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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (78 page)

BOOK: El manipulador
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Hannah terminó su desayuno, salió a la terraza y contempló a Peter Parker encaramado en lo alto de la escalera, a poca distancia del tejado.

—¿Ha habido suerte? —preguntó.

—Ni la más remota —le gritó Parker desde arriba.

Hannah se dirigió al muro del jardín y se detuvo de espaldas a la puerta de hierro. La tarde anterior, subido a un caballete, había estado contemplando por encima de la puerta el camino que pasaba por detrás. Entre las cinco y las seis, el sendero había sido constantemente transitado. Lo usaban las personas que querían tomar un atajo para ir de Port Plaisance a Shantytown; los pequeños campesinos que volvían de la ciudad a sus cabañas repartidas por la arboleda también lo utilizaban. En menos de una hora habrían pasado por allí, en una u otra dirección, unas treinta personas. En ningún momento el sendero se quedó completamente solitario; incluso, en una ocasión, vio a siete personas que pasaban por él, de ida o de vuelta. Era imposible que el asesino hubiera utilizado ese camino sin ser visto. ¿Y a cuento de qué la tarde del martes debía de haber sido diferente a las demás tardes? Alguien tenía que haber advertido algo.

Pero lo cierto era que nadie se había presentado en respuesta al llamamiento hecho a través de los carteles. ¿Qué isleño renunciaría a mil dólares estadounidenses? Se trataba de una fortuna. Así que… el asesino tenía que haber salido de la casa, tal como él había sospechado desde un principio.

La puerta de entrada al palacio de la gobernación, una verja de hierro labrado, se encontraba cerrada aquella tarde, cuando se perpetraba el crimen. La puerta se cerraba sola desde dentro. Jefferson hubiera acudido de inmediato si alguien hubiese tocado el timbre. Pero nadie pudo haber pasado tranquilamente por aquella puerta, cruzar luego el patio de grava, a continuación el vestíbulo, pasar por el salón de estar y bajar por las escaleras hasta llegar al jardín. No podía haber sido ningún intruso casual, la puerta de entrada le hubiera cortado el paso. Las ventanas de la planta baja estaban protegidas por enrejados de estilo español. No había otro camino para llegar al jardín. A menos que un atleta hubiera saltado por encima de la valla del jardín y hubiese caído al césped… ¡Todo era posible!

No obstante, ¿cómo demonios salió después? ¿Cruzando toda la casa? Una excelente oportunidad de ser visto. ¿Saltando el muro de nuevo? Lo habían inspeccionado palmo a palmo buscando huellas de alguien que hubiera escalado la valla, sin resultado alguno. Y además, estaban los vidrios empotrados en el borde superior, a todo lo largo del muro. ¿O a través de la puerta de hierro, previamente abierta? Otra excelente oportunidad de ser visto. No, todo parecía indicar que se trataba de un asunto casero. Osear, el chófer, había atestiguado a favor de Lady Moberley, al asegurar que ésta se encontraba en la clínica infantil. Eso dejaba al viejo Jefferson, a ese desgarbado inocentón, como sospechoso. ¿O al joven Haverstock, del Regimiento de Dragones de la Reina?

¿Se avecinaba un nuevo escándalo como el del caso Kenyan de antes de la guerra, o como el del asesinato de Sir Harry Oakes? ¿Era un caso en el que había un único asesino, o estarían todos implicados en el crimen? ¿Cuál sería el motivo? ¿Odio, codicia, lujuria, sed de venganza, terrorismo político o el miedo ante la amenaza de que otro arruinase su carrera? ¿Y qué pintaba en todo eso el difunto Gómez? ¿Habría visto realmente a ese asesino a sueldo sudamericano en Sunshine? Y de ser así, ¿por qué demonios se había tomado Méndez el trabajo de liquidarlo?

Hannah, que seguía de espaldas a la puerta de hierro, dio dos pasos hacia delante y se puso de rodillas. Demasiado alto aún. Se echó de bruces al suelo, sobre el estómago, y apoyó codos para levantar el torso, manteniendo los ojos a unos setenta centímetros de la hierba. Se quedó mirando hacia el punto imaginario en el que debería de haber estado Sir Marston, de pie, tras haberse levantado de la hamaca y dado un paso hacia delante. De repente, Hannah se levantó de un salto y salió corriendo hacia la casa.

—¡Parker baje de la escalera y venga aquí! —vociferó acaloradamente.

El pobre Parker casi se cae desde lo alto de la escalera, sobresaltado por los gritos del otro. Nunca había visto tan excitado al flemático Hannah. Descendió a la terraza y se precipitó por las escaleras hacía el jardín.

—¡Quédese ahí! —le ordenó Hannah, señalando un punto imaginario sobre el césped—. ¿Cuánto mide usted?

—Un metro sesenta y ocho, señor.

—No es suficiente. Vaya a la biblioteca y tráigase un par de libros. El gobernador medía uno ochenta y nueve. Jefferson, consígame una escoba.

