El menor espectáculo del mundo (10 page)

BOOK: El menor espectáculo del mundo
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Desde entonces, tengo gata. La muchacha me la regaló, más o menos. Saca a ese monstruo de mi casa, ordenó, o no respondo. Yo abrí la puerta del piso y le hice a la gata una señal para que me siguiera, dándole la oportunidad de elegir. El minino no se lo pensó y me siguió hasta mi apartamento. Ahora paso la mayor parte del día ante el televisor, con la gata ovillada en el regazo. A veces, ella me lame amorosamente las manos, o yo acaricio distraído su cuerpo caliente y esponjoso. Pero la mayor parte del tiempo nos limitamos a mirarnos. Permanecemos así durante horas. Es entonces cuando pienso que equivoqué las preguntas. Tendría que haberle formulado otras: ¿Quién eres? ¿Quién me mira a través de tus ojos?

No quiero pensar en la palabra «reencarnación» porque nunca he creído en ese tipo de cosas, pero, a veces, alrededor de la tercera o cuarta copa, no puedo evitar abrir el cajón de la mesilla y desplegar de nuevo ante mis ojos la esquela que encontré en el periódico al día siguiente de la fuga de Virginia, y que recorté sin saber por qué, movido quizá por la coincidencia del nombre y de la edad. Ahora, cuando contemplo cómo me mira la gata al leer la esquela, me asalta una sospecha delirante. Tal vez el nombre no sea una casualidad. Tal vez, después de todo, Virginia muriese mientras regresaba a casa, atropellada por un coche o traicionada por su corazón. La manera no importa. Lo importante es que, como dijo, jamás iba a abandonarme ahora que me había encontrado.

UN ASCENSO A LOS INFIERNOS

El día que Mateo decidió subir a los infiernos a rescatar a la Dolores amaneció lluvioso. Fue esa misma lluvia la que lo despertó al repercutir contra la ventana del cuarto donde lo habían arrumbado, una habitación diminuta en la que se sentía como un faraón enterrado junto a un rebujo de posesiones absurdas: una tabla de planchar, varias cajas de juguetes rotos, un puñado de herramientas de jardinería, una bicicleta oxidada que colgaba de la pared semejando la osamenta de un ciervo. Como siempre, sus ojos tardaron en acostumbrarse a aquella luz turbia. Permaneció unos minutos en la cama oyendo los sonidos que acotaban el mundo que latía tras la puerta: el crujido de los muebles del salón, las respiraciones que se escapaban de los dormitorios, y más allá, los pasos de los más madrugadores, horadando con sus prisas la tierna arcilla de un mundo recién creado. Pero también prestó atención a la marea de su interior, tratando de descubrir sin éxito algún acorde desafinado, alguna punzada misteriosa que anunciara un fallo en la maquinaria. Había sobrevivido a otra noche más. Sin embargo, por una vez, encontró sentido a no haber muerto discretamente durante la madrugada a causa de algún paro cardiaco, que era como morían los viejos sin inventiva. Hoy tenía algo importante que hacer. Se levantó ungido de una resolución inédita, y comenzó a vestirse aprovechando la inercia del impulso, un poco a tientas en aquella claridad sucia. Se peinó con los dedos, ocultó su blando andamiaje bajo la concha del abrigo, y huyó del piso antes de que los demás despertasen, trastornando la casa con el ajetreo de las redadas.

Cuando emergió del portal, Mateo descubrió con alivio que había escampado. Acariciando el bulto que llevaba en el bolsillo, recorrió lento las calles, que se hallaban húmedas, como resentidas. Atravesó el parquecito, sumergiendo sus zapatos en la alfombra de crujidos que tejía la hojarasca. El amanecer escanciaba sobre los árboles desmochados la luz gloriosa del otoño. Junto a él, haciendo resonar la tierra, pasaban algunos corredores envueltos en sus respiraciones ferroviarias y, de vez en cuando, la maleza escupía un gato de fisonomía líquida, que le dedicaba una mirada cómplice, como si conociese sus propósitos.

