El menor espectáculo del mundo (4 page)

BOOK: El menor espectáculo del mundo
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Irrumpí en la cafetería dando bandazos y, pálido y demudado, me desplomé en la silla libre que había ante Marga. Mi mujer arqueó una ceja ante mi lamentable aspecto, pero permaneció en silencio, impasible en su actitud de teatral expectación. Entonces hablé, pero no de nosotros, que era lo que nos había reunido allí, sino de las pintadas. A Marga no pareció sorprenderle que cambiase el tema de nuestra entrevista. Se limitó a observarme con un vago interés mientras yo, en vez de declamar mi ensayado alegato sentimental, relataba de manera atropellada y confusa mis tribulaciones de retrete. Lo del camión resultó sencillo, pero para hablarle del segundo mensaje tuve que admitir las regulares infidelidades con que había socavado un amor que, ante un pomposo altar rebosante de santos, había jurado mantener vivo en la salud y en la enfermedad, en la riqueza que siempre resulta esquiva y en la pobreza que no deja de acechar, con la crédula intención de que fuera la muerte y no la advertencia escrita en un retrete la que nos separase. Hablé, eso sí, de mis repetidas traiciones como si hubiesen supuesto para mí una penitencia, subrayando el sabor agridulce de aquellos encuentros venéreos que ahora se me antojaban tristes y desnortados. Cuando concluí, Marga comentó con ironía que los desafortunados consejos que aparecían en la puerta del aseo de La Verónica le recordaban a los del tío Carlos, que en paz descanse, y añadió luego que aquella sarta de estupideces le había dolido casi tanto como que me acostara con su hermana. Aplastó el cigarrillo en el cenicero y se marchó, no sin antes informarme de que dentro de unos días me llegarían los papeles del divorcio, que lo nuestro, como cualquiera podía ver, no había forma de salvarlo.

Sus últimas palabras apenas calaron en mí. Ya resolvería mi asunto con Marga más tarde. Tomé de nuevo las muletas y me dirigí a la parada del autobús que me había llevado hasta allí para volver a realizar su recorrido, esta vez en sentido contrario. La Verónica aún no había echado el cierre. Entré y me encerré en el retrete como si sufriese un apretón. Una vez enclaustrado, saqué un rotulador y, con el corazón palpitándome con fuerza, estampé una pregunta debajo del último mensaje de mi enigmático asesor: «¿Tío Carlos?». Me sentí estúpido después de haberlo escrito. Aun así, contemplé tontamente mi demanda durante unos minutos, por si se producía algún tipo de respuesta. Finalmente, al ver que nada ocurría, decidí darle más tiempo. Salí del retrete y emprendí el largo y tortuoso regreso a casa, donde Marga no me esperaba terminándose un martini mientras corregía exámenes, la televisión a media voz, las luces ya encendidas a pesar de que le bastaría con la luz que irradiaba su alma para conducirse en la oscuridad al modo de los peces abisales.

V. SIN MARGA

Acudir de mañana a La Verónica era como pillarla en falta. Su tufo de siempre, aquellos olores decretados a fritanga y a sudor jornalero que se adherían tozudos a mis camisas, habían sido sustituidos por el aroma del café y las colonias de garrafón con que los parroquianos se asperjaban antes de encarar sus trapicheos ilícitos o su ociosidad callejera. En la barra se sorbía el café con un brío inédito, con unas prisas por apurarlo que nada tenían que ver con la cachaza con que se ejercía el pimpleo vespertino, y se miraba el mundo que bullía más allá de la puerta como se codician las piernas de una mujer hermosa, con los ojos cargados de esa esperanza incombustible que sólo gastan quienes cada mañana deben alzarse del lodo sobre el que cayeron el día anterior. Incluso la tragaperras canturreaba sin pretensiones, como quien silba mientras pasea.

Pero yo no había acudido allí tan temprano para comprobar si La Verónica contaba con un lado amable, sino para recluirme nuevamente en su retrete. Allí debía aguardarme, si mi misterioso interlocutor había tenido tiempo de manifestarse y no optaba por hacerse el interesante, la revelación de su nombre. Así pues, me adentré en su interior una vez más, para regocijo de la parroquia, que a esas alturas ya debía de considerarme un infeliz de vejiga tonta o un galeote de la masturbación. Ausculté la puerta y, justo debajo de la pregunta que yo había garabateado la noche anterior sin excesiva fe, encontré el saludo campechano de mi tío Carlos: «Buenos días, sobrino». Me senté sobre la taza, aturdido. Sentí un gran alivio al haber desenmascarado al autor de los anónimos, y una especie de grima por saber que dicho autor llevaba casi un año muerto.

