter Drake había querido decir. En ese momento Jefferson se presentó con una bandeja en la que traía una fuente de colas de langosta con salsa mahonesa. Hannah dio un suspiro de alivio. A fin de cuentas, también tenía que haber ciertas compensaciones en el hecho de ser enviado a seis mil kilómetros de distancia del hogar. Y si el ministerio de Asuntos Exteriores era el que pagaba… Se bebió de un trago un vaso de fresco vino de Chablis y se dedicó a rendir los honores a la langosta.

Aún no había terminado de comer cuando el Inspector Jefe Jones, que volvía del aeropuerto, entró.

—Nadie ha salido de la isla —le comunicó—, nadie en las últimas cuarenta horas.

—No legalmente, en todo caso —le corrigió Hannah—. Y ahora quisiera encargarle otra tarea rutinaria, Mr. Jones. ¿Lleva usted un registro de las armas de fuego?

—Por supuesto.

—Estupendo. ¿Podría revisarla por mí y visitar a todos aquellos que posean un arma de fuego registrada en las islas? Estamos detrás de una pistola de gran calibre. En particular algún tipo de arma de fuego que alguien mantenga oculta, o que haya sido limpiada recientemente, o a la que hayan dejado reluciente con grasa fresca.

—¿Grasa fresca?

—Tras haber sido usada —aclaró Hannah.

—¡Ah, sí!, por supuesto.

—Y una última cosa, Inspector Jefe, ¿ha registrado el reverendo Drake algún arma de fuego?

—No. De eso estoy seguro.

Cuando el inspector jefe se retiró, Hannah mandó llamar al teniente Haverstock.

—¿Tiene usted por casualidad un revólver de reglamento o una pistola automática? —le preguntó.

—¡Oh!, quiero decir…, bueno, fíjese, ¿no pensará usted realmente que yo…? —protestó el joven subalterno.

—Se me ocurrió que podían habérsela robado, o utilizado indebidamente, y luego colocado de vuelta en su sitio.

—¡Ah, claro!, ya veo cuál es su punto de vista. Pues no, en la actualidad, no. Ninguna arma de fuego. Nunca me traje una a la isla. Pensé que sería suficiente con mi espada para las ceremonias militares.

—En el caso de que Sir Marston hubiese muerto acuchillado, podría jugar con la idea de arrestarle —dijo Hannah en tono afable—. ¿Y no hay arma de fuego alguna en el palacio de la gobernación?

—No, que yo sepa. De todos modos, el asesino entró por la puerta de atrás, y no salía de la casa. ¿O acaso no es eso seguro? ¿Saltó quizá por el muro del jardín?

Con las primeras luces del alba, Hannah había examinado la forzada cerradura de la puerta de hierro en el muro del jardín. Teniendo en cuenta los ángulos que las dos armellas rotas formaban y la falleba arrancada del enorme candado, no cabía lugar a dudas de que alguien había tenido que utilizar un pie de cabra muy largo y resistente para forzar los viejos hierros y partirlos de aquella manera. Pero luego se le ocurrió que el hecho de haber forzado la puerta podría haber sido una simple estratagema. Aquello lo podían haber hecho muy bien con algunas horas de antelación o incluso algunos días antes. A nadie se le hubiera ocurrido inspeccionar aquella puerta por fuera, ya que todos creían que era extraordinariamente sólida, sobre todo por su herrumbre.

El asesino podía haber roto el candado y dejado la puerta como si estuviese cerrada, para penetrar más tarde en la casa, matar al gobernador y emprender la huida por el mismo sitio por el que había entrado. Lo que necesitaba ahora era la segunda bala, de la que abrigaba la esperanza de que se conservara intacta, y también el arma con la que había sido disparada. Se quedó contemplando a lo lejos el refulgente mar azul. Si el proyectil se hallaba en aquellas profundidades, jamás lo encontraría.

Hannah se puso de pie, se enjugó los labios con una servilleta y salió a ver si encontraba a Osear y el «Jaguar». Ya era hora de que mantuviese una pequeña charla con el reverendo Walter Drake.

Sam McCready también estaba almorzando. Cuando entró a la terraza al aire libre donde se hallaba el comedor del hotel «Quarter Deck», se encontró con que todas las mesas estaban ocupadas. Afuera, en la plaza del Parlamento, un grupo de hombres vestidos con chillonas camisas playeras, y que ocultaban sus ojos tras oscuras gafas de sol, estaban situando una camioneta con la parte trasera en forma de plataforma plana, y que había sido decorada con carteles pintarrajeados de muchos colores en los que se exhortaba a votar a Mr. Marcus Johnson. Se esperaba que el gran hombre pronunciara un discurso a las tres de la tarde.