Jefferson se encogió de hombros. Si ese policía blanco deseaba ponerse a barrer el patio, era asunto suyo. El mayordomo se fue por una escoba.

Hannah hizo que Parker se subiese sobre cuatro libros apilados en el lugar donde el gobernador había estado de pie. Arrastrándose por la hierba, y con la escoba empuñada como si fuese un rifle, apuntó al pecho de Parker. La escoba se elevaba formando un ángulo de veinte grados con respecto a la superficie del suelo.

—Dé un paso a un lado.

Parker hizo lo que el otro le pedía y se cayó desde su montículo de libros. Hannah se incorporó y se encaminó hacia las escaleras que conducían a la terraza, y cuyos peldaños iban subiendo por el muro de izquierda a derecha. Aún seguía colgada allí, en su repisa de hierro forjado, en el mismo lugar donde había estado tres días antes, y mucho más tiempo también. Era la caja de malla de alambre, llena de tierra negra, que contenía unos hermosos geranios. Las plantas estaban tan juntas y floridas, que sólo a duras penas se advertía la caja de alambre, en la que crecían. Cuando los del equipo forense estuvieron trabajando en aquel muro, pasaron por alto aquel conjunto de flores.

—Traiga aquí esa caja de geranios —ordenó Hannah al jardinero—. Y usted Parker, venga con el maletín de homicidios; y usted Jefferson, vaya a buscar una sábana.

El jardinero gimió de dolor cuando vio el fruto de su trabajo esparcido sobre la sábana. Una tras otra, Hannah fue arrancando las flores y limpiando de tierra las raíces de las plantas antes de ponerlas a un lado. Cuando ya no le quedaba nada más que la tierra en la sábana, la fue separando en terrones, que luego desmenuzaba con una espátula hasta deshacerlo por completo. Y, en efecto, allí estaba.

La bala no sólo había atravesado el cuerpo del gobernador, manteniéndose intacta, sino que se había hundido en la tierra sin siquiera rozar los alambres del enrejado. Se había introducido entre los hilos de alambre deteniéndose al fin entre la fértil tierra. Se encontraba en perfectas condiciones. Hannah la cogió con unas pinzas y la metió en una bolsita de plástico, que luego cerró e introdujo dentro de un frasco con tapa de rosca. Se meció entonces sobre sus tobillos y se levantó.

—Esta misma noche, querido amigo —dijo a Parker—, regresará a Londres. Con esto. Alan Mitchell tendrá que trabajar el domingo para mí. Ya tengo la bala. Pronto tendré el arma. Y luego cazaré al asesino.

Ya no había nada más que pudiera hacer de momento en el palacio de la gobernación. Mandó llamar a Osear para que le llevase en el «Jaguar» al hotel. Mientras esperaba la llegada del chófer, permaneció de pie frente a las ventanas del cuarto de estar, contemplando el paisaje que se extendía por encima de la valla del jardín, con las casuchas de Port Plaisance, las inclinadas palmeras y el reluciente mar al fondo. La isla dormitaba bajo el calor del mediodía. ¿Dormitaba o rumiaba?

—Esto no es ningún paraíso —murmuró—, en un maldito polvorín a punto de estallar.

CAPÍTULO V

En la ciudad de Kingston, Mr. Sean Whittaker había tenido un recibimiento harto notable esa mañana. Había llegado tarde a su ciudad yéndose directamente a su apartamento. Y a la mañana siguiente, poco después de las siete, había recibido la primera llamada. Por el acento, era la voz de un norteamericano.

—¡Muy buenos días, Mr. Whittaker! Espero no haberle despertado.

—No, no del todo. ¿Quién es usted?

—Me llamo Milton. Milton a secas. Tengo entendido que posee algunas fotografías que le interesaría mostrarme.

—Eso depende de a quién he de mostrárselas —replicó Whittaker.

Del otro extremo de la línea le llegaron unas risitas apagadas.

—¿Por qué no nos encontramos en alguna parte? —inquirió Whittaker.

Milton le dio cita en una plaza pública, y los dos se reunieron una hora después. El estadounidense no tenía el aspecto de ser, como era, director de la delegación extranjera en Kingston de la DEA. Por su aire informal, más bien parecía un joven académico salido de alguna Universidad.

—Discúlpeme por lo que voy a preguntarle —dijo Whittaker—, pero ¿podría darme usted fe de la legitimidad de todo esto?

—Tenga la amabilidad de acompañarme en mi coche —replicó el norteamericano.

Se dirigieron entonces a la Embajada de Estados Unidos. Milton no tenía las oficinas de su cuartel general en la Embajada, pero también allí era persona grata. El hombre mostró su documento de identidad a un marine que estaba tras un escritorio dentro del edificio, y que condujo a Whittaker a un despacho auxiliar que había en la Embajada.

—Está bien —dijo Whittaker—, usted es diplomático estadounidense.

Milton no se molestó en corregirle. Le dirigió una sonrisa y le pidió que le mostrase las fotografías. Aunque las examinó todas, sólo una de ellas llamó poderosamente su atención.