—Lo que yo no quiero es tener que pasarme años llena de tubos en una cama —oyó decir a la Dolores como si caminase a su lado, y eso le hizo acelerar el paso.

La había conocido apenas seis meses antes, en la puerta de Urgencias del Hospital Clínico, donde solía sentarse las mañanas de sol a ver llegar las ambulancias. Allí también había conocido a Caparrós. Le habían llamado la atención porque parecían llevar colocados sobre aquel poyete toda la vida. Por mucho que madrugara, al pasar por delante del hospital, Mateo siempre los encontraba en sus puestos, como si hubiesen pasado la noche allí, inertes e indiferentes al frío, figuritas de un belén que tarda en recogerse.

Se lo pensó mucho antes de unirse a ellos. Cuando lo hizo, fue recibido con miradas de indiferencia, pero eso no lo desalentó. Les gustara o no su presencia, él necesitaba compañía, y aquella era la mejor que ofrecían los alrededores. Esa primera vez permaneció junto a ellos en silencio, oyéndolos charlar sobre esto y aquello, hasta que la llegada de una ambulancia los hizo callar. Atentos, tiznados por el resplandor azafrán que arrojaba el vehículo, observaron entonces el brote de actividad que produjo la aparición. Un par de enfermeros surgieron del interior del edificio para rodear la ambulancia, que enseguida abrió sus puertas traseras y mostró su mercancía: un hombre orondo, cincuentón, con la mascarilla cubriéndole los dientes como un bozal. Alguien le había desabrochado la camisa, y ahora exhibía contra su voluntad un pecho tapizado de pompones de vello y una tripa considerable que probablemente encogía con agilidad al paso de las mujeres. Sólo cuando la camilla se perdió en los intestinos del edificio, sus compañeros recuperaron el habla.

—Un infarto —aventuró Caparrós.

—Cirrosis —le corrigió la Dolores casi con desgana—. ¿No te fijaste en lo amarillo de la piel?

Mateo los observó con curiosidad.

—Intoxicación —arriesgó, fingiendo toda la convicción de que fue capaz.

Los otros dos lo miraron en silencio, sorprendidos por su intromisión, hasta que al poco salió Rafael, uno de los celadores que estaban de guardia aquel día y, tras componer una mueca de reprobación al verlos allí, entretenidos en su macabra timba, les comunicó el diagnóstico con una sonrisa cómplice.

—Marisco en mal estado —les reveló desde la puerta.

Aquello le reportó a Mateo el ingreso en el pequeño grupo.

Según sus cálculos, la Dolores debía rondar, como él, los ochenta años. Era una anciana de apariencia sólida y aire venerable que rara vez sonreía. Parecía continuamente malhumorada, pero sus ademanes, enérgicos y bruscos, contrastaban con la dulzura que anidaba en sus ojos claros. De joven había servido en la cocina de un hotel de costa, donde los veranos se citaban hordas de aristócratas relamidos para tomarle el pulso al país mientras se emborrachaban con brandy, y Mateo se la imaginaba rindiendo sus tardes entre ollas y fogones, cociendo cigalas y desguazando conejos, y yendo de aquí para allá con bandejas de torrijas a la canela hasta derrumbarse en su cama herida de cansancio, con quemaduras en los brazos y el trasero enrojecido de pellizcos improvisados, ansiando que algún caballero andante llegara hasta ella siguiendo su rastro de cilantro y azafrán. Del paladín que le había tocado en suerte nunca hablaba. Lo único que Mateo sabía era que una pulmonía se lo había llevado sin demasiadas contemplaciones hacía ya casi diez años. Pese a su aspecto huraño, la imaginaba tierna con sus nietos, de cuyo regazo harían palacio, y de vez en cuando, hasta se sorprendía observándola con detenimiento, intentando descubrir si había sido una mujer hermosa en su juventud. Resultaba tentador armar una muchachita adorable y frágil empleando los mimbres de que ahora disponía, aquellos ojos verdes, todavía lustrosos, el cabello nevado recogido con más eficacia que gracia, los labios delicados que parecían haber olvidado cómo sonreír, pero a Mateo le parecía un ejercicio indecoroso reconstruir a la Dolores según sus apetencias de viejo. Aquellas piezas también podían encajar de una manera más vulgar, debía reconocerlo, y en el fondo tanto daba una cosa como otra, ahora que el tiempo y el roce con la vida parecían haberla remodelado a su antojo, igual que habían hecho con él.

