El menor espectáculo del mundo (5 page)

BOOK: El menor espectáculo del mundo
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Tras un tiempo que me pareció interminable, la trémula claridad del amanecer fue desvelando un mundo benévolo y sumiso, hecho únicamente para contentarme. Como un dictador que aguarda en las sombras su momento de gloria, aceché durante un rato el parsimonioso despertar de la ciudad, deleitándome en el trajín de cancelas descorridas y bocinazos que me llegaba de la calle, en el pulso secreto y entrañable de un universo que dentro de un par de meses no podría negarme nada. Luego me afeité con minuciosidad, me peiné por primera vez con el cabello hacia atrás, aplastándolo sobre el cráneo al modo de los magnates, me calcé mi mejor traje y telefoneé a mi jefe para sugerirle dónde podía meterse ese ascenso prometido que nunca llegaba. Cuando calculé que La Verónica no tardaría en abrir, salí de casa y me dirigí hacia allí haciendo equilibrios con la muleta.

El bar volvía a mostrar ese aire entusiasta y arrojado, como de haber resurgido de las cenizas de la tarde anterior, al que ya empezaba a acostumbrarme. Pero nada más entrar detecté, entre sus efluvios habituales, un olor nuevo, fuerte y pujante, que llegaba hasta mí a través de la puerta entreabierta del retrete. No tardé en identificarlo: era lejía. Sentí un rapto de pánico ante la posibilidad de que en su interior se estuviese llevando a cabo una limpieza concienzuda, y me precipité hacia él trastabillando torpemente. Aparecí en el momento en el que un estropajo, rezumante de espuma y tinta, restregaba con brío las pintadas. Con un movimiento desesperado, agarré la muñeca de la mano que lo blandía, y antes de que pudiese entender lo que estaba sucediendo me encontré forcejeando por la posesión del mugriento estropajo con una mujer enorme. La pugna me hizo perder la muleta, que rodó entre los cubos y los productos de limpieza que entorpecían el suelo. A pesar de que el agresivo olor de la lejía me irritó inmediatamente los ojos, obligándome a entrecerrarlos, pude observar cómo el horror transfiguró el rostro de la mujerona cuando comencé a palparla con urgencia en busca de algún saliente en su descomunal geografía al que poder aferrarme para no caer. Pero antes de que pudiese lograrlo, su poderosa rodilla se incrustó súbitamente en mis ingles, arrancándome un bramido desgarrado. Aun así conseguí, mientras caía hacia fuera del retrete, asirme a uno de los tirantes de su mandil. La mujer, sin embargo, no pudo resistir el tirón y ambos nos derrumbamos, envueltos en el estrépito de campanario de los cubos, sobre el suelo de La Verónica. Y allí permanecimos un instante, atontados por el impacto, trenzados en una postura amatoria que cogió desprevenida a la parroquia.

Sólo cuando un par de clientes lograron vencer su estupor y ayudaron a la limpiadora a levantarse, quedé libre y pude abalanzarme sobre la puerta para comprobar con rabia que el jabón había vuelto ilegible el número anotado por mi tío. De poco más tuve tiempo antes de ser expulsado de La Verónica por la fuerza, mientras la mujerona me dedicaba todo tipo de insultos. Creo que nunca logró reponerse de la impresión que le causó lo que ella consideró un intento de violación por mi parte, ya que a partir de ese día no volvió por allí. Lo supe porque, a pesar de que el malentendido me había convertido en persona no grata en La Verónica, yo seguí acudiendo al cada vez más cochambroso retrete del bar para continuar mi charla con el tío Carlos, pertrechado, eso sí, con abrigo largo, gafas de moscardón y un variado surtido de barbas y pelucas.

Pero aunque ya podía prescindir de la muleta, mi cojera me delataba. Y nada más recibí las primeras miradas sospechosas, decidí prescindir del disfraz y de las sutilezas. Empecé a irrumpir como una exhalación en La Verónica, encerrándome en su retrete sin que nadie pudiera detenerme para, una vez me comunicaba con mi tío, volver a escapar corriendo. De esa manera, los parroquianos se acostumbraron a la exótica presencia de aquel cojo degenerado que, cuatro o cinco veces al día, les tomaba el retrete a la carrera y, durante aproximadamente veinte minutos, permanecía atrincherado en su interior ocupado en no se sabía qué perversión.

Creo que aquella fue la época más oscura de mi vida. Podía sentir cómo la cordura se me iba escurriendo en espiral por el desagüe del cerebro. Entre fantasmas e insomnios apenas lograba dormir, y cuando lo hacía era siempre para concluir en el callejón sin salida de la misma pesadilla: sobre un lecho de cáscaras de gambas, la limpiadora de La Verónica y yo nos soldábamos en una cópula grotesca y repugnante, mientras la parroquia nos jalonaba, rociándonos de lejía como se hace en las fiestas con el champán descorchado. De esas pesadillas emergía yo siempre sin resuello, con la mente revuelta y la estaca de una erección clavada entre los muslos.

