El menor espectáculo del mundo (14 page)

BOOK: El menor espectáculo del mundo
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Una vez arriba, emprendí mi peregrinación por la casa, evitando la cocina, no fueran a exigirme que les relatara lo sucedido en el inhóspito subsuelo. Mientras deambulaba de un lado a otro, me descubrí preguntándome si mi suegro habría tenido algo que ver en la súbita desaparición de Alfredo, el antiguo novio de mi mujer, que había decidido abandonar el barco un par de semanas antes de la boda, convirtiendo las razones de su deserción en una adivinanza que Eva nunca había logrado resolver. No me imaginaba a Jacobo llevando a cabo ningún proyecto de intimidación. Era más lógico pensar que el tal Alfredo había huido tras constatar que, mientras su huraño suegro siguiese con vida, la convivencia con su futura familia no iba a resultar excesivamente armoniosa. Sea como fuere, yo no pensaba remover el pasado, y mucho menos tirar la toalla como había hecho mi antecesor en el cargo. Además, estaba Angelines, que aunque me dispensaba el mismo trato empalagoso que a un niño retrasado o a un perro desvalido, al menos no parecía contemplarme como un ser demoníaco que pretendía ingresar en la familia con algún oscuro propósito.

Mi ruta desembocó en el salón, donde encontré la mesa del comedor engalanada con el consabido mantel de lino blanco, sobre el que ya habían sido distribuidos, con la armonía de un jardín zen, los platos y los cubiertos. Calculé que dentro de aproximadamente veinte minutos mi suegra y mi mujer empezarían a servir la comida, y decidí entretener la espera examinando por enésima vez la magra biblioteca de mis suegros, compuesta, como la de la mayoría de las personas que no poseen el hábito de la lectura, por un batiburrillo de libros diversos, regalados o adquiridos aprovechando las ofertas del club del libro. Más de una vez había tomado uno de aquellos volúmenes, para simular ojearlo con atención cuando alguna de las mujeres irrumpiera en el salón con algún plato. Esa mañana, a pesar de que lo único que me apetecía era sentarme en un sillón y limitarme a observar el trajín femenino con indiferencia, casi con desdén, como quien se encuentra por encima del bien, del mal y de los almuerzos familiares, también me apresuré a escoger un libro de la estantería en cuanto me pareció oír ruido en el pasillo. Tomé el libro que tenía más a mano, una vieja edición de
Ana Karenina
, la obra magna de Tolstoi, un ejemplar terriblemente castigado, marchito como sólo puede estarlo una flor, que siempre había repudiado por considerarlo fuente de peligrosos contagios. Venciendo el asco, lo abrí al azar por una de sus páginas, al tiempo que permanecía atento a cualquier sonido proveniente del pasillo. Fue entonces cuando descubrí la carta.