—Bien, bien —dijo—, ¿conque esto es lo que se está fraguando?

Milton abrió su valija diplomática y sacó un grupo de carpetas de entre las que cogió una. La fotografía que estaba pegada en la primera página del expediente había sido tomada hacía algunos años, con teleobjetivo y, según parecía, a través de la rendija de una cortina. Pero no había duda de que el hombre era el mismo que se veía en la fotografía reciente que estaba sobre el escritorio.

—¿Quiere saber quién es? —preguntó a Whittaker.

Era una pregunta innecesaria por demás. El reportero británico comparó las dos fotografías e hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Pues bien, comencemos por el principio —dijo Milton, que comenzó a leerle a continuación el contenido del expediente; no el texto completo, por supuesto, pero sí lo suficiente como para hacer que Whittaker empezara a tomar notas con furiosa febrilidad.

El hombre de la DEA se mostró concienzudo. Le ofreció amplios detalles acerca de la carrera comercial del hombre fotografiado, reuniones mantenidas, cuentas bancarias abiertas, operaciones realizadas, seudónimos utilizados, mercancías que habían pasado por sus manos y las ganancias que había blanqueado. Cuando Milton terminó su informe, Whittaker se retrepó contra el respaldo de la silla.

—¡Caramba! —exclamó—. ¿Podría referirme a usted como mi fuente de información?

—En su lugar, yo no daría como fuente a un tal Mr. Milton —contestó el estadounidense—. Refiérase a altos cargos dentro de la DEA…, lo que sería más que suficiente.

Milton acompañó a Whittaker hasta la entrada principal. Al despedirse de él en la escalera le hizo una última sugerencia:

—¿Por qué no se acerca con el resto de las fotografías a la Comisaría de Kingston? A lo mejor resulta que lo están esperando.

Cuando llegó al edificio de la Policía, Sean Whittaker, que no salía de su asombro, fue conducido de inmediato al despacho del comisario Foster, el cual se encontraba solo en su inmensa oficina con aire acondicionado, desde la que disfrutaba de una impresionante vista panorámica de toda la ciudad. Después de saludar a Whittaker, el comisario apretó un botón de su interfono y rogó al capitán Gray que acudiera a su despacho. El director de la Brigada de Investigación Criminal se reunió con ellos pocos minutos después. Llevaba consigo un montón de carpetas.

Los dos jamaicanos examinaron detenidamente las fotografías que Whittaker les enseñó de los ocho guardaespaldas vestidos con camisas playeras de brillantes colorines. Pese a las gruesas y oscuras gafas de sol que utilizaban para cubrirse los ojos, el capitán Gray no titubeó un momento. Abrió una serie de carpetas y se puso a identificar a los hombres uno tras otro. Whittaker tomaba nota de todo.

—¿Puedo referirme a ustedes como mi fuente de información, caballeros? —preguntó.

—Por supuesto que sí —respondió el comisario—. Todas estas personas tienen una larga carrera de crímenes a sus espaldas. Sobre tres de ellos pesa aquí orden de búsqueda y captura. Puede dar mi nombre si lo desea. No tenemos nada que ocultar. Ésta es una reunión de carácter oficial.

Para el mediodía, Whittaker tenía ya listo el reportaje. Utilizó los canales habituales para enviar a Londres sus fotografías y el texto de su historia, y después mantuvo una larga conferencia telefónica con el redactor jefe del servicio de noticias en Londres, el cual le aseguró que su material gozaría de una buena difusión al día siguiente. No le pusieron objeción alguna por el monto de sus honorarios, al menos por esa vez.

En Miami, Sabrina Tennant se había alojado en el «Hotel Sonesta Beach», donde había reservado habitaciones la noche anterior. La mañana del sábado, poco antes de las ocho, la llamaron por teléfono y le dieron una cita en un bloque de oficinas situado en el centro de Miami. Allí no se encontraba precisamente el cuartel de la CÍA, pero se trataba de un edificio franco.

La condujeron a un despacho, donde se encontró con un hombre que la acompañó hasta una sala de proyecciones en la que había algunos aparatos de televisión. Allí pasaron por pantalla tres de sus cintas de vídeo, que también contemplaron otros dos hombres, sentados en la semipenumbra, que habían omitido el presentarse y que no dijeron ni una palabra.

Después de la proyección de las cintas, Miss Tennant fue conducida de nuevo al primer despacho, donde le sirvieron café y la dejaron sola durante un buen rato. Cuando el agente al que había conocido primero volvió, éste le dijo que podía llamarle
Bill
, y le pidió que le mostrase las instantáneas que habían tomado en los muelles del mitin político celebrado el día anterior.

En los vídeos, el cámara no había concentrado su atención en los guardaespaldas de Horatio Livingstone, por lo que éstos aparecían como figuras periféricas. Pero en las instantáneas, los rostros de los hombres ocupaban todo el recuadro del negativo. Bill abrió una serie de carpetas y le mostró otras fotografías de los mismos hombres.

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