El menor espectáculo del mundo (7 page)

BOOK: El menor espectáculo del mundo
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La palabra «auxilio» me pareció la más apropiada para comunicar al mundo mi situación. Comencé a gritarla sin excesiva emoción, sintiéndome ridículo con la cabeza asomada al vacío, como el pajarito de un reloj de cuco. La repetí varias veces, siempre en un tono mesurado y poco convincente, como si deseara secretamente que nadie descubriese que me había quedado encerrado en mi propio trastero. Mi voz se despeñaba por el patio sin alterar su quietud. Cuando callaba, el silencio renacía aún más compacto y desolador. Aguzando el oído, escuchaba el borboteo ensimismado de alguna televisión, el desaguar de una cisterna, algún chirrido indescifrable..., todos ellos sonidos débiles, como amortiguados por un hojaldre de tabiques. Consciente de que así no conseguiría atraer la atención de nadie, me obligué a subir el volumen de mi voz e imponerle un registro más dramático. Me apliqué a ello durante veinte minutos, cada vez más irritado por la escasa repercusión de mis gritos. ¿Qué le pasa?, preguntó de pronto una voz visiblemente enojada por encima de mi cabeza. Me revolví en la estrechez de la ventana, intentando sin éxito distinguir a mi interlocutor. Era una voz de mujer, y por su ubicación debía corresponder a la dueña de los tacones que algunas tardes oía repiquetear sobre mi techo, componiendo una ruta circular, como si la persona que los calzaba, pensaba yo mirando la lámpara con impaciencia, se dedicara a dar vueltas alrededor de un teléfono que no terminaba de sonar. Tratando de embridar el entusiasmo que me había producido el contacto con un ser humano, le expliqué mi situación evitando entrar en detalles. ¿Y qué quiere que yo haga?, la oí preguntar sin mostrar la menor sorpresa, diríase que con cierto cansancio, como si no esperase otra cosa de sus semejantes que el hecho de que estos se quedaran encerrados en sus trasteros. Tras aquel comentario, que me había sonado a pregunta retórica, temí que volviese dentro, desentendiéndose de mí, así que me apresuré a responderle; pensé en pedirle que avisara a un cerrajero, pero un vistazo al reloj me advirtió que debía cambiar el orden de mis prioridades. Necesito que vaya al colegio de la plaza a recoger a mi hija, grité. Se produjo un silencio de varios minutos. ¿A su hija?, preguntó al fin la mujer, con cierta cautela. Le expliqué que Sarita estaba a punto de salir de clase, y que si no me encontraba esperándola en la puerta del colegio se pondría nerviosa y era incluso posible que decidiese emprender por su cuenta el camino de regreso a casa, extraviándose o algo peor. A base de chillidos, le di su descripción —el cabello lacio y rubio de la madre, la mirada recelosa y esquiva del padre—, y le dije dónde encontrarla y el nombre de la profesora a la que debía buscar si había algún problema. Pensé también en comentarle lo del retraso de la niña, pero un prurito de intimidad familiar me disuadió de hacerlo. A fin de cuentas, ella podría achacar el silencio de Sarita a alguna profunda timidez frente a los desconocidos, y de todas formas, aquel dato no marcaría ninguna diferencia. Tras sopesarlo durante unos instantes, la mujer se comprometió a recoger a la niña y a llamar luego a un cerrajero. La oí marcharse, aliviado por haber resuelto la parte más delicada del problema. La mujer conocía la ubicación del colegio porque su hija también había estudiado allí, y estaba seguro de que Sarita, de temperamento dócil, casi indiferente, se dejaría conducir a casa por cualquiera que le ofreciera la mano, así que no debía existir ningún problema. En media hora volvería a escuchar la voz de la mujer a través del patio informándome de que todo había salido bien y que el cerrajero estaba en camino. Con un poco de suerte, Pilar no se enteraría de nada. Y Sarita, desgraciadamente, no podría chivarse.

