El manipulador (83 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

BOOK: El manipulador
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Al otro lado del muro, junto a la puerta, a la derecha, había una estrecha caseta con un cuadro de mandos y un teléfono en su interior. Tumbado en el suelo se encontraba un hombre que vestía una camisa playera de brillantes colorines; sus gruesas gafas de sol, hechas añicos, aparecían también en el suelo, junto a él. El hombre fue recogido y arrojado al fondo de la camioneta en la que iban los dos sargentos de policía. Newson y Sinclair se alejaron por el jardín y pronto desaparecieron entre los matorrales.

Marcus Johnson bajaba por la escalinata de baldosas de mármol que conducía a la terraza del pórtico cuando McCready salió a su encuentro. El hombre llevaba puesta una bata de seda.

—¿Podría preguntar qué diablos significa esto? —inquirió indignado.

—Por supuesto —replicó McCready—. Haga el favor de leer esto.

Johnson leyó el nombramiento y se lo devolvió.

—¿Y bien? ¿Acaso he cometido algún crimen? Allana mi domicilio… Londres se enterará de esto, Mr. Dillon. Lamentará su hazaña de esta mañana. Dispongo de abogados…

—¡Estupendo! —exclamó McCready—, pues va a necesitarlos. Y ahora, Mr. Johnson, quiero interrogar a su gente, a sus asesores electorales, a sus colaboradores. Uno de ellos ha tenido la amabilidad de acompañarnos hasta la puerta. ¡Traedlo, por favor!

Los dos sargentos de policía levantaron en vilo al portero, que habían estado sujetando entre los dos, y lo depositaron sobre un sofá.

—¡Los otros siete, si me hace el favor, Mr. Johnson, con sus respectivos pasaportes!

Johnson se encaminó hacia una mesita en la que había un teléfono de ónice y se llevó el auricular al oído. La línea estaba muerta. Colgó entonces el teléfono.

—Trataba de llamar a la Policía —dijo.

—Yo soy la Policía —dijo el inspector jefe Jones—. Tenga la amabilidad de hacer lo que el gobernador le pide.

Johnson se quedó reflexionando y luego llamó a alguien que debía de hallarse en el piso de arriba. Una cabeza apareció en lo alto de la escalera, por detrás de la barandilla. Johnson impartió una orden. Dos hombres que llevaban camisas de brillantes colores aparecieron por la terraza y se colocaron junto a su jefe. Cinco más bajaron desde las habitaciones de la primera planta. Se escucharon entonces varios gritos de mujeres alborotadas. Al parecer habían estado celebrando una francachela en la casa. El inspector jefe Jones fue acercándose a cada uno de los hombres para que le entregasen los pasaportes. El hombre que estaba en el sofá había sacado el suyo del bolsillo.

McCready examinó los pasaportes, uno por uno, sacudiendo la cabeza mientras los estudiaba.

—No son falsificados —dijo Johnson en tono sereno y seguro de sí mismo—, y como bien podrá apreciar, todos mis colaboradores han entrado legalmente en Sunshine. El hecho de que posean la nacionalidad jamaicana es irrelevante.

—No por completo —replicó McCready—, ya que todos se abstuvieron de declarar que tenían antecedentes criminales, lo que es contrario al apartado quinto de la sección cuarta, subsección B-1 de la Ley de Inmigración.

Johnson se le quedó mirando, perplejo, y lo cierto era que tenía razones para estarlo, acababa de inventarse todo el asunto.

De hecho —dijo McCready suave—, todos esos hombres son miembros de una organización criminal conocida como los Yard Birds.

Los
Yard birds
habían comenzado como bandas callejeras en los barrios bajos de Kingston, recibiendo su nombre de los patios traseros de las casas, donde se hacían los amos absolutos. Iniciaron su carrera exigiendo tributo a cambio de protección y se ganaron una bien merecida fama por su violencia malévola. Más tarde se convirtieron en proveedores de marihuana y del derivado de la cocaína conocido como
crack
, y, poco a poco, fueron adquiriendo relevancia internacional. De modo abreviado son conocidos también por los
Yardies
.

Uno de los jamaicanos se encontraba cerca de una pared contra la que alguien había dejado apoyado un bate de béisbol. Poco a poco fue deslizando una mano hacia el bate. El reverendo Drake advirtió el movimiento del brazo.

—¡Aleluya, hermano! —exclamó con voz serena, mientras le propinaba un golpe.

No le pegó más que una vez. Pero muy duro. Se enseñan muchas cosas en los seminarios baptistas, pero el golpe contundente como medio para convertir a los infieles no es precisamente una de ellas. Al jamaicano se le pusieron los ojos en blanco y cayó al suelo cuan largo era.

El incidente actuó como señal. Cuatro de los seis restantes
yardies
echaron mano a sus armas, que llevaban en fundas colgadas del cinto por debajo de las camisas playeras.

—¡Quietos! ¡Manos arriba!

