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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (77 page)

BOOK: El manipulador
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—Por cierto, señorita —dijo McCready—, da la casualidad que pienso irme de esta isla a las cuatro de la tarde. Así que tengo encargado mi avión de Miami. Me agradaría mucho poder ofrecerle un asiento.

—¿Pero quién demonios es usted? —preguntó la periodista.

—Sólo un turista de vacaciones. Pero conozco las islas. Y a los isleños. Confíe en mí.

«No me queda más remedio —pensó Sabrina—. Si lo que dice es verdad, resulta demasiado bueno para desperdiciarlo.» Se volvió entonces al cámara para indicarle lo que necesitaba. El gran lente de la cámara de televisión se dirigió hacia la multitud, deteniéndose allí, allí y allí. Mr. Brown, que estaba recostado contra la camioneta, advirtió que la cámara le enfocaba y se metió en el vehículo. También eso lo captó la cámara.

El inspector jefe Jones dio su informe a Desmond Hannah a la hora de la comida. Había revisado las listas del aeropuerto y comprobado los pasaportes de las personas que habían llegado de visita a la isla durante los últimos tres meses. No aparecía ninguno extendido a nombre de Francisco Méndez, ni que correspondiese tampoco a la descripción de un hispanoamericano. Hannah suspiró.

Si el difunto estadounidense Julio Gómez no se había equivocado, y cabía la posibilidad de que eso hubiese ocurrido, el furtivo Méndez podría haber abandonado la isla por muy diversos caminos. El carguero que llegaba cada semana transportaba a veces pasajeros de «las otras islas», y el control oficial en el puerto era bastante esporádico. Por la isla pasaban muchos yates que atracaban en bahías y ensenadas, tanto a todo lo largo de la costa de Sunshine como de las otras islas; pasajeros y tripulantes se divertían nadando en las cristalinas aguas entre los arrecifes de coral hasta que largaban velas para dirigirse a otros lugares. Cualquiera podía introducirse con facilidad en la isla, o salir de ella, sin que las autoridades lo advirtieran. Hannah sospechaba que ese tal Méndez, al ser visto y haberse dado cuenta de ello, se habría dado a la fuga. Si es que había estado alguna vez en esa isla.

Llamó por teléfono a Nassau, pero el doctor West le comunicó que no podría empezar con la autopsia hasta las cuatro de la tarde, cuando el cuerpo del gobernador hubiera recobrado su consistencia normal.

—¡Llámeme tan pronto haya extraído la bala! —insistió Hannah.

A las dos de la tarde, los representantes de los medios de comunicación, que cada vez estaban más disgustados, se reunieron en la plaza del Parlamento. Desde el punto de vista de lo que se suponía que debería ser una buena noticia sensacionalista, el mitin de la mañana había resultado un auténtico fracaso.

El discurso había consistido en las habituales necedades sobre la necesidad de nacionalizarlo todo, ese tipo de paparruchas que los británicos habían descartado hacía décadas. Los futuros votantes se habían mostrados apáticos. Como noticia de interés mundial, todo el material rodado no servía más que para tirarlo a la papelera. Si Hannah no detenía a nadie lo antes posible, ya podrían ir haciendo las maletas y regresar a casa; todos pensaban lo mismo.

A las dos y diez, Marcus Jonhson se presentó en su alargado descapotable blanco. Llevaba un traje tropical azul claro y una camisa playera de cuello abierto y cuando subió a la plataforma de la camioneta que le serviría de pulpito, mucho más refinado que Mr. Livingstone, disponía de un micrófono con dos altavoces que colgaban de sendas palmeras.

Cuando comenzó a hablar, McCready se aproximó a Sean Whittaker, el corresponsal que cubría por cuenta propia toda la zona del Caribe desde su base en Kingston, Jamaica, y que colaboraba con el
Sunday Express
de Londres.

—¿Aburrido? —le preguntó McCready en voz baja.

Whittaker le dirigió una sonrisa.

—Hastiado —asintió—. Creo que me iré de aquí mañana mismo.

Whittaker era un corresponsal que redactaba sus propias historias y tomaba también sus propias fotos. Del cuello le colgaba una «Yashica» con teleobjetivo.

—¿Le gustaría informarse de algo que hará morir de rabia a todos sus rivales? —preguntó McCready.

Whittaker se volvió y enarcó una ceja.

—¿Qué sabe usted que todos ignoren?

—Ya que el discurso es tan aburrido, ¿por qué no me acompaña y se entera?

Los dos hombres cruzaron la plaza, entraron en el hotel y subieron a la habitación de McCready en el primer piso. Desde el balcón se abarcaba toda la plaza a sus pies.

—Fíjese en los guardianes, esos tipos con camisas playeras de colorines y gafas de sol oscuras —dijo McCready—. ¿Podría usted fotografiarles desde aquí?

—Por supuesto —contestó Whittaker—. ¿Pero por qué?

—Hágalo y se lo contaré.