Me senté sobre una caja y pensé en la niña. Sarita iba a cumplir tres años el mes próximo y aún no había dicho una sola palabra. Todos los especialistas consultados coincidían en lo mismo: aunque la mayoría de los niños comienzan a chapurrear palabras a los dos años, muchos otros lo hacen, sin que se sepan los motivos, durante el periodo comprendido entre los dos y los tres. Sarita no mostraba problemas auditivos ni psicomotores, y a pesar de su mudez se comunicaba correctamente con su entorno mediante gestos, por lo que presentaba un nivel intelectual acorde con su edad. Sólo si Sarita rebasaba la frontera de los tres años envuelta en aquel mutismo indestructible, podría considerarse su retraso como patológico, siendo aconsejable la intervención terapéutica. Inteligencia, dale el nombre exacto de las cosas, susurraba yo parafraseando al poeta al acunarla cada noche, porque temía que Sarita pretendiera sobrevivir en el mundo señalando las cosas con el dedo. Y lo pedía tanto por ella como por nosotros, sus amantísimos padres, que necesitábamos urgentemente oír una voz que precisara cuánto nos quería, pues sospechaba que no podríamos aguantar mucho más antes de culparnos el uno al otro por habernos negado lo mejor de la paternidad y condenarnos a aquella vida de titiriteros. Faltaban exactamente veintidós días para su cumpleaños, pero nada parecía anunciar que la niña nos sorprendiera un día balbuceando alguna palabra que nos hiciera a Pilar y a mí derramar al fin ese llanto que, como la mejor de las presas, íbamos acumulando en nuestro interior, sin atrevernos a liberarlo todavía para no revelar al otro que habíamos perdido la esperanza.

El aullido de la mujer a través del patio me arrancó de mis pensamientos. Al oírla gritar que la niña se encontraba con ella, sana y salva, sentí como si me administraran un poderoso calmante. En aquel momento más que en ningún otro deseé poder oír la voz de Sarita llamándome papá a través del patio, pero nuestra hija tenía «un retraso simple del habla», vivía dentro de una crisálida de silencio. Y podría decirse que fue su silencio, aquel silencio sereno e inconfundible que irradiaba, lo que yo oí desde mi celda. Las lágrimas se agolparon tras mis ojos al imaginarme a Sarita junto a la mujer, mansa e intimidada por sus gritos, tratando de comprender por qué su padre la había dejado en manos de aquella desconocida.

Tras expresarle mi agradecimiento a la mujer, le pedí que avisara a un cerrajero y volví a sentarme lo más cómodo posible sobre la caja, armándome de paciencia. A medida que iban desgranándose los minutos, tomando consistencia de horas, empezó a prender en mi interior un odio intenso hacia la tabla de planchar, que tuve que sofocar una y otra vez diciéndome que algún día, tal vez rodeado de una corte de nietos en alguna cena de Navidad, podría confesar para regocijo de la concurrencia: ¿Sabéis que una vez me quedé encerrado en el trastero? Pero ahora, mientras esperaba al cerrajero, que parecía venir en algún vuelo desde Acapulco, no tenía demasiadas ganas de reír. Del patio se filtraba una arenisca de sonidos domésticos que anunciaba que los vecinos se preparaban para enfrentar la noche, y en el interior del trastero la vida se reducía a un saber estar tranquilo e indiferente.