Newson y Sinclair habían estado esperando hasta que se quedó vacía la primera planta, con excepción de las jóvenes, y a continuación entraron por las ventanas. Ahora se encontraban en el rellano superior de la escalera, con sus fusiles ametralladores apuntados hacia abajo. Las manos de los hombres de Johnson se inmovilizaron a mitad de camino hacia sus armas.

—No se atreverán a disparar —gruñó el candidato—. También les matarían a ustedes. Eddie Favaro se echó al suelo, rodó por las baldosas de mármol y se levantó de un salto, justo detrás de Marcus Johnson. Deslizó su mano izquierda hasta la garganta del hombre, se la apretó y le clavó en los riñones el cañón de su «Colt Cobra».

—Pudiera ser —le dijo—, pero tú serías el primero en morir.

—¡Las manos detrás de la nuca, si hacen el favor! —tronó McCready.

Johnson tragó saliva e hizo un gesto de resignación. Los seis
yardies
levantaron los brazos. Entonces les ordenaron colocarse de cara contra la pared, con las manos en alto. Los dos sargentos de la Policía les quitaron las armas.

—Supongo —gruñó Johnson irritado— que me tachará de
yard bird
, pero soy un ciudadano honorable de estas islas, un respetable hombre de negocios…

—No —replicó McCready—, falso. Usted es un traficante de cocaína. Así amasó su fortuna. Mediante la venta de narcóticos para el cártel de Medellín. Desde que se fue de estas islas, siendo un adolescente sumido en la miseria, pasó la mayor parte del tiempo en Colombia, o en compañía de gente de muy dudosa reputación, en Europa y Estados Unidos, dedicado al blanqueo del dinero proveniente de la cocaína. Y ahora, si tiene la amabilidad, me gustaría conocer a su director ejecutivo, al colombiano Méndez.

—Jamás he oído hablar de él. No conozco a ese hombre —replicó Johnson.

McCready sacó una fotografía y se la plantó delante de la nariz.

Los ojos de Johnson parpadearon, temblorosos.

—Éste es Mr. Méndez —le espetó McCready—, o como quiera que se llame ahora.

Johnson permaneció en silencio. McCready miró hacia arriba e hizo un gesto a Newson y a Sinclair. Los dos habían visto ya aquella foto. Los soldados desaparecieron del rellano de la escalera. Momentos después se oyeron en el piso de arriba dos detonaciones seguidas, producidas por un arma de fuego, y una serie de gritos de mujer.

Tres chicas, con aspecto de iberoamericanas, aparecieron en lo alto de la escalera y se precipitaron escalones abajo. McCready ordenó a dos de los agentes de Policía que se las llevasen al jardín y las custodiasen. Sinclair y Newson salieron a continuación al rellano, empujando por delante a un individuo de mala catadura. Era un hombre enjuto y de tez cetrina, con el cabello negro y lacio peinado hacia atrás. Los sargentos le dieron un empellón para que bajase por las escaleras, mientras ellos se quedaban arriba.

—Podría acusar a sus jamaicanos de una larga serie de delitos perpetrados en estas islas —dijo McCready, dirigiéndose a Johnson—, pero lo cierto es que ya he reservado nueve plazas en el vuelo de la tarde para Nassau. Me parece que la Policía de las Bahamas será más que feliz al tener el honor de proporcionarles escolta hasta el avión que parte para Kingston. En Kingston les estarán esperando. ¡Registrad la casa!

El resto de los policías locales procedió al registro de la mansión. Encontraron a dos prostitutas más escondidas debajo de una cama, amén de armas y una gran cantidad de dólares. Y en el dormitorio de Johnson, algunos gramos de un polvo blanco.

—Hay medio millón de dólares —susurró Johnson al oído de McCready cuando vio el maletín de diplomático que portaba uno de los policías—. Déjeme ir, y serán suyos.

McCready cogió el maletín y se lo entregó al reverendo Walter Drake.

—Reparta eso entre las instituciones de beneficencia de la isla —dijo McCready, entre los gestos de aprobación de Drake—. ¡Quemad la cocaína!

Uno de los policías cogió los paquetes y salió al jardín a preparar una hoguera.

—¡Vámonos! —ordenó McCready.

A las cuatro de la tarde, el avión de Nassau se encontraba en la pista de aterrizaje con los motores encendidos y las hélices girando. Los ocho
yardies
, todos debidamente esposados, fueron conducidos a bordo por dos sargentos de la Policía de las Bahamas que habían llegado a detenerlos. Marcus Johnson, con las manos esposadas a la espalda, estaba de pie en la pista, esperando el momento de subir a bordo del avión.

—Después de que Kingston le haya extraditado a Miami, usted podrá hacer llegar un mensaje a Mr. Ochoa, o a Mr. Escobar, o a quienquiera que sea la persona para la que usted trabaja —dijo McCready—. ¿No le parece?