Sam pasó la mirada por la terraza y descubrió una única silla libre. Se encontraba junto a una mesa ocupada por un único comensal.

—Parece ser que hoy andamos algo apretados. ¿Le importaría si me siento con usted? —preguntó.

Eddie Favaro le señaló gentilmente la silla.

—No hay problema —contestó.

—¿Ha venido a la isla a pescar? —preguntó McCready mientras estudiaba con atención la pequeña minuta.

—Pues sí.

—¡Qué extraño! —comentó McCready después de haber encargado cebiche, un plato de pescado crudo y en un escabeche compuesto por zumo fresco de limón—. De no habérmelo dicho usted, hubiese jurado que es un agente de policía.

Sam McCready se abstuvo de mencionar las atrevidas conjeturas que se había hecho la noche anterior tras haber estudiado a Favaro en el bar; así como tampoco habló de la llamada telefónica que a un amigo había hecho en las oficinas que el FBI tenía en Miami, ni la respuesta recibida por él esa misma mañana. Favaro colocó su jarra de cerveza sobre la mesa y se le quedó mirando fijamente.

—¿Quién demonios es usted? —preguntó—. ¿Un policía británico?

McCready hizo un gesto despectivo.

—¡Oh, no, nada tan glamoroso! Sólo soy un funcionario público que pretende pasar unas pacíficas vacaciones lejos de su despacho.

—¿Entonces a qué viene eso de que soy un agente de policía?

—Por instinto. Usted se comporta como un policía. ¿Tendría la amabilidad de explicarme qué está haciendo realmente en esta isla?

—¿Y a cuento de qué debería hacerlo?

—Porque —insinuó McCready en tono afable— ha llegado precisamente antes de que el gobernador fuera asesinado. Y por esto también. —Y mostró a Favaro un pliego de papel. Era una hoja de papel encabezada por el membrete oficial del ministerio de Asuntos Exteriores británico. En ella se anunciaba que el Mr. Frank Dillon era un alto empleado de ese ministerio y se rogaba «a quien concerniera» que le prestase la mayor ayuda posible. Favaro le devolvió el documento y reflexionó sobre el asunto. A fin de cuentas, el teniente Broderick le había dejado claro que tendría que arreglárselas solo cuando pisara territorio británico, así que también podía decidir por su cuenta.

—Oficialmente me encuentro de vacaciones. No, no sé pescar. Extraoficialmente estoy tratando de averiguar por qué fue asesinado mi compañero la semana pasada y quién lo hizo.

—Hábleme de eso —le rogó McCready—. A lo mejor puedo ayudarle.

Favaro le contó cómo había muerto Julio Gómez. El caballero inglés masticaba su pescado crudo y escuchaba.

—Estoy convencido de que ha tenido que ver a un hombre en esta isla, y que él también fue visto. Un hombre a! que solíamos conocer en Metro-Dade como Francisco Méndez, alias
el Escorpión
.

Hacía unos ocho años que, en el sur de Florida, había estallado lo que se dio en llamar la «guerra de los corrales», sobre todo en el área metropolitana de Metro-Dade. Antes de aquello, los colombianos habían estado introduciendo cocaína en la región, pero la distribución había corrido a cargo de bandas de cubanos. Después, los colombianos llegaron a la conclusión de que les convenía prescindir de los intermediarios cubanos y vender ellos directamente a los consumidores. Entonces comenzaron a introducirse en el territorio de los cubanos, en su «corral». Los cubanos respondieron a esa intromisión, y la guerra de los corrales estalló. Desde aquello no habían cesado de producirse los asesinatos.

En el verano de 1984, un motorista vestido con ropas de cuero rojo y blanco, que conducía una «Kawasaki», se detuvo delante de una tienda de licores situada en pleno centro de Dadeland Malí, sacó una pistola ametralladora «Uzi» de una bolsa y la descargó a sangre fría, lanzando ráfaga tras ráfaga, dentro de la tienda llena de gente. Tres personas murieron y otras catorce resultaron heridas.