Entretanto, insensible al lento pero inexorable derrumbe de mi razón, el tío Carlos continuaba empeñado en enterrarme bajo un alud de millones. Después de que la limpiadora malograse nuestros planes, había reflexionado y llegado a la conclusión de que quizá estábamos apuntando demasiado alto. Decidió entonces dosificarme la fortuna recurriendo al suero de las loterías de menor cuantía, y empezó a garabatearme sobre la puerta las combinaciones de las quinielas y las bonolotos próximas. El primer boleto lo rellené con una cierta ilusión, pero, una vez la escasez de aciertos reveló la incapacidad de mi tío para memorizar largas relaciones de números, comencé a rellenar las quinielas con una mezcla de tedio y desaliento, consciente de que ni siquiera podría acogerme a la magia del azar que prende la esperanza de los apostantes, dado que las cifras tachadas eran con seguridad incorrectas.

Una tarde, harto de aquel delirio, me negué a cumplimentar el boleto de turno. Le dije a mi tío que no quería ser rico. Que no creía que sirviese para ello ni que el tener un yate en cada puerto fuese a darme la felicidad. A mi tío aquella confesión le pareció un sacrilegio, pero abandonó su cruzada contra mi estatus social porque de nada iba a servir ya acertar ninguna combinación, y, por primera vez, se avino a consultarme sobre el asunto. ¿Tenía yo alguna ligera idea de qué carajo podía hacerme feliz? Creo que escucharme confesar que era homosexual le hubiese sorprendido menos que la respuesta que anoté en la puerta: «Lo único que puede hacerme feliz es recuperar a Marga». La vida está llena de ironías. Yo fui el primer sorprendido ante mi propia demanda. Pero sentía que era eso lo único que deseaba: podía dejar que mi tío, cuando aprendiese al fin a utilizar su varita mágica, me convirtiese en un multimillonario con un harén de hembras espectaculares, pero habría una mujer que jamás podría tener. Y yo quería a Marga de nuevo a mi lado en el sofá, obsequiosa y campeadora, inmune a la apatía, acariciando mis indignas rodillas en su labor de salvamento porque aquello hablaba de una fe ciega en el embeleso que una vez sentimos, de algo o alguien que no quería perder. Yo podía dudar de mis virtudes personales, pero era evidente que la tozudez de ella por tenerme cerca de alguna manera me movía a la revisión de mis cualidades, a contemplarme como una persona, en fin, con la que debía de resultar agradable convivir, embarcarse en proyectos, aspirar a la calma. En el fondo, lo único que nos diferencia de la ameba es el amor de una mujer. Y a pesar de que nunca había entendido cómo había podido casarme con aquella muchacha tan flaca y vehemente, mi tío Carlos accedió a ayudarme. Y se retiró entonces unos días para leer con detenimiento, según me dijo, el enrevesado códice de mi futuro, donde ya debía estar escrito el resultado de la misión que aún no habíamos emprendido.

VII. TRAS MARGA

Para recuperar el amor de Marga, mi tío me dijo que me emborrachase, me pusiese un abrigo de visón y me arrojase al río desde el puente. En la caída perdería la vida, pero eso era lo de menos: Marga derramaría lágrimas ante mi tumba, esperaría incluso a que se marchasen todos los deudos para arrodillarse, acariciar la lápida con dedos temblorosos y maldecir entre dientes lo irremediable de un gesto que la había conmovido como nada en el mundo, anegándole el pecho de un amor amargo y trágico, pero amor al fin y al cabo.

He de confesar que lo del suicidio se me antojó una contrariedad con la que no contaba, pero según el tío Carlos mi muerte era lo único que daría resultado, ninguna otra cosa funcionaría. Me enumeró todos los intentos fallidos que me aguardaban a la vuelta de la esquina del futuro cuando le pregunté si el visón era un requisito imprescindible. Al parecer, una vez decidimos aliarnos en la recuperación de mi mujer, yo había puesto en práctica un sinfín de estrategias sin ningún éxito, acaso había avivado el rencor que Marga sentía hacia mí con mi insistencia en reordenar el mundo según mis caprichos, quisiera ella o no. Aunque en un principio, consciente de que debía conducirme con paciencia de restaurador, había desempolvado mi vieja artillería de gestos románticos y empezado a cortejarla de nuevo, lo impenetrable de su coraza pronto acabó por desesperarme, obligándome a utilizar tácticas más zafias. Había recurrido entonces al tono dramático, al chantaje emocional y, finalmente, dado que la cosa iba de mal en peor, había resuelto asediar su torreón con regalos caros. Pero tras empeñar la mayor parte de mis ahorros en la compra de un carísimo abrigo de visón, mi tío me había disuadido de regalárselo, ya que al parecer acabaría siendo arrojado a la calle desde la ventana de la casa de su madre. Pese a que yo aún lo conservaba bajo el brazo, envuelto con suma exquisitez en papel de regalo, él ya lo había visto caer, como un paracaídas lujoso, sobre un mendigo que dormía en su lecho de cartones. Esa misma noche, al comprender que todo estaba perdido, había abandonado La Verónica cabizbajo, para iniciar un periplo de bares y tascas de mala muerte que había concluido con mi figura encorvada vomitando sobre el pretil de uno de los puentes de la ciudad. Luego, sin fuerzas para regresar a casa, había permanecido allí encogido un largo rato, envuelto en escalofríos bajo el relente nocturno. Finalmente, con la misma avidez con que otros desembocan en el canibalismo por necesidad, me había abalanzado sobre el paquete con el que había cargado toda la noche para desgarrar la caja a manotazos y abrigarme con el visón. Luego, en algún rapto de lucidez, debía de haber reparado en mi triste imagen. De ahí a arrojarme desde el puente aullando el nombre de mi mujer sólo había un paso.