La contemplé lleno de desconcierto. Era un papel amarillento, doblado en cuatro, y surcado por una caligrafía impecable, que hacía pensar en la copia de un borrador previo. El encabezamiento me saltó a los ojos: «Cielo mío, te escribo con la intención de robarte el corazón». El pulso se me aceleró al comprender que estaba ante una carta de amor. Una carta de amor que alguien había olvidado o escondido allí por algún motivo. Uno no debe leer la correspondencia ajena, pero la curiosidad siempre vence cualquier atisbo de moral, especialmente tras un comienzo tan prometedor. La desdoblé sin dejar de vigilar el pasillo, temiendo que se me desmigara entre los dedos, demostrando que sólo era una ilusión destinada a aliviar mi aburrimiento. El autor de la misiva, quien quiera que fuese, proseguía en el mismo tono arrebatado: «Aprovecho que esta tarde voy a devolverte este maravilloso libro para esconder mi alma entre sus páginas. Quiero que sepas que durante todas estas noches, en las que nos hemos atrevido al fin a dar rienda suelta a nuestro deseo sin importarnos otra cosa que nuestro goce, he sido la persona más feliz de la tierra. Muchas veces, como si fuese parte del juego, nos susurrábamos palabras de amor, pero ahora empiezo a creer que, en el fondo, ninguno de los dos estaba jugando. Desde que te vi quise tenerte, y ahora que lo he conseguido no quiero tener a nadie más». Se refería entonces a los pormenores de sus lances amorosos: hablaba del sabor de la piel amada, de olores y gemidos, de besos y caricias que se grabarían para siempre en su memoria, pero lo hacía en el tono trágico de los amores imposibles, como si el dueño de aquellas palabras se sintiera abatido y al mismo tiempo envalentonado por el enorme sacrificio que la vida les exigía para que aquel amor pudiese tener continuidad. A medida que trastabillaba por los renglones de la carta iba sintiendo cómo el corazón se me encabritaba, en parte por la mezcla de emoción y embarazo que me producía descubrir los desaforados sentimientos de un extraño, y en parte por el temor de que alguna de las mujeres se presentara de golpe en el salón, sorprendiéndome en aquel acto impío. Abordé el párrafo final justo cuando oía unos tacones avanzando por el pasillo: «Pero no me basta con tenerte estas noches: quiero tenerte de por vida. ¿Qué nos importa el mundo, amor mío? ¿Qué nos importan los demás? Atrévete, amor, a permitir que este sentimiento crezca y nos inunde. Ven conmigo, huyamos lejos». Y acababa con una propuesta de fuga un tanto adolescente: «Te espero a medianoche en el lugar de nuestro primer beso. Por favor, no faltes. Yo te estaré esperando, para luchar por lo que quiero. Si no vienes, jamás volveré a tocarte».

Apenas tuve tiempo de esconder la carta en el libro y guardar este en la estantería antes de que mi suegra irrumpiera en el salón con la bandeja del cordero. Le di la bienvenida con una sonrisa idiota, consciente de que sólo tendría que reparar en el rubor de mis mejillas, el sudor que enjoyaba mi frente y el envaramiento de mi cuerpo para descubrir que algo extraño ocurría. Angelines, sin embargo, se limitó a devolverme la sonrisa, a colocar el cordero en la mesa y a avisar a su marido de que ya estaba la comida con un grito de soprano. Mi suegro surgió de las catacumbas sin prisas, resignado a compartir mesa con los mortales. Durante aquellas comidas, las mujeres eran quienes cargaban con el peso de la conversación. Angelines daba vueltas y vueltas a sus palabras como quien muele café, Eva trataba de hacerse oír alzando el tono de su voz hasta casi desgañitarse, Jacobo se parapetaba tras su invencible mutismo, contemplando con pesadumbre a aquellos seres irrelevantes que ignoraban qué clase de lija convenía a cada tipo de madera, y yo asentía mecánicamente a todo, como esos estúpidos perritos que antiguamente decoraban la luna trasera de los coches. De vez en cuando, mi suegra me lanzaba alguna pregunta, a modo de repentina estocada, y yo intentaba responderle lo mejor y más rápido posible, consciente de que disponía de un tiempo mínimo antes de que prosiguiera con su errabunda plática.