Mientras vivió, mi tío Carlos consagró su vida a destrozar la mía. Estéril por la gracia de Dios, no dudó en tomar bajo su tutela al vástago de su hermano menor, para adiestrarlo como siempre había soñado adiestrar al hijo que su malograda semilla le impedía concebir. Pero no era aquel un proyecto que contara con el beneplácito de mis padres, por lo que tuvo que recurrir a la clandestinidad y a los caramelos. Enjuto y marrullero, con sus camisas de cuello ancho y su jaleo de collares, mi tío Carlos se valía de la flexibilidad de horarios de sus negocios trashumantes para sacarme del colegio a deshora, agitando siempre un papelito supuestamente firmado por mi padre que la profesora nunca alcanzaba a leer, y me conducía entonces a algún parque próximo donde, entre aspavientos encendidos y ejemplos enrevesados, desplegaba su filosofía vital. Como un entrenador de medio pelo, me enseñaba las teorías que debía seguir para extraer lo mejor de la vida, no como mi padre, que si bien vivía sin agobios, era una criatura de pecera, inhibida, medrosa, ajena al arrebato atávico. Tras la perorata, sellaba siempre mis labios con un caramelo de fresa o de limón que, con el correr de los años, fue mudando en dulce, en cigarrillo, en algún disco de vinilo y, cuando me afloró bigote, en un sobo rápido a la fulana con la que en ese momento anduviese conchabado, que por lo general se dejaba manosear riendo las chanzas con que mi tío celebraba mi glotonería. De esa forma crecí yo con dos padres paralelos cuyos consejos se contradecían, sin saber durante los atolondrados años de mi adolescencia a qué carta jugar, si al recelo cauto que promulgaba mi padre o al impulso temerario al que se entregaba mi tío. Alcancé la mayoría de edad con el chasis muy abollado de pisar tan a fondo, pese a lo cual me arrimé aún más a la sombra nociva de mi tío Carlos, pues por aquellos años renegar de la figura del padre resultaba casi obligado. Salimos escaldados de cientos de empresas, y de cada tropiezo extraía mi tío, incansable, una lección. Pero pronto se me hizo patente que yo no contaba con su mismo espíritu blindado y su misma fe en la sabiduría de la calle, así que dejé de ejercer de escudero del tarambana de la familia y me reconcilié con mi padre aceptando el cargo que me consiguió en la aseguradora de un amigo. Eso no me liberó del acecho de mi tío, acaso llegó a intensificarse ahora que me bendecía un sueldo, el respaldo de un jornal para cuya mitad él siempre tenía una inversión a la vista, un proyecto recién madurado. Tuvo que ser un cáncer de colon lo que pusiera fin a su inútil vida a salto de mata. Un día amaneció desfondándose y al otro ya había que mirarle la caja. De eso hacía casi un año, durante el que no podía decirse que ni Marga ni yo hubiésemos echado de menos aquellas visitas suyas repentinas e impredecibles como redadas, que arrasaban la despensa y nos hacían vivir en vilo. Todavía lo recuerdo reclinado en una silla de la cocina, proponiéndome tal o cual chanchullo, el cabello untuoso de gomina, los ojos atentos al trasero de Marga cada vez que esta se volvía para escarbar en el frigorífico en busca de viandas.

Sea como fuere, mi tío no había muerto del todo, a pesar de que lo habíamos enterrado una mañana de marzo tan lluviosa que nos evitó a la mayor parte de la parentela tener que fingir las lágrimas. No obstante, usando el procedimiento de preguntarle algo que sólo él y yo podíamos saber, tan habitual en las películas, me cercioré de que mi interlocutor no era ningún bromista que pretendía arruinarme la existencia. Cuando quedó patente que se trataba del tío Carlos, que probablemente me arruinaría la existencia de todas formas, emprendimos un diálogo lento y trabajoso usando la puerta del aseo a modo de pizarra, por lo que puede decirse que mi convalecencia transcurrió por entero en el cochambroso escenario de La Verónica. Comencé invitándolo a que me definiera su condición. Mi tío trató de explicarme lo que le había sucedido con la mayor claridad, si bien tuvo que abusar de la metáfora y el tópico como única forma de referir ciertos aspectos de su singladura, ya que no disponía ni de la habilidad ni del espacio necesario para deleitarme con detalladas descripciones. Su cuerpo, lo que él denominaba con desapego su «envoltura material», se encontraba sepultado bajo tierra, eso era una verdad como un puño que podía comprobar cuando quisiera solicitando una exhumación, o echando mano de la pala, si es que tenía cojones. Pero había sido una muerte incompleta: su ánima no había conseguido remontar el vuelo hacia la luz succionadora que al parecer permitía el acceso al más allá. El trasmundo mi tío sólo había logrado entreverlo durante apenas un segundo, pero, por la decoración, no supo decirme si se trataba del cielo o del infierno. Debido al fallo en las alas, el tío Carlos era ahora una especie de ectoplasma errante. Pero no debía pensar yo que podía deambular libremente por el universo, entrando y saliendo de cualquier parte, rebasando fronteras, aboliendo las distancias del mundo. Nada de eso. Por algún motivo, mi tío sólo podía deambular a lo largo y ancho de mi existencia, un tramo de lo más insignificante y aburrido, como podía imaginar. Yo ya sabía que no llevaba una vida demasiado emocionante, no necesitaba que mi tío me lo recordara refiriéndose a ella como «una hebra irrisoria del tapiz infinito de la eternidad». Tampoco pensaba ingresar en ningún grupo de senderismo o parapente para su solaz. Haría lo que tenía que hacer, según mi carácter y limitaciones, aunque al hacerlo dibujara el desangelado garabato al que se refería mi tío sin disimular su asco.