Caparrós debía de tener algunos años más. Era un hombrecillo menudo, nervioso, charlatán, que olía a colonia barata y resfriado de menta. Poseía un cráneo faraónico, revestido de un cabello blancuzco y siempre mojado en el que las huellas del peine se marcaban como el surco de un arado. Debía de haber sido en su juventud uno de esos muchachos espigados y flexibles, provistos de la musculatura muelle de los felinos, que enamoraban a las muchachas tejiendo cabriolas en el aire antes de sumergirse en las albercas. El tiempo, como una lija, le había limado el relieve de los músculos, otorgándole la delgadez de perchero que gastaba ahora. Exhibía también un bigotito fino, como pintado a mano por un delineante, sobre una boca estrecha donde prosperaba ese rictus de ferocidad última de quien ha aceptado la vida como un calvario legalizado y sostenido. La Guerra Civil le había reventado la juventud cambiando su fusil de madera por uno de verdad, y de aquellos años esperando la muerte en la fangosa soledad de las trincheras le había quedado un puñado de anécdotas atroces y un gusto por las armas que había cuajado en una colección de pistolas célebres que ahora acumulaban polvo en una vitrina. Cuando supo de su afición por las armas de fuego, Mateo no pudo evitar imaginárselo acercándose a ellas durante algún insomnio irrevocable, tomando su favorita y mitigando su mediocridad sintiéndose como un dios interino mientras apuntaba a los noctámbulos desde la terraza.

Pero lo cierto era que tanto a uno como a otro se les iluminaba el rostro cuando las ambulancias les traían algún conocido. Ver surgir del vehículo el cuerpo convulso de un compañero de pupitre o de un amigo del casino les calentaba el alma con la alegría de los supervivientes. Mateo, sin embargo, no tenía conocidos en el barrio. Antes de que su hijo lo alojase en el cuarto de los trastos, vivía con su Paloma en un pequeño pisito del extrarradio, allí donde se enredaba la caligrafía metálica de las vías. Era una trinchera modesta y cómoda, pero descubrió que no se encontraba tan alejada del frente como él creía el día en que volvió con el periódico y se encontró a su mujer tirada en la bañera. De aquello hacía ya casi tres años, y todavía no había podido olvidar la sonrisa abochornada que combaba los labios de su Paloma por haber tenido que morir desnuda, sola, y en aquella postura de contorsionista que la hacía parecer una tumbona mal plegada.