De pronto, el silencio que sumía mi apartamento se vio alterado por el timbre del teléfono. Me levanté de la caja, a pesar de saber que no tenía ninguna posibilidad de contestar, como si seguir sentado supusiese una descortesía o una rendición absoluta a los acontecimientos. El teléfono emitió seis timbrazos, y luego enmudeció. Absurdamente pensé en las veces que habría sonado estando nosotros fuera, fascinado por esa doble vida que llevaba el teléfono. Pasaban unos minutos de las diez de la noche, por lo que no me resultó difícil adivinar que era Pilar quien había llamado para preguntar por Sarita, como solía hacer tras instalarse en el hotel. Del hecho de que no hubiese insistido, deduje además que mi mujer habría supuesto que yo había llevado a la niña a cenar a algún McDonalds. Era lo que acostumbraba a hacer casi siempre que nos quedábamos solos, para evitar aventurarme en el territorio inexplorado de la cocina, pero también con la secreta esperanza de que el cargante payaso que rondaba por allí obrara el milagro de hacerla proferir su primera frase: «Qué payaso más gilipollas». Estaba seguro de que a su regreso, Pilar se enfadaría conmigo por haber vuelto a llevar a la niña a aquel maléfico templo de las calorías, pero no me cabía ninguna duda de que se enfadaría mucho más al conocer la auténtica realidad.

Por lo general, yo no soportaba aquellos chequeos de Pilar a través del teléfono, pues la mayoría de las veces se resolvían en una conversación idiota, pero ahora hubiese dado un brazo por haber podido oír su voz. La hubiese dejado hablar, aunque me relatara alguna estúpida incidencia del viaje o cualquier otra bobada, mientras disfrutaba de aquella voz que tan reconfortante y tentadora se volvía de noche, cuando reclamaba sus derechos matrimoniales. Recordé entonces que unas horas antes me había preguntado si la quería, y no había sabido responderme. Ahora disponía de todo el tiempo del mundo para buscar una respuesta. Estaba claro, reflexioné sentándome de nuevo sobre la caja, que mis síntomas no eran los mismos que al principio: ya no sentía el alma enaltecida, ni experimentaba al abrazarla esa mezcla de entusiasmo e incredulidad que me había embargado los primeros meses. Pero eso no significaba que ya no la amara, ni siquiera que no siguiese enamorado de ella, sólo revelaba que los efectos más superficiales y vistosos del enamoramiento habían remitido. Respetando el itinerario habitual, habíamos rebasado aquel primer estadio de atracción y embriaguez, alcanzando una nueva etapa evolutiva, durante la cual debíamos sobrevivirnos mutuamente sin ayuda de la magia. La rutina había convertido lo excepcional en cotidiano, y la convivencia nos había despojado de nuestro misterio, obligándonos a comparecer ante el otro como un ser predecible y sabido, sin el menor embrujo. ¿Cómo seguir considerando al otro una criatura sublime si cada día quedaba de manifiesto su lamentable puntería a la hora de enfrentar el inodoro o encontrábamos sus bragas tiradas en cualquier parte, como un atentado brutal contra el poder de la lencería? Pero a pesar de todo, ahora no podía dejar de pensar en ella, y lo hacía con esa nostalgia mitificadora con que se recuerda a alguien que conocimos algún verano perdido en el tiempo: recordaba cómo se desperezaba cada mañana, la bonanza de su cuerpo después del amor, su afán por entregarse a los demás sin exigir nada a cambio, con la misma generosa inconsciencia con que el mar dispone en la orilla su mercadillo de caracolas. Y eso sólo podía significar que la quería, que seguía amándola después de todos estos años, que seguiría queriéndola aunque nuestra hija permaneciera muda para siempre.

Contento de haber llegado a esa conclusión, coloqué los pies sobre varios botes de pintura, y me cubrí con una cortina polvorienta que encontré en una balda, como un califa de la basura. A medida que transcurría el tiempo, sin que ningún cerrajero viniese a perturbar mi encierro, empecé a aceptar que tendría que pasar la noche en el trastero. No era algo tan indigno, me animé. Después de todo, si allí hubiesen cabido un buey y una mula, aquel hubiese sido un sitio mucho mejor que un establo para parir a un Mesías. Y tal vez fuera por la fatiga mental que sentía, pero a pesar de lo incómodo de la postura, el sueño no tardó en vencerme.

