El menor espectáculo del mundo (16 page)

BOOK: El menor espectáculo del mundo
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Por eso ya no están los peces en el salón, cielo, y por eso llegué tarde a recogerte al colegio por primera vez en ocho años, que si algo jamás le perdonaré a tu padre serán aquellas lágrimas tuyas, tan innecesarias, que impregnaron mi pañuelo con la ternura del rocío. Ni tu llanto, ya digo, ni tampoco la afectada mueca de tu profesora al reconocer en mi aliento el tufo de los dos martinis que había necesitado para mitigar el nerviosismo de mis manos al volante, ese perfume de barra de bar que tan injustamente justificaba mi retraso. Por eso, Elenita, por eso llevo todo el día taciturna, bebiendo a escondidas en la cocina y estancándome en los espejos, convenciéndome de que las arrugas me dan carácter y tratando de entender a tu padre mientras tú, desde tus deberes, intentabas entenderme a mí. Y por eso estoy aquí ahora, leyéndote un cuento, como cada noche hacía tu padre, aunque maldita las ganas que tengo, para que te duermas creyendo que el mundo continúa como siempre, a pesar de que mis silenciosos paseos por el piso parecían desmentirlo.

¿Y por dónde andará tu padre ahora? ¿Se habrá refugiado en un hotel a esperar a que se me pase el enfado devorando las almendritas del minibar o andará deambulando por las callejuelas más inhóspitas de la noche, arrastrando su maleta y su pecado como un espectro reconcomido por la culpa? Ojalá se encontrara él también, en algún momento de su garabateo de pasos, a un gigante malcarado, como acaba de ocurrirle al sastrecillo del cuento. Pero no a un gigante bonachón que lo desafiara a arrojarle piedras al horizonte y él pudiera engañarlo soltando el pájaro que llevaba en el bolsillo, sino a uno de esos que son un recosido de cuero de moto, oscuridad de delito y traumas de infancia, un profesional que le adivinara el fruto maduro de la billetera nada más aventurarse en su territorio y, a ser posible, que no se contentase con que este se la entregara mansamente, que le ofendiera incluso su apariencia de limosna. Un gigante que considerara imprescindible apalear al anestesista en la intimidad de un callejón cualquiera, asqueado por ejemplo por su traje, cuyo impecable corte pregonaba una vida cómoda y displicente, una de esas impúdicas existencias con todo dado. Así que al callejón, a conocer el dolor y el sufrimiento ahora que todavía estamos a tiempo. De manera que el mismo azar que me lo había arrebatado por la mañana me lo devolviera por la noche, eso sí, muy roto y arrepentido, con la penitencia de múltiples facturas que tardaran en sanar y un susto dentro que lo despertara durante años bañado en sudor, con el recuerdo indeleble de una puntera entre las costillas.

Eso me gustaría, Elenita, que tu padre sufriera también con esto, que me llamaran de urgencias ahora mismo, ¿Señora Cárdenas? Verá, no se asuste, pero su marido ha sufrido... y que dejaran la frase ahí, sin terminar, y pintarme los labios con esmero, haciendo esperar al taxista, y encontrarlo hecho cisco en una camilla, gimiendo mi nombre como un marinero borracho, con todo vendado. Salvo las manos. Sí, todo menos las manos, tesoro, como si el gigante tampoco hubiese podido resistirse al embrujo de las manos de tu padre, que todavía recuerdo la primera vez que las vi, asomando de la chaqueta de aquel hombre tan corriente que me abordó en un bar del que no tardamos en marcharnos juntos. Recuerdo que le acepté un par de copas a regañadientes, cansada como estaba de tantos moscones, antes de mirarle las manos. Luego no me importaron ni sus ojos de sapo ni sus dientes de conejo ni sus chistes sin gracia. Quería pasar el resto de mi vida contemplando aquellas manos. Quería tocarlas. Quería que me tocaran. Eran de una delgadez prodigiosa, capaz de quebrarse si sostenían más de un cigarrillo a la vez, y tan pálidas que parecían emitir una fosforescencia lunar. Estuve un rato absorta, contemplándolas desplazarse por la barra, entre copas y ceniceros, como dos peces abisales. No tardé en preguntarle a qué se dedicaba, convencida de que un ser con unas manos como aquellas únicamente podía masturbar ángeles. Fue entonces cuando, como si yo hubiese pulsado una tecla, la mirada se le ensombreció y su voz se llenó de retumbos trágicos. Yo mato personas, me confesó expulsando el humo con parsimonia, y luego las resucito. Soy un asesino de mentira, un criminal de juguete, un matador impotente. Soy la cabezadita eterna, el artificiero de la muerte, un tren de cercanías al Hades. Yo me desentiendo de la materia. Yo manipulo almas. Eso dijo, así, de golpe, tétrico y altanero. A pesar de mi embriaguez, logré un dignísimo alzamiento de cejas, y él supo que ya me tenía. Y me explicó, moviendo teatralmente el marfil de sus manos como un prestidigitador sin naipes, que mientras el cirujano se enfangaba en el barro de la carne, él tomaba la gema del espíritu, le ensartaba el sedal y con un hábil movimiento de muñeca la lanzaba a los abismos para rescatarla luego envuelta en miasmas metafísicos, empapada del mismísimo aliento de Dios. No me importó que yo fuera otra más a la que hipnotizaba con aquel discurso reflejo. Lo único que deseaba era sentir sobre mí aquellas manos de porcelana que quizá esa misma mañana habían sobrevolado a algún paciente, acunándolo dulcemente en una nana de éter, pero reteniéndolo asido al mundo con alfileres de oxígeno. Esa noche acabamos en su apartamento anestesiados de amor, envueltos en el beleño que produce el goce. Y tan bello me resultó el espectáculo de sus manos correteando por mi cuerpo como ratones albinos que decidí que ya no me acariciaría nadie más, que aquellas manos nacaradas explorarían mi barro para siempre por mucho que no lograran pasar de ahí sin recurrir al pentotal.