Para cuando terminé de leer su crónica ya tenían que retirarme la escayola. Naturalmente, lo primero que quise saber, una vez llegó el turno de las preguntas, fue todo lo relacionado con mi futuro. Quería conocer la edad a la que moriría, por ejemplo, y si lo haría de manera indolora. Pero mi tío se mostró incapaz de darme una respuesta. Mi vida, dijo, era algo así como una espada a medio templar, un acero cuya base, que semejaba el pasado, se encontraba ya perfectamente atemperada, pero cuyo extremo, que representaba mi futuro, era todavía materia blanda, sin forma aparente, pues cambiaba al compás de mis caprichos y actos diarios. Podía advertirme de los peligros más cercanos, como ya había tratado de hacer, que se perfilaban con mayor nitidez durante un breve tiempo, pero remontarse más allá no tenía sentido. Mi tío, según parecía, conocía tantos posibles futuros míos que era, en el fondo, como si no conociera ninguno.

Lo segundo que quise saber fue el motivo que lo había llevado a escoger el retrete de La Verónica como escenario de su anunciación. Pero la culpa de que ambos nos encontráramos en aquella letrina maloliente que tanta solemnidad restaba al evento era, al parecer, sólo mía. Para cuando yo reparé en la pintada, mi tío llevaba meses tratando de alertarme de su presencia. Había descubierto que, si lograba concentrarse lo suficiente, podía mover pequeños objetos. Pero era aquella una labor que lo agotaba. ¿Sabía cuánta fuerza se le iba en hacer rodar hasta el retrete alguno de los rotuladores que pululaban por la barra para poder responder a mis tontas preguntas? A pesar de ello, durante un tiempo había intentado llamar mi atención arrojando cosas de las mesas, pero el repentino afán suicida de los objetos no logró arrancarme una sola cábala. Yo me limitaba a recogerlos distraído, como si encontrara lógica la capacidad saltarina de los tenedores o le adjudicara a los ceniceros una inestabilidad imposible. Como mucho, me excusaba de mi terrible torpeza si había alguien presente. Aun así, todavía se molestó mi tío en garabatear salutaciones en los papelajos que encontraba a su alcance, sin conseguir nunca que yo me detuviese a leerlos, hasta que un día, cuando estaba a punto de rendirse, reparó en que lo único que yo leía con atención eran las obscenidades del cochambroso retrete del tugurio donde malgastaba mis tardes.

Tras eso, sólo me quedaba una pregunta: ¿Y ahora? Lo pregunté con la secreta esperanza de que existiera alguna forma de que mi tío pudiese reanudar su viaje al más allá, de que únicamente hubiese iniciado aquella plática engorrosa porque necesitaba mi colaboración para desaparecer completamente.

Su respuesta no se hizo esperar. Tras darle algunas vueltas a su condición de espectro errante, mi tío había llegado a la conclusión de que seguía anclado al mundo de los vivos porque todavía debía quedarle algo por resolver aquí. Y esa tarea pendiente no podía ser otra que mi adiestramiento vital. Sí, estaba claro que yo era un ser insatisfecho, y que jamás conseguiría lo que quería sin ayuda. ¿Y qué era lo que yo quería? Sobre eso mi tío no albergaba ninguna duda: su sobrino quería lo que todos, ser feliz. Y para él, que veía el mundo como un escaparate, la felicidad sólo podía darla una cosa: el dinero. Así que decidió hacerme rico, y yo, naturalmente, no me opuse.

VI. POR MARGA

Procederíamos de la siguiente manera: mi tío Carlos remontaría la corriente de mi existencia futura hasta enterarse del próximo número premiado en la lotería de Navidad, cifra millonaria que yo encontraría discretamente anotada en la puerta del retrete a la mañana siguiente. Sólo tendría que hacerme con el cupón antes del sorteo, para el que faltaban dos meses. Sencillo.

Esa noche no pude dormir. La excitación me corroía. Dentro de un par de meses sería un hombre inmensamente rico, con lo que no sabía cómo comportarme. Aunque intuía que debía actuar justo al revés que si me hubiesen diagnosticado una enfermedad incurable, tumbándome en la cama en actitud de espera en vez de abandonarme al desenfreno. Me encontraba, pues, varado en un tramo de mi existencia en el que todo había cobrado carácter eventual y cualquier ejercicio que pudiese emprender se me antojaba terriblemente inútil, salvo aquellos entretenimientos que, como la masturbación, ofrecieran resultados a corto plazo.

Durante la noche, también traté de decidirme si contarle a Marga, una vez volviéramos a vivir juntos, que disponía de una fortuna virtual o, por el contrario, actuar ante ella como si mi existencia no fuera a sufrir en cuestión de meses un golpe de timón memorable. Mi mujer seguía sin responder a mis llamadas, y esa misma mañana me habían llegado los papeles del divorcio, pero yo aún seguía contemplando la situación como una contrariedad que, si todavía no se había resuelto, era porque no me había dedicado a ello por entero.

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