Me despertó el sonido de un objeto golpeando contra la ventana. Desorientado por haber despertado en un trastero, me acerqué al ventanuco y descubrí un pequeño canasto colgando de una cuerda. En su interior había un par de croasanes envueltos en una servilleta, y una de esas pizarritas escolares, donde en letra de palo se leía:
Buenos días
. Aunque lento, aquel nuevo cauce de comunicación se adivinaba menos escandaloso y desesperante que los gritos. Devoré uno de los croasanes con verdadera gula y, usando la tiza que la mujer había añadido al lote, escribí en la pizarra:
Buenos días. ¿Llamó usted al cerrajero?
Luego tiré levemente de la cuerda, a modo de aviso, y al poco el canasto comenzó a subir. Esperé a que la mujer escribiese la respuesta mordisqueando sin prisas el otro cruasán, examinando el patio, iluminado ahora por la suave claridad de la mañana, y preguntándome si Sarita habría pasado una buena noche. Tal vez para resarcirla por mi torpeza, cuando me sacaran de allí podría llevarla al parque de la esquina para que jugara con otros niños o arrojase migas de pan a los patos. Cuando el canasto volvió a descender finalmente hasta mí, tomé la pizarra y leí:
¿Para qué?
No supe cómo tomarme aquella respuesta: ¿cómo que para qué? ¿Acaso no era obvio? ¿Había olvidado esa idiota que aún estaba encerrado en el trastero? Tomé la tiza y escribí:
Para poder subir a darte por el culo, pedazo de estúpida
, pero tras un instante de reflexión, lo borré. No era conveniente granjearme la enemistad de la única persona que podía orquestar mi rescate. En lugar de eso, escribí:
Para que me saquen de aquí
.
Quiero volver con mi hija
, y pegué un nuevo tironcito a la cuerda. Contemplé ascender la cesta con cierta inquietud, y aguardé su regreso dando vueltas en círculo en la angostura del trastero. Cuando oí el golpecito del canasto contra la ventana, corrí a por la pizarra.
No se preocupe por la pequeña. Yo la cuidaré
, leí. Solté la pizarra de nuevo en el canasto, sin poder creer lo que la mujer había escrito allí, y sentí cómo el pánico se desperezaba en mi interior, ramificándose lentamente por las cañadas de mi sistema nervioso, amenazando con velarme el pensamiento y convertirme en una marioneta del miedo.

Aquella respuesta no daba lugar a dudas: la mujer no sólo no iba a ayudarme a salir de allí, sino que pretendía robarme a mi hija, ocuparse de ella como si su padre hubiese muerto. Eso se llamaba secuestro. Me maldije por ser capaz de poner a Sarita en las manos de la primera persona que me hablase por una ventana, alguien mucho más peligroso que el payaso del McDonalds. ¿Estaba tratando con una desequilibrada? Recordé entonces que Pilar me había hablado alguna vez de una vecina del edificio que había perdido a su hija de apenas tres añitos, casi los mismos que Sarita tenía ahora, en circunstancias trágicas. No me acordaba del piso en el que vivía o del aspecto de la mujer, con la que habíamos coincidido alguna vez en las escaleras, lo único de aquella conversación que había encallado en mi memoria había sido la absurda muerte de la niña, que falleció aplastada por algún mueble que se soltó de la grúa de una mudanza, esa forma en la que uno cree que no muere nadie. Después de la grotesca tragedia, su matrimonio se fue a pique, y la mujer vivía ahora sola en el edificio, rumiando su dolor, al parecer sobre nuestras cabezas. Sin pretenderlo, yo la había animado a creer en la resurrección de los muertos. Contemplé entonces cómo la mujer comenzaba a subir el canasto. Ya no era necesaria ninguna réplica por mi parte. Ahora estaba todo dicho. ¡Auxilio!, empecé a gritar sacando la cabeza por el ventanuco, esta vez con verdadera convicción, ¡Ayúdenme, por favor. Tiene a mi hija! Mis gritos se desplomaban sin efecto patio abajo. Dejé de gritar al sentir el canastito golpearme en la cabeza.
Quédese callado. No me obligue a hacerle daño a la niña
, se leía en la pizarra.

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