Read El menor espectáculo del mundo Online
Authors: Félix J. Palma
Desperté en el hospital, con la pierna derecha enyesada y un collarín en el cuello. Vivo, algo desmochado, pero vivo después de todo. Marga, mi fiel y paciente Marga, aguardaba mi resurrección sentada muy tiesa en una butaca de incómodo aspecto. Del pasillo llegaba hasta nosotros una madeja de sonidos tranquilizadores, ese runrún doméstico, exento de fatalidad, que siempre acaba inquietando a quienes, como yo, consideran obligado oír en las clínicas, a modo de hilo musical, un rosario de estertores, la carraca de la agonía del prójimo.
Aproveché que Marga permanecía abstraída en la ventana para estudiarla largamente, con un distanciamiento frío e impune, como si se tratase de una esclava o una nevera. Intenté recordar qué atractivos había visto en ella, qué me había impulsado a amarla. A pesar de contar con una mirada oscura y lánguida que quizá pudiera considerarse cautivadora, debía reconocer que Marga era una mujer más espectacular que hermosa, aunque su manera de despuntar tenía menos que ver con la exuberancia que con la contundencia. Aparatosamente alta, de una delgadez filosa, Marga poseía el depurado atractivo de las coníferas, y se movía con una seguridad súbita y aerodinámica que quizá naciera precisamente de su falta de turgencias, feliz de llamar la atención lo justo, de que para encontrar su belleza fuese necesaria una paciente labor de zapa. Imagino que fue la curiosidad, la ilusión de los buscadores de tesoros lo que me llevó a hipotecar varios años de mi vida en desentrañar el misterio de aquella muchacha altísima que vi por primera vez un día de lluvia subiendo jadeante al autobús que yo solía tomar, el cabello húmedo y revuelto, las mejillas encendidas por la carrera, los ojos como revólveres amartillados. Me enamoré de todo lo que sugería aquella expresión sin saber que nada de cuanto yo hiciese lograría reproducirla. Sin embargo, para mi sorpresa, descubrirla ahora a los pies de mi cama, con ese aire de fatiga de quien lleva varias noches sin dormir, removió en mi interior los rescoldos de un afecto antiguo, casi extinto. Me apresuré a anunciarle mi vuelta con un quejido lastimero, deseoso de escucharla hablar, de que descorchara su tonta alegría. De que alguien, en definitiva, celebrara mi regreso al mundo de los vivos con más entusiasmo que yo.
Marga no defraudó mis expectativas. Según su alborozo, se diría que la vida era un regalo sin parangón, un negocio rentable de pingües beneficios. No me pareció el momento de recordarle que la vida, en general, era dolor y locura, y en particular, un matrimonio que se hundía en un lodazal de insoportable rutina. Tras festejar mi despertar, Marga, con su habitual dramatismo, reconstruyó para mí el fatídico accidente que me había postrado en aquella cama. Al parecer, el conductor del camión que no logré esquivar había sufrido un infarto que lo había desplomado sobre el volante, incrustando su enorme vehículo en una administración de lotería. Desbocado, perdiendo su carga de tomates y naranjas, el camión había arramblado con todo lo que en aquel instante se encontraba sobre la acera: una farola, un buzón de correos y un pobre infeliz que regresaba a casa barruntando la posibilidad de abandonar a la mujer que ahora lo abrazaba entre sollozos desmesurados, confesándole que no habría podido soportar su pérdida.
Me dieron el alta esa misma tarde, una vez me hurgaron por dentro con todo tipo de máquinas, no fuera a ser que me marchara con el as en la manga de algún traumatismo craneal o hemorragia interna que descubrir al poco para poner en entredicho el prestigio del hospital. Pero los resultados no mostraban más que un hueso roto que podía soldarse en casa, trabarse de nuevo con pachorra de estalactita mientras yo dormitaba ante la televisión con la pierna en alto. Durante el regreso en coche, Marga era un canto a la vida que empezaba a resultar cargante. Yo la observaba y asentía o lanzaba algún gruñido al hilo de su plática, preguntándome si ahora que me encontraba a todas luces incapacitado para nuestras cópulas semanales, se olvidaría de mí o acaso le daría por recuperar aquel talento para la felación que había demostrado en los primeros meses de noviazgo.