Whittaker se encogió de hombros. Era perro viejo; siempre había conseguido sus noticias de las fuentes más inverosímiles. Algunas servían de algo, otras, no. Enfocó su teleobjetivo y gastó dos carretes de película en color y dos en blanco y negro. McCready le rogó que bajase con él al bar, le pidió una cerveza y estuvo hablándole durante una media hora. Whittaker emitió un silbido de asombro.

—¿Es cierto lo que me cuenta? —preguntó.

—Sí.

—¿Puede probarlo?

Para colocar esa clase de historia necesitaría algunas pruebas fehacientes o, de lo contrario, Robin Esser, su jefe de redacción en Londres, no se la aceptaría.

—Aquí, no —contestó McCready—, las pruebas están en Kingston. Puede regresar esta misma noche, terminar su historia mañana por la mañana y haberla enviado ya antes de las cuatro de la tarde. Las nueve en Londres. Justo a tiempo.

Whittaker sacudió la cabeza con aire de resignación.

—Demasiado tarde. El último vuelo de Miami a Kingston es a las siete y media. Tendría que estar en Miami a las seis. Pasando por Nassau. Jamás lo lograré.

—Por cierto, quisiera decirle una cosa; tengo un avión alquilado que saldrá para Miami a las cuatro, dentro de setenta minutos. Me siento feliz de poder ofrecerle un asiento.

Whittaker se puso de pie para subir a su habitación a hacer las maletas.

—¿Quién demonios
es
usted, Mr. Dillon? —preguntó al despedirse.

—¡Oh!, sólo una persona que conoce estas islas, y esta parte del mundo. Casi tan bien como usted.

—¡Mucho mejor! —rezongó Whittaker, mientras se alejaba.

A las cuatro de la tarde, Sabrina Tennant llegaba a la pista de aterrizaje, en compañía del cámara. McCready y Whittaker se encontraban ya allí. El avión de alquiler procedente de Miami aterrizó con un retraso de diez minutos. Cuando el aparato estaba a punto de despegar, McCready explicó:

—Lo siento mucho, pero no puedo ir con ustedes. En el último minuto he recibido una llamada telefónica en el hotel. Es una lástima, pero el hecho es que el avión está pagado ya. No me rembolsarán el importe. Demasiado tarde. Así que acepten mi invitación. ¡Adiós y buena suerte!

Durante todo el trayecto, Whittaker y Sabrina Tennant se miraron con suspicacia. Ninguno de los dos mencionó al otro lo que se traía entre manos o a dónde se dirigía. En Miami, el pequeño equipo de la televisión se dirigió al centro de la ciudad; Whittaker hizo trasbordo, y tomó el último avión del día para Kingston.

McCready, que ya había regresado a su habitación en el «Hotel Quarter Deck», sacó el teléfono portátil del maletín, lo programó para que operase a nivel de alta seguridad y realizó una serie de llamadas. Una fue a la Alta Comisión Británica en Kingston, donde habló con un compañero de profesión, el cual le prometió hacer uso de sus contactos para asegurarse de que tuvieran lugar las entrevistas apropiadas para el caso. Otra, al cuartel general de la American Drug Enforcement Administration, la DEA, en Miami, donde pudo ponerse en contacto con un viejo amigo, ya que el tráfico internacional de narcóticos estaba ahora ligado al terrorismo internacional. Su tercera llamada fue para el jefe de la delegación de la CÍA en Miami. Una vez que hubo finalizado McCready tuvo buenas razones para confiar en que sus nuevos amigos de los medios de comunicación se encontrarían con todo tipo de facilidades para llevar a cabo sus investigaciones.

Justo cuando estaban a punto de dar las seis de la tarde, el círculo anaranjado del sol se escondió por Occidente, detrás de las Dry Tortugas, y las tinieblas, como ocurre siempre en los trópicos, se extendieron con increíble rapidez. El verdadero ocaso no dura más de quince minutos. A las seis en punto, el doctor West llamaba por teléfono desde Nassau. Desmond Hannah atendió la llamada en el despacho privado del gobernador, donde Bannister había instalado la línea de seguridad con la Alta Comisión, al otro lado de las aguas.

—¿Ya ha conseguido la bala? —preguntó Hannah, malhumorado.

Sin respaldo forense, sus pesquisas habían llegado a un punto muerto. Tenía a varios posibles sospechosos, pero ningún testigo ocular, nadie que fuese claramente culpable, ninguna confesión.

—No hay bala —dijo la distante voz que le llegaba desde Nassau.

—¿Cómo?

—Le atravesó de parte a parte, limpiamente —aclaró el especialista en patología forense.

Hacía media hora que había terminado su trabajo en el depósito judicial de cadáveres y se había ido directamente a las dependencias de la Alta Comisión para hacer la llamada.

—¿Quiere que se lo explique con la jerga médica o le basta con el lenguaje común y corriente? —le preguntó el médico.

—El lenguaje común será más que suficiente —respondió Hannah—. ¿Qué ha ocurrido?

—Fue herido por una única bala. El proyectil le penetró en el cuerpo entre la segunda y tercera costilla del lado derecho, se abrió camino por músculos y tejidos, perforó el ventrículo superior izquierdo del corazón, lo que le causó la muerte instantánea, y salió por la espalda, entre las costillas. La buena noticia es que no rozó hueso alguno en su paso a través del cuerpo. Una verdadera casualidad, pero así sucedió. Si puede encontrarla, la bala debe de conservarse intacta, sin ningún tipo de deformación.