Si se lo preguntaran, aún hoy Mateo no sabría decir por qué acudía al hospital todas las mañanas. Sabía que no era sólo por huir del piso de su hijo, donde se sentía un estorbo. Tampoco porque el parque, único reducto verde del barrio, enseguida lo invadiesen los niños del colegio próximo, que no cesaban de dirigir miradas llenas de curiosidad hacia su banco, donde él se marchitaba en secreto, intimidado por aquel descorche de vida tumultuosa e impoluta. Tenía otras opciones. Podía acercarse al hogar del jubilado. Podía pasear por el mercado, y dejarse embriagar por los efluvios y los colores de la mercadería que exhibían los puestos. Podía incluso dilapidar la mañana en el vientre de un autobús circular, intentando cartografiar los volubles contornos de la ciudad, como un explorador del pasado. Sin embargo, nada de eso le atraía tanto como sentarse a ver llegar las ambulancias. Quizá porque sabía que tarde o temprano él también tendría que perderse en el laberinto del dolor, escoger de aquel amplio abanico de dolencias una manera de morir. Por eso, cada mañana se sentaba en aquel poyete y contemplaba el catálogo de la muerte con la atención de una novia estudiando un muestrario de vestidos. El género era abundante. Hasta el día que decidió unirse al grupo, no sospechaba que hubiese tantos modos de abandonar este mundo. Ahora conocía Mateo la estrepitosa fragilidad del hombre, construido de piezas delicadas, proclives a la avería. Ahora sabía de la exuberante malevolencia del cáncer, que se extendía por nuestro interior en su campaña de tierra quemada, anegándonos las entrañas de oscuridad; de los inmundos campamentos que la neumonía levantaba en nuestros pulmones; de cómo el Alzheimer nos desvalijaba la cabeza o el páncreas decidía un día cualquiera atascarse como una cisterna. Había formas más imaginativas de morir, estaba claro, que sufrir un sencillo infarto, tal y como decían la Dolores y Caparrós. Pero no dejaba de sorprenderle a Mateo, en fin, el hecho de que, sin consultarnos, con una dedicación silenciosa, nuestro cuerpo rumiara su propia destrucción. Sin embargo, lo que más le asombraba era constatar que, pese a su edad, él aún no había tenido noticias de las intrigas que sucedían en su interior. La mayoría de sus conocidos tenían el alma marcada y aterida de tanto coquetear con la muerte, almorzaban con una constelación de pastillas dibujada sobre el mantel, podían enseñarte la herida pirata de un bisturí con sólo abrirse un botón de la camisa. Mateo, por el contrario, se limitaba a arrugarse como un papel dado a las llamas, a consumirse sin hacer ruido, extrañamente respetado. La Dolores lo caló en cuanto lo vio:

—Tú morirás de puro viejo, Mateo —sentenció con la resolución de los oráculos—, que es la forma más dolorosa de despedirse de la vida.

Y viendo que Mateo la miraba sin comprender, la Dolores se explayó en los detalles: pronto empezaría a arrastrar los pies, su riñón flaquearía, perdería gran parte de su masa muscular, y la capacidad de su vejiga se reduciría, condenándolo a vivir con la vergüenza de un orinal bajo la cama. Pero más que asustarse por el lento y pavoroso derrumbe que le auguraba la mujer, a Mateo le decepcionó que ella lo considerase un individuo sin ingenio para morir. Caparrós tenía sus sesiones de diálisis y su catarro inextinguible, y a la Dolores la martirizaba la diabetes y la artrosis le estaba averiando las manos. Mateo, en cambio, carecía de misterio. Hubiera dado cualquier cosa por poder extraer del bolsillo una pastilla azul cobalto, o verde manzana, o de cualquier otro color igual de bonito, revelando así la existencia de alguna dolencia secreta y barroca que no le hiciera sentirse como un traidor sentado entre ellos.

A media mañana, la Dolores se ponía filosófica.

—¿Dónde crees tú que está el infierno, Mateo? —le preguntaba.

Él casi nunca le respondía. Se limitaba a encogerse de hombros, dejándose embriagar por la tibieza del sol que enmelaba la fachada del hospital.

—Los cristianos lo enclavaron en el centro de la Tierra —intervenía Caparrós, que nunca dejaba pasar la oportunidad de hacer gala de sus muchas lecturas—. Aunque san Juan Crisóstomo lo situó en el aire, san Próspero en las nieblas del mar, y alguno hubo que lo emplazó hasta en el Sol. ¿Sabíais que una de sus posibles localizaciones se encuentra en la cumbre del Teide, donde se muestra a los visitantes no sólo la puerta, sino los respiraderos y lucernas del reino de Satanás?

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