Fue entonces, al pasar ante la mugrienta fachada de La Verónica, cuando recordé la advertencia que había leído en la puerta de su retrete. La coincidencia de que alguien hubiese escrito el amable aviso momentos antes de mi accidente me resultó divertida, hasta que me dio por pensar que estaba calificando de «casualidad» aquel encadenamiento de hechos simplemente porque no podía aceptar que estuviesen relacionados. Una vez en casa, sin embargo, la posibilidad de que existiera un parentesco entre ellos empezó a atormentarme. Condenado a languidecer en un butacón del salón, hozando con desgana en la obtusa parrilla televisiva, no encontré mejor remedio contra el redoblado tedio de mis días que darle vueltas al asunto. Especulé sobre la posibilidad de que aquella graciosa sugerencia no tuviese más destinatario que yo mismo, y que, por lo tanto, no fuese una frase hecha sino un llamamiento urgente a la previsión. Podía admitir la extravagante idea de que alguien tratara de comunicarse conmigo utilizando la puerta de un retrete, pero lo que no podía aceptar era que ese alguien estuviese al corriente de lo que habría de sucederme veinte minutos después. Quizá, a pesar de que yo había reparado en la inscripción aquella tarde fatídica, el mensaje llevara allí estampado días, incluso meses, y el recatado tamaño de la letra y su ubicación entre dos demoledores exabruptos, habían logrado que me pasara inadvertido hasta entonces. Pensar que el aviso nada tenía que ver conmigo era lo más sensato, pero estaba claro que no descansaría mientras existiese una mínima posibilidad de que la maldita advertencia estuviese dirigida a mí, de que en alguna parte hubiese alguien capaz de predecir mi futuro, cuando no de conocerlo al dedillo. Concluí que para recuperar la tranquilidad debía volver a examinar los garrapateos que tapizaban la puerta de la letrina. ¿De qué me serviría eso? No lo sabía con exactitud, pero albergaba la esperanza de descubrir otros mensajes escritos con la misma caligrafía sobria, observaciones de similar jaez que llevaran pudriéndose allí un largo tiempo, y que, por supuesto, no me concerniesen. Eso demostraría que el autor de aquellas advertencias tan vagas y genéricas habría logrado conmigo un acierto más que discutible, tan dudoso como los que consiguen los horóscopos de las revistas.
Convencer a Marga de que necesitaba tomarme una cerveza en La Verónica fue complicado. Incluso a mí me hubiese resultado digna de estudio mi insistencia en malgastar una tarde en aquel antro repugnante. Pero, finalmente, Marga, harta de mi cantinela, accedió a llevarme al bar. Tomamos las llaves del coche, las muletas y emprendimos el camino hacia La Verónica, juntos por primera vez. Nuestra irrupción en el local cortó el aliento a la parroquia. Una docena de rostros entre patibularios y devastados se volvió hacia nosotros. Un lisiado tratando de mantenerse sobre un par de muletas no suponía demasiada novedad, así que enseguida se desentendieron de mí y centraron su atención en Marga, que desentonaba allí tanto como una pala de pescado. Para aquellos palurdos, acostumbrados a yacer con hembras tan zafias y erosionadas como ellos, un ejemplar como Marga debía de antojárseles un lujo extremo, la dolorosa encarnación de aquello que jamás tendrían. Pero a mi mujer no parecieron incomodarla los altos índices de rijosidad que su presencia desataba en la conmocionada clientela, me ayudó a sentarme en la mesa de siempre y se limitó a contemplar con repugnancia el platito de olivas con que el camarero acompañó las cervezas.