Pero esa mañana, turbado por la carta, yo sólo podía fingirme concentrado en el cordero. Evitaba levantar la mirada del plato, no fuera a encontrarme con la de mi suegra y ella pudiese leer en mis pupilas que acababa de descubrir su secreto. Al mismo tiempo, aprovechaba cualquier descuido para contemplar con atención a la destinataria de aquellas palabras exaltadas. Angelines siempre me hacía pensar en un puñado de joyas envueltas en un cucurucho de papel de estraza. Nunca me había parecido una mujer hermosa, ni ahora, a sus cincuenta y tantos años, con su ajado rostro absurdamente embarrado de maquillaje, ni tampoco en su juventud, en la que había sido una muchachita flaca y mortecina, según revelaban las fotografías distribuidas por la casa. Pero alguien había venerado a aquella mujer. Alguien había escrito que sus manos eran palomas ansiosas, que sus besos sabían a agua de lluvia, que sus caricias no las olvidaría nunca. Por increíble que pudiera resultarme, aquella mujer cargante, de modales exquisitamente vulgares, había desencadenado en un hombre una pasión estentórea. Lo había encendido por dentro. Lo había hecho rugir de deseo. Lo había hecho descubrir el amor auténtico, ese que algunos sólo conocemos por las novelas, ese por el que se dice que hay que abandonarlo todo. Sugestionado por las palabras del desconocido, no pude evitar encontrar en la mujer que tenía delante, masticando el cordero con glotonería, un punto de belleza que antes no había visto, como si Angelines fuese uno de esos cuadros abstractos que sólo se nos antojan sublimes cuando su autor nos lo explica. Pero mi suegra no sólo se había vuelto súbitamente más bella, también se había sobredimensionado ante mis ojos. Se había hinchado de pasado, demostrándome que hasta las personas más insulsas pueden esconder en su interior un doble fondo. Angelines no siempre había sido una cincuentona que cada domingo sostenía en equilibrio una bandeja de cordero; antes de eso había tenido una vida, que al menos contaba con un episodio digno de haberse vivido. Pero ¿quién habría sido aquel amante alborozado?, me pregunté. Había oído relatar a Eva en numerosas ocasiones que mis suegros habían sido novios desde siempre, por lo que el autor de la carta debía de haber aparecido en escena cuando mi suegra ya estaba comprometida, o puede que incluso casada, de ahí el tono trágico e imperativo de la misiva. ¿Sería un amigo de ambos? Pero era evidente que Angelines nunca había acudido a aquella cita. Por algún motivo difícil de entender, mi suegra había preferido a Jacobo, aquel hombre sombrío, acólito del bricolaje. Me llevé un trozo de cordero a la boca y la miré abiertamente. ¿Vivía con el arrepentimiento de no haber elegido al otro? ¿Soñaba cada noche con las caricias de unas manos distintas? ¿O quizá la sustentaba el orgullo de haberse quedado junto a Jacobo? De pronto, reparar en que yo podía ser el único de los allí presentes que conocía la existencia de aquel amante me hizo sentir un ramalazo de poder. Tal vez algún día pudiese utilizar esa información en mi provecho, me dije, aunque ahora no lograse imaginar cómo. Me hubiese gustado poder cruzar en aquel instante una mirada de complicidad con mi suegra, pero ella continuaba absorta en su propia cháchara. Fue entonces cuando me asaltó una duda: ¿y si la carta no era para ella? Miré a mi suegro con espanto. Según recordaba, el autor jamás llamaba a su interlocutor por su nombre; los únicos calificativos que usaba eran «amor mío» y «cielo mío», y eso no ofrecía ninguna pista sobre el sexo de la persona amada. Tampoco las descripciones de su cuerpo eran tan vulgares como para desvelarlo. ¿Podía tratarse de una carta dirigida a Jacobo, cuyas manos eran palomas ansiosas por construirse su propio palomar?