Esa era la crónica, según mi tío, de todo cuanto aún no había ocurrido. Podía seguir aplicadamente cada paso o ahorrarme tan tortuoso camino e ir directamente al último acto. Pero sobre todo debía decidir si deseaba o no comprar con el doblón pirata de mi vida la imagen de esa Marga reciclada en heroína de folletín que mi tío quería venderme. Rehusar el suicidio confiando en que el tiempo acabaría por arreglar las cosas tampoco valía, ya que mi tío además había escrito en la puerta un somero pero desalentador resumen de lo que sería mi existencia si optaba por no mover un dedo: Marga no tardaría en rehacer su vida junto a uno de los atribulados profesores que integraban el claustro de su instituto, y yo me limitaría a espiarla desde lejos hasta que la cirrosis me reventara el hígado. La pasividad, como podía verse, acabaría convirtiéndome definitivamente en una «hebra irrisoria». Y puestos a terminar de alguna manera, reflexioné, el suicidio me permitía hacerlo con mayor gracia, y esa Marga que aporrearía trágicamente mi lápida sería como la obra póstuma que sobrevive al artista, advirtiendo a las generaciones venideras de que su vida no fue en balde.

Lo pensé detenidamente durante toda la noche: ser o no ser una hebra irrisoria, a eso se reducía todo. A la mañana siguiente, le pregunté al tío Carlos dónde debía adquirir el maldito abrigo. Mi tío no sólo me indicó la tienda donde tenía que comprarlo, sino el puente del cual debía arrojarme y la ruta de bares que debía respetar para llegar hasta él en el estado de embriaguez adecuado. Seguí al pie de la letra sus indicaciones, acodándome en las barras especificadas, apurando hasta el fondo la cantidad prescrita de copas y dedicándole brindis cada vez más temblorosos a mi taciturno copiloto, el enorme paquete cuya lazada pronto tendría que desgarrar a mordiscos. Mi tío se había esmerado en los cálculos, pues nada más llegar al puente se me rebeló el estómago. Me vacié con parsimonia asomado al pretil, perturbando con mis gruñidos la silenciosa quietud que envolvía el lugar. Cuando terminé, sentí los primeros estremecimientos. La travesía llegaba a su final. Destrocé entonces la caja que contenía el visón y me lo puse, experimentando al punto una gozosa sensación de plenitud que no supe si se debía a la borrachera, a la turbadora facilidad con la que se había cumplido el plan o a la seguridad de saber que estaba haciendo lo correcto. Sin perder un instante, no fuera a ser que me ganara el arrepentimiento, me encaramé al pretil, alcé los brazos y, evitando mirar hacia abajo, grité el nombre de mi mujer para que toda la ciudad supiese por quién moría.

Noté entonces, justo cuando tomaba impulso para saltar, cómo algo frío y metálico cernía mi muñeca derecha. Giré la cabeza sorprendido, para encontrarme con un agente de policía encaramado también a la balaustrada. Malcarado y tripón, hacía equilibrios sobre el pretil. Por un momento, creí que pensaba arrojarse a las aguas antes que yo, como si en el corro del trasmundo sólo quedase una silla libre. Pero enseguida reveló sus verdaderas intenciones acabando de esposarme con un movimiento de tahúr, mientras su compañero, surgido de no se sabe dónde, se apresuró a rodearme las piernas. Antes de poder reaccionar, me condujeron inmovilizado hacia el coche celular que aguardaba junto a la acera, arañando la noche con el resplandor de cabaret de su sirena.

Durante el trayecto a la comisaría, y una vez allí, me mostré poco colaborador. ¿A quién le importaba los motivos que yo pudiese tener para arrojarme al río vestido así? Eran demasiado personales, y difíciles de creer en el caso de que lograra exponerlos coherentemente. Lo único importante era que no había conseguido suicidarme, que ni para eso servía. Pero la vida, al parecer, aún no me había humillado lo suficiente: todavía tuve que ser testigo de cómo el agente regordete, que a juzgar por el desprecio que me dispensaba costaba imaginar que hubiese abortado mi suicidio, telefoneaba a Marga para informarle de que acababan de encontrarse a su marido en un estado de embriaguez considerable, a punto de arrojarse desde el puente travestido con un abrigo de visón. Cuando le preguntó si vendría a hacerse cargo de mí, Marga se negó, explicando que estábamos en trámites de divorcio, por lo que se resolvió por unanimidad conducirme a alguna celda tranquila donde pudiese dormir la mona.

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