Bebí de la mía y encendí un cigarrillo, haciendo el paripé de encontrarme cómodo allí mientras vigilaba la puerta del aseo, sintiendo cómo empezaban a sudarme las palmas de las manos y el pulso se me trastornaba. Mi mujer tamborileaba con sus uñas sobre la mesa, produciendo un molesto repiqueteo que tenía hechizado a los parroquianos. Seguramente muchos de ellos entreveían en aquel gesto claros síntomas de un declive conyugal del que sacar tajada, de ahí aquella agitación casi palpable de toros en el redil que estremecía la barra. Ajenos a ellos, Marga y yo intercambiábamos banalidades envueltos en los graciosos tirabuzones que urdían nuestros cigarrillos. Cuando calculé que había transcurrido un tiempo prudencial, informé a Marga de una repentina urgencia y enfilé hacia el retrete trastabillando con las muletas.
Nada más entrar, atranqué la puerta a mi espalda y, bajo la miserable luz de la bombilla, examiné las aberraciones de su superficie con la atención de un filatélico. Una vez localicé la advertencia que me había hecho contraer con Marga una deuda que difícilmente podría pagar, comencé a repasar el resto de las pintadas, confiando en descubrir alguna otra inscripción redactada con la misma caligrafía minúscula. No tuve que buscar demasiado. Incrustado entre una exaltación de la antropofagia y una consigna xenófoba, encontré otro mensaje escrito sin ninguna duda por la misma mano. Aquel descubrimiento volvía el mundo racional. El autor del aviso de mis desvelos era aficionado a escribir sobre las puertas de los lavabos, adoctrinar a los aburridos evacuantes era, al parecer, su misión en esta vida. Y sólo había sido casualidad que mis ojos se posaran en aquella frase en concreto justo antes de que un camión me pasara por encima, espoleándome a buscar entre aquellos dos hechos una consanguinidad inexistente. Pero la sonrisa con que festejé el hallazgo se me congeló en los labios al leer el mensaje. Parpadeé, sin poder creerlo. Lo leí de nuevo, una, dos, tres veces, sin que por ello variara su imposible contenido. Mareado, me recosté contra la puerta. Una vez más calmado, me senté en el inodoro y contemplé con entereza la inscripción, aquel «Marga lo descubrirá mañana» que alguien había escrito en la puerta. Aunque no me nombraba, no había duda de que el mensaje estaba dirigido a mí. Yo era su único destinatario. ¿Cómo era posible? Me limpié el sudor de la frente con el dorso de la mano mientras resolvía dejar aquella pregunta para otro momento. Eso podía esperar. Era más importante impedir que aquel vaticinio se cumpliera, como se había cumplido el anterior, pues no dudé en ningún momento que se trataba de otra advertencia.
Aferré las muletas, tomé una bocanada de aire y enfrenté la luz del día con una sonrisa sin sombra de preocupación alguna. Marga me esperaba donde la había dejado, entretenida en bajarle los humos a la exaltada parroquia con una mirada virulenta. Pagué las cervezas y, tras torturar a la tragaperras jugueteando indeciso ante ella con la moneda sobrante, nos marchamos de allí.
Durante el trayecto de vuelta, apenas hablamos. Marga no parecía dispuesta a comentar el episodio del bar, como una niña que evita recordar sus pesadillas, y yo me encontraba demasiado concentrado haciendo planes. Una vez me encontré a solas en mi butaca del salón, me estiré todo lo posible, alcancé el teléfono y marqué un número sin dejar de vigilar los movimientos de Marga en la cocina. «Tenemos que dejar de vernos», mascullé entre dientes nada más contestaron. Luego, sin esperar una respuesta, alertado por los pasos de mi mujer en el pasillo, colgué, devolví el teléfono a la mesita y recompuse mi pose de marajá baldado. Marga irrumpió en el salón, me miró y me preguntó a bocajarro si había telefoneado a alguien. Sobrecogido, negué con la cabeza, incapaz de articular palabra. Comentó entonces que había olvidado recordarle algo a la compañera del instituto con la que había estado hablando antes de partir hacia La Verónica, cogió el teléfono, pulsó el botón de «rellanada», y, sin que en un principio entendiese por qué, se encontró hablando con su hermana.