—¿No hubo desviación al chocar con algún hueso?

—Ninguna.

—¡Pero eso es imposible! —protestó Hannah—. El hombre se encontraba de espaldas al muro. Hemos revisado ese muro centímetro a centímetro. No hay ninguna marca de bala, con excepción de la hendidura, visiblemente clara, que produjo el impacto de la otra bala, la que le atravesó la manga. Hemos registrado el sendero de grava que corre paralelo al muro. Lo hemos excavado, removido a fondo. No hay más que una bala, esa otra bala, completamente destrozada por el impacto.

—Bien, pero la bala salió intacta del cuerpo —insistió el médico—. La bala que le mató, quiero decir. Alguien tiene que haberla robado.

—¿Cabe la posibilidad de que experimentara una considerable disminución de su velocidad en el momento de caer al jardín, en el espacio comprendido entre el gobernador y el muro? —preguntó Hannah.

—¿A qué distancia se hallaba el hombre del muro?

—A no más de cinco metros —contestó Hannah.

—Pues bien, aunque éste no es mi campo —dijo el patólogo forense—, ya que mi especialidad no es la balística, estoy convencido de que el arma utilizada fue una pistola de gran calibre, disparada a una distancia de más de un metro y medio del pecho, no hay restos de pólvora en la camisa, y probablemente a una distancia no mayor de seis metros. La herida es pulcra y limpia, el proyectil ha tenido que atravesar el cuerpo a gran velocidad. En su paso a través de músculos y tejido ha tenido que reducir su velocidad; pero, de todos modos, recorrería unos cinco metros antes de caer al suelo. Ha tenido que estrellarse contra el muro.

—¡Pues no lo hizo! —protestó Hannah—. A menos que alguien la haya robado, claro está. En cuyo caso, ese alguien ha tenido que salir de la casa misma. ¿Hay algo más?

—No gran cosa. El hombre se encontraba de pie cuando le dispararon y estaba de frente a su asesino. No se volvió ni le dio la espalda.

«O bien era una persona muy valiente —reflexionó Hannah— o, lo que es mucho más probable, no podía dar crédito a lo que estaba viendo en ese momento.»

—Un último detalle —dijo el médico—. La bala siguió una trayectoria ascendente. El asesino tuvo que agacharse o ponerse de rodillas. Si las distancias son correctas, el arma fue disparada a unos setenta centímetros del suelo.

«¡Maldita sea! —se dijo Hannah—. Tuvo que pasar limpiamente por encima del muro. O quizá fue a chocar contra la casa, pero a una altura mucho mayor, cerca del canalón del tejado. Por la mañana, Parker tendrá que comenzar de nuevo todo el trabajo. Pero esta vez subiéndose a una escalera.» Hannah dio las gracias al médico y colgó el teléfono. El informe completo por escrito no le llegaría hasta el día siguiente, en el avión de vuelo regular.

Parker había perdido su equipo forense, integrado por los cuatro funcionarios de las Bahamas, así que tuvo que ponerse a trabajar solo. Jefferson, el mayordomo, secundado por el jardinero, sujetaba la escalera, mientras que el desventurado Parker miraba por la pared de la casa situada encima del jardín, en busca de la segunda bala. Llegó hasta la altura de los canalones, pero no encontró nada.

Hannah estaba tomando el desayuno que Jefferson le había servido en la sala de estar. Lady Moberley no hacía más que dar vueltas de un lado a otro, arreglaba las flores, sonreía vagamente y comenzaba de nuevo a dar vueltas sin ton ni son. Daba la impresión de encontrarse alegremente despreocupada, sin que pareciera importarle mucho lo que le ocurriera al cadáver de su difunto esposo, o lo que hubiese quedado de él, sin interesarse por saber si lo traerían de vuelta a Sunshine para enterrarlo en la isla o se lo llevarían a Inglaterra. Hannah tenía la impresión de que no había nadie a quien pareciese importar gran cosa la suerte de Sir Marston Moberley, empezando por su propia esposa. De repente se dio cuenta de por qué la mujer parecía tan alegremente despreocupada. De la bandeja de plata en la que se servían las bebidas faltaba la botella de vodka. Lady Moberley era feliz por primera vez desde hacía muchos años.

Pero Desmond Hannah, no. Estaba intrigado. Cuanto más inútil resultaba la búsqueda de la bala perdida, tanto más le parecía que su instinto no le había engañado. Se trataba de un asunto casero; el candado forzado en la puerta de hierro no era más que una estratagema. Alguien tuvo que bajar por las escaleras, saliendo del cuarto de estar en el que ahora se encontraba, y acercarse al gobernador, el cual, al advertir el arma, se puso de pie. Después de haber disparado, el asesino encontró una de las balas en la grava y la recogió. Entonces, renunciando a buscar la otra bala en la oscuridad, corrió hacia la casa para esconder la pistola antes de que alguien fuese a molestar.

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