En fin, cielo, que tras varios episodios más donde el sastrecillo demuestra su extraordinaria astucia, logra por fin casarse con una princesa y heredar un reino. Y todos felices, que para eso es un cuento. Pero ¿y si no llamaran del hospital, Elenita? ¿Y si sonara ahora el teléfono y al levantar el auricular encontrara la voz de tu padre allí ovillada, repitiendo mi nombre como una letanía húmeda, paladeando cada sílaba, desgarrando las letras como un enamorado? Qué haría, Elenita, si lo escuchara llorar desde algún rincón de la inhóspita noche, si me pidiera perdón y me confesara que no podría vivir sin mí. Qué haría entonces, Elenita, qué haría. ¿Seguiría adelante con esto o le perdonaría para que nuestra vida continuara pareciendo un cuento infantil? ¿Y por qué no llama?

LAS SIETE VIDAS (O ASÍ) DE SEBASTIÁN MINGORANCE

El hombre del tiempo lo había advertido con dos días de antelación: el fin de semana habría tormenta. Lo dijo muy seguro de sí mismo, enmarcado por la imagen del país vista por el ojo divino del Meteosat, la borrasca semejando las tripas de una almohada descosida. Y, por una vez, parecía haber acertado, constató Sebastián Mingorance estudiando desde la ventana de su dormitorio aquel cielo gris y rencoroso, por el que se deslizaban, siniestras como bombarderos, unas nubes enormes y cárdenas. Tal confabulación de nubarrones malograba sin miramientos sus planes de pesca, limitando el fin de semana a la mazmorra de su diminuto apartamento de soltero impenitente, y que dure, como proclamaba en el bar con los compañeros, aunque sólo fuera por disimular, por mostrarse feliz con lo puesto ante aquella caterva censora de padres primerizos, muchachitos imberbes y ojerosos ya perpetuados por obra y gracia de un movimiento pélvico, pobres grumetes atrapados en un oleaje de biberones y pañales. Así pues, Sebastián Mingorance se resignó a un aburrido día en casa, a lidiar contra la claustrofobia del tedio inyectándose en vena la heroína letárgica de la televisión o haciendo solitarios, que tanto daba; cualquier cosa menos rendirse a la humillación de abrir el maletín y ponerse a ultimar informes. Eso nunca. Se preparó un café y se vistió con rapidez para bajar por el entretenimiento del periódico antes de que estallara la tormenta.

Una vez en la calle, tras la galopada de la escalera y justo en el portal, le embargó de nuevo la acostumbrada parálisis. Al cabo de la calle, hacia la derecha, se encontraba el kiosco de Felipe. Al cabo de la calle, hacia la izquierda, se encontraba el kiosco de Bernardo. El portal de su edificio se hallaba a la misma distancia de ambos. Felipe era un joven enérgico, de modales resueltos, que despachaba la prensa con pomposa actividad, como si estuviese realizando una labor de salvamento. Bernardo, por el contrario, era un anciano flemático, de gestos dubitativos, que despachaba la prensa con recelosa pasividad, como si estuviese ejerciendo una labor de contrabando. Ambas actitudes disgustaban por igual a Mingorance, de manera que siempre le costaba escoger una dirección, especialmente cuando, como ahora, no llevaba el dinero justo y debía recibir vuelta, una calderilla engorrosa que siempre le rebosaba de la mano cuando Felipe la depositaba allí con un gesto brusco, una sudada miscelánea de monedas que nunca le llegaba a la mano cuando Bernardo trataba de ubicarla allí con un gesto lánguido. Sea como fuere, siempre acababa recogiendo el dinero del suelo. Que el aliento que recibiese en la nuca mientras se aplicaba a ello apestara a tabaco barato o copita tempranera era ya cosa suya. La elección final, realizada sin el respaldo de la razón, cuya colaboración, dadas las circunstancias, era del todo inútil, resultaba siempre para Mingorance un misterio. No llegaba nunca a saber por qué tiraba hacia la derecha en detrimento de la izquierda, o viceversa, sólo intuía que dicha resolución no alcanzaba a fraguarse en su mente, y como le parecía excesivamente indigno otorgarle esa responsabilidad a sus pies, prefería pensar que nada tenía que ver con él, sino que una fuerza superior, una especie de titiritero cósmico, era quien lo conducía en una dirección u otra siguiendo unos designios inescrutables.

Ese sábado, por nada en especial, Mingorance caminó hacia la izquierda como podía haber caminado hacia la derecha. Por el contrario, Mingorance I el Irresoluto, al que bautizaremos así para distinguirlo del original, pronto comprenderán por qué, caminó hacia la derecha como podía haber caminado hacia la izquierda. Al cabo de la calle, resguardado en el búnker de su kiosco, los periódicos al buen recaudo de la lona de plástico, Bernardo examinaba los progresos de las nubes con expresión docta, como Noé debió evaluar el cielo instantes antes del anunciado diluvio. En el extremo opuesto, Felipe contemplaba los nubarrones con un estoicismo que evidenciaba esa idiota rebeldía congénita propia de su generación, sin decidirse aún a cubrir los periódicos con el plástico. Las primeras gotas sorprendieron a Mingorance y a Mingorance I el Irresoluto recogiendo las