»Dígale que el plan de apoderarse de las islas Barclay mediante un mandatario era una idea por demás brillante. La perspectiva de poseer aquí guardacostas propios, agentes de aduana y Policía de un Estado nuevo, de utilizar a capricho los pasaportes diplomáticos, de poder enviar a Estados Unidos lo que se les apeteciera en las valijas diplomáticas, de poder construir refinerías de droga y disponer de depósitos de almacenamiento en completa libertad, de fundar Bancos para el blanqueo de dinero con total impunidad…, dígale que todo eso era muy ingenioso. Al igual que los ingentes beneficios que darían para los peces gordos los casinos de juego, los burdeles, etcétera.

»De todos modos, si puede hacerle llegar un mensaje, dígale también de mi parte que la idea no le hubiese dado resultado. No en estas islas.

Cinco minutos después, la rechoncha caja del avión se levantaba por los aires, ladeaba un ala y ponía rumbo hacia las costas de Andros. McCready se encaminó hacia un «Cessna» de siete plazas que estaba estacionado detrás del hangar.

Los sargentos Newson y Sinclair ya estaban a bordo del aparato, acomodados en la última fila de asientos, con sus bolsas de
golosinas
escondidas detrás de sus piernas, dispuestos a regresar a Fort Bragg. Frente a ellos iba sentado Francisco Méndez, cuyo auténtico nombre colombiano se había convertido ahora en algo más concreto. Llevaba las muñecas esposadas al respaldo de su asiento. El hombre se inclinó hacia el hueco de la puerta y miró hacia abajo.

—No puede expulsarme —dijo en un inglés extraordinariamente correcto—. Puede detenerme y esperar a que Estados Unidos exija mi extradición. Eso es todo lo que puede hacer.

—Y lo que podría durar muchos meses —replicó McCready—. Fíjese, querido amigo, usted no ha sido detenido, simplemente se le expulsa de la isla. —McCready se volvió hacia Eddie Favaro y añadió—: Confío en que usted no tenga nada en contra de darle un puesto en el avión que le llevará a Miami. Podría ocurrir muy bien, claro está, que en el momento del aterrizaje reconociese súbitamente a ese individuo como a alguien buscado por la Policía de Metro-Dade. Si tal cosa ocurre, ya estará en las garras del
tío Sam
.

Se despidieron con un apretón de manos y el «Cessna» rodó hasta la pista de aterrizaje, dio la vuelta, se detuvo y se lanzó a toda marcha. Segundos después sobrevolaba el mar y ponía rumbo al Noroeste, en dirección a Florida.

McCready se dirigió a paso lento hacia el «Jaguar», donde le estaba esperando Osear. Ya era hora de volver al palacio de gobernación, cambiarse de ropa y colgar en el ropero del difunto gobernador su uniforme blanco.

Cuando McCready llegó al palacio, el superintendente jefe de detectives Hannah se encontraba en el despacho de Sir Marston Moberley, donde había recibido una llamada desde Londres. McCready se deslizó escaleras arriba y bajó al cabo del rato vistiendo su arrugado traje tropical. Hannah salió a toda prisa del despacho, llamando a gritos a Osear para que le tuviese preparado el «Jaguar».

Aquel lunes, Alan Mitchel había estado trabajando hasta las nueve de la noche antes de coger el teléfono y llamar a Sunshine, donde no eran más que las cuatro de la tarde. Hannah atendió la llamada con gran irritación. Se había pasado toda la tarde en el despacho, esperándole.

—Es francamente notable —dijo el especialista en balística—. Una de las balas más extraordinarias que he examinado en mi vida. Y en verdad que jamás había visto una bala parecida que haya sido utilizada para un asesinato.

—¿Y qué tiene de extraño esa bala? —inquirió Hannah.

—Pues bien, el plomo, para empezar por ahí. En fin, es extraordinariamente viejo. Con esa peculiar consistencia molecular, ese tipo de plomo dejó de producirse a comienzos de la década de los veinte. Lo mismo reza para la pólvora. Algunos pocos restos de la misma permanecían aún en el proyectil. Se trata de un compuesto químico que fue introducido en 1912 y que dejó de fabricarse a principios de 1920.

—¿Pero qué pasa con el arma? —insistió Hannah.

—Pues ése es el meollo de la cuestión —contestó el científico desde Londres—. El arma hace juego con la munición usada. El proyectil tiene una marca completamente inconfundible, como una firma autógrafa, como una huella dactilar. Es única. Tiene exactamente siete acanaladuras que giran en espiral en el sentido de las manecillas del reloj, producidas por el paso del proyectil al salir por el cañón del revólver. No hay ninguna otra arma de fuego que deje esas siete acanaladuras girando de esa forma. ¿No le parece asombroso?

—Maravilloso —replicó Hannah—. ¿Así que sólo un tipo de arma ha podido ser utilizada para efectuar esos disparos? Excelente. Y ahora, Alan, ¿qué tipo de arma es?

—¿Cómo dices? Pues la «Webley 4.55», claro está. No hay nada que se le parezca.

Hannah no era un experto en armas de fuego. A simple vista no hubiese distinguido una «Webley 4.55» de una «Colt 44 Magnum». Ni siquiera mirándolas de cerca, para decir la verdad.

—Todo eso está muy bien, Alan, pero ahora dime: ¿qué tiene la «Webley 4.55» que sea tan especial?

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