En condiciones normales, el motorista hubiera desaparecido sin más, pero a unos doscientos metros de distancia se encontraba un joven policía de tráfico motorizado, que estaba poniendo una multa por mal estacionamiento. Cuando el asesino tiró su descargada «Uzi» y se dio a la fuga, el policía se lanzó en su persecución y comunicó por radio la descripción del sospechoso y la dirección que había tomado. A mitad de camino de North Kendall, el conductor de la «Kawasaki» aminoró la marcha, se sacó del bolsillo interior de su cazadora una pistola «Sig Sauer» automática de nueve milímetros, apuntó y disparó contra el policía que le perseguía, alcanzándole de lleno en el pecho. Cuando el joven cayó al suelo, el asesino se alejó a toda velocidad, según explicó luego una viuda, que ofreció también una descripción muy exacta de la moto y de las ropas de cuero de su conductor. El casco, sin embargo, le ocultaba el rostro.

Aunque el hospital baptista se encontraba sólo a cuatro manzanas de distancia, y pese a que el policía fue conducido allí de inmediato y sometido a cuidados intensivos, el joven agente murió antes de la mañana siguiente. Tenía veintitrés años y dejaba viuda y una hijita de unos meses.

La llamada que había hecho por radio había alertado a dos coches de la Policía que se encontraban en las inmediaciones. Ya en la carretera, a unos dos kilómetros de distancia, uno de los coches patrulla divisó al motorista en fuga, lo adelantó y se le cruzó por delante hasta obligarlo a caer. Antes de que el hombre pudiera levantarse, tenía puestas las esposas.

Por su aspecto, parecía hispanoamericano. Gómez y Favaro fueron los encargados del caso. Durante cuatro días con sus noches estuvieron frente al asesino, tratando de sacarle aunque sólo fuese una palabra. Pero el hombre no dijo nada, nada en absoluto, ni en español, ni en inglés. No había rastro de pólvora en sus manos, ya que había llevado guantes. Pero los guantes habían desaparecido, y, pese a la intensa búsqueda emprendida en la zona por la Policía, jamás fueron encontrados. Los agentes supusieron que el asesino los había tirado dentro de la parte trasera de un descapotable que encontró a su paso. Los llamamientos a la población dieron como fruto la recuperación de la pistola «Sig Sauer», encontrada en el jardín de una de las casas de los alrededores. Era el arma que había sido utilizada para matar al policía, pero no había huellas dactilares en ella.

Gómez estaba convencido de que el asesino tenía que ser colombiano, ya que la tienda de licores pertenecía a unos cubanos que la utilizaban como centro de distribución de cocaína. Después de cuatro días de interrogatorios, él y Favaro pusieron al sospechoso el alias del
Escorpión
.

Al quinto día, un distinguido abogado, conocido por los elevadísimos honorarios que cobraba, se presentó en la Comisaría. Mostró un pasaporte mexicano, expedido a nombre de Francisco Méndez. Era nuevo y válido, pero no tenía el sello de entrada en Estados Unidos. El abogado reconoció que su cliente podía ser un inmigrante ilegal y solicitó su libertad bajo fianza. La Policía se opuso.

Cuando se presentó ante el juez, un notorio liberal, el abogado protestó contra la actuación de la Policía, alegando que sólo habían detenido a
un
hombre que vestía ropas de cuero rojo y blanco y que conducía una «Kawasaki», pero no
al
hombre que había conducido una «Kawasaki» y dado muerte al policía de tráfico y a las otras tres personas.

—Ese cretino de juez le otorgó la libertad bajo fianza —explicó Favaro—. Medio millón de dólares. En menos de veinticuatro horas,
el Escorpión
había desaparecido. El fiador había entregado el medio millón con una sonrisa. Para él, aquello era una bagatela.

—¿Y usted piensa…? —inquirió McCready.

—Aquel tipo no era sólo un vulgar asesino; sino uno de sus mejores pistoleros profesionales; de lo contrario, no se hubieran tomado tal cantidad de molestias ni hubiesen perdido tanto dinero para lograr su libertad. Tengo el convencimiento de que Julio lo vio en esta isla, y hasta es posible que descubriera dónde vive. Mi compañero estaría tratando de volver a Miami para solicitar de nuestro Gobierno que presentase un recurso de extradición.

—Que nosotros hubiéramos otorgado —dijo McCready—. Me parece que deberíamos de informar al hombre de Scotland Yard. Después de todo, el gobernador fue asesinado cuatro días después. Incluso en el supuesto de que ambos casos resulten no estar relacionados entre sí, hay suficientes sospechas como para registrar toda la isla en busca de ese sujeto. No es un lugar muy grande, que digamos.

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