Desperté sin Marga en la cama que hasta esa noche habíamos compartido, con la pierna derecha enyesada y un collarín en el cuello. Era ahora un lisiado abandonado. Un ser despreciable y tullido. Marga había emigrado a la casa materna por tiempo indefinido, tras una charla dolorosa en la que yo había improvisado una retahíla de explicaciones a cual más disparatada para aclarar por qué acababa de llamar a su hermana Fátima, a la que se suponía que no podía tragar. Mis dotes para la mentira espontánea son nulas, y aunque ninguno mencionó a las claras que todo aquello apestaba a aventura extraconyugal, a Marga le bastó la sospecha para abandonarme a mi suerte con un portazo airoso que no presagiaba nada bueno. Y allí quedé yo, maldiciendo el día en que su hermana y un servidor coincidimos en una cafetería asediada por la lluvia, y por cumplir, nos sentamos juntos a esperar que escampara a pesar de la tácita animadversión que siempre nos habíamos profesado. Fátima nunca me había resultado atractiva, y ahora me costaba entender el rosario de encuentros sexuales que nos habíamos apresurado a urdir desde el momento en que nuestras rodillas tropezaron bajo la mesa de aquella cafetería sin que ninguno hiciese amago de apartarlas, sorprendido por el raro consuelo que ofrecía aquel canje de temperaturas corporales, descubriendo de repente en el otro un pasatiempo para combatir el tedio de nuestros respectivos matrimonios. Recordé entonces con sumo asco aquellos polvos desapasionados, obligatoriamente turbios y vejatorios, cuyo placer, si es que habían tenido alguno, radicaba en la emoción de la doble vida, en el morbo de coincidir con el resto de la familia por Navidades y conocer la basura escondida bajo la alfombra de las apariencias.
Estuve telefoneando a Marga todo el día sin que se dignara escuchar ni mis disculpas ni mis reafirmaciones de cariño, unas promesas de cambio que yo depositaba en el oído de su madre con la esperanza de que esta se las transmitiera sin edulcorarlas con su habitual perfidia. Finalmente, Marga se avino a escuchar mis súplicas y me citó en un «lugar neutral», la cafetería donde un año antes mi rodilla había colisionado fatalmente con la de su hermana, preludiando el derrumbe de nuestro matrimonio.
Antes de acudir a la cita, resolví pasarme por La Verónica, por si había alguna otra recomendación para mí en la puerta de su retrete. Encontré unas disculpas: «Lo siento, Mario, pero hubiese ocurrido igualmente, te lo digo yo». Descargué contra la puerta un golpe de muleta que sonó a trajín de peroles. Ya no había duda de que alguien estaba manteniendo conmigo un diálogo usando el retrete de La Verónica. Y tampoco había duda de que ese alguien trataba de advertirme de los peligros que me sucederían en el futuro, si bien sus consejos dejaban mucho que desear. ¿Se trataba de una broma? Salí del retrete y pedí una cerveza. Mientras la degustaba, estudié a los parroquianos, pero ninguno encajaba con el perfil que yo le suponía al autor de los anónimos, alguien lo suficientemente inteligente para someterme a aquel juego tan inquietante como ridículo. ¿Quién podía ser, entonces? ¿Quién estaba al tanto de mis correrías extraconyugales? Tanto Fátima como yo las sobrellevábamos en el más estricto secreto, avergonzados por no poder resistirnos a aquellas inmolaciones rituales en la carne del otro. Cuando se acercó la hora de mi cita, abandoné el bar y trastabillé hacia la parada del autobús. Nada más subir, mi desazón alcanzó su pleamar, obligándome a repasar los semblantes de todos los pasajeros del autobús, a escrutar ansioso las calles por las ventanas e incluso el cielo, sin comprender qué buscaba o qué temía, como un paranoico que se siente blanco de una confabulación a escala cósmica. Durante la jornada había permanecido sumido en un embotamiento que me había anestesiado contra toda preocupación que no estuviese directamente relacionada con Marga, pero ahora, quizá porque ella había accedido a escucharme, lo que significaba una posible reconciliación, el hecho de ser observado, o más bien sabido de cabo a rabo por alguien, volvía a inyectarme en las venas un pavor nebuloso.