Cuando nos levantamos de la mesa y nos dirigimos al saloncito para iniciar el tercer acto me asaltó, sin embargo, una duda aún mayor. El hecho de que la carta todavía continuara entre las páginas del libro podía parecer un olvido, pero también podía significar que la persona a la que iba dirigida desconocía su existencia. ¿Y si el autor se había limitado a entregarle el libro sin más, confiando en que el otro lo ojearía antes de guardarlo, tal vez para releer algunos de los pasajes que habrían comentado? Miré a mis suegros, sentados lejos el uno del otro, aguardando a que Eva terminara de servir el café. No podía haber dos personas más distintas. Me pregunté si no seguirían juntos porque uno de ellos ignoraba la existencia de una carta donde alguien le había propuesto cambiar de vida. De ser así, ¿qué se suponía que debía hacer yo? ¿Era mi deber ponerlos al corriente de mi descubrimiento? Contemplé la estantería, que se encontraba junto al televisor que mi suegro acababa de encender, y que se dedicaría a mirar con desgana hasta que le permitiesen volver a su taller. Entre libros deteriorados y figuritas de porcelana, el volumen de
Ana Karenina
resplandecía como si estuviese cubierto de pintura fosforescente. Calculé que podría alcanzarlo en un par de zancadas. Tomé un sorbo de café con exagerado ímpetu, como si se tratara de alguna pócima capaz de insuflarme el arrojo que necesitaba, y me levanté del sofá sin un propósito claro, pero impulsado por el convencimiento de que debía sacudir aquella escena que amenazaba con perpetuarse en el tiempo domingo a domingo, como un cromo repetido del que, poco a poco, respetando los turnos de la edad o puede que improvisando, iríamos desapareciendo todos, dejando en el sofá un dramático hueco de muela extirpada. Necesitaba averiguar a quién pertenecía la carta, certificar que al menos uno de mis suegros, con quien estaba condenado a comer una vez por semana, era una persona de mundo, sentimentalmente bregada. Me detuve ante la estantería y fingí leer los títulos de los libros, mientras los escuchaba conversar a mis espaldas. Noté el pulso tembloroso y la palma de la mano empapada de sudor cuando comencé a acariciar el lomo de los libros uno por uno —
El estudiante de Salamanca
y
El burlador de Sevilla
, los poemas de Lorca, la guía del museo Thyssen, un tratado de oncología—, aproximándome lentamente a mi objetivo. ¿Estarían mis suegros pendientes de mis movimientos? Para cuando mis dedos se detuvieron sobre el maltrecho volumen de Tolstoi, el corazón amenazaba con escapárseme por la boca. Extraje el libro con un movimiento excesivamente brusco, como si pretendiera robarlo, y me volví y mostré el libro a la platea como si todo formara parte de una misma coreografía. «Esta es una de mis novelas favoritas», anuncié.

Sobrevino entonces un silencio violento. Todos se volvieron a mirarme, sorprendidos más por el elevado tono de mi voz que por mi confesión. Mi suegro le dedicó al libro una mirada desganada, que hizo extensible brevemente a mi persona, antes de volver a la televisión. Angelines, por su parte, se limitó a contemplarlo como si no supiese qué era aquello que yo sostenía entre las manos. Reaccionó quien menos me esperaba. «¡Pero si es el libro de Ana Karenina!», exclamó Eva con entusiasmo juvenil, levantándose del sofá y acercándose hasta donde yo me encontraba, visiblemente confundido. Con un gesto reverente, lo tomó de mis manos y acarició su castigada cubierta como si se tratara de un gorrión despeñado de un nido. «También es mi novela favorita —dijo—, la leía todos los veranos, en el pueblo. ¿Te acuerdas, mamá? Hasta conseguí que mi primo Enrique la leyera». Angelines asintió, melancólica. ¿Enrique, el primo del pueblo?, me dije, lleno de desconcierto. Entonces, ¿era él quien había escrito la carta? Eva continuaba acariciando el libro, con una sonrisa beatífica en los labios. Sospeché que más que los pasajes de aquella novela estaba rememorando los encuentros sexuales con su primo, y no pude evitar evocar yo también al primo Queque, aquel hombretón medio calvo, de rostro sonrosado y risueño, dueño de una empresa de alimentos transgénicos, que siempre aparecía en las cenas de Navidad cargado de cestos rebosantes de hortalizas grotescas. Sus visitas tenían el efecto de un vendaval y, ahora que me paraba a pensarlo, invariablemente dejaban en Eva un aire de melancolía. ¿Acaso no se quedaba absorta cada vez que preparaba una ensalada, hipnotizada por aquellos tomates del tamaño de pedruscos y aquellos pimientos de punta retorcida que semejaban babuchas árabes? Y qué decir del trato que se profesaban. Más de una vez había sentido una punzada de celos al notar cómo ambos se demoraban en los abrazos, o al contemplar a Enrique acariciándole el cabello o masajeándole los hombros mientras veíamos la televisión, envueltos los dos en una confianza que sólo ahora comprendía de dónde venía. ¿Y no la había llamado alguna vez «Karenina», sonriendo misterioso ante el alzamiento de cejas familiar? «Pues llévatelo, si tanto te gusta», comentó inesperadamente Jacobo, sin dejar de mirar la pantalla. Eva pareció considerarlo por unos segundos. «No —dijo al fin—, ya no voy a leerlo más». Y lo colocó en la balda con un gesto ceremonioso que a mí se me antojó pleno de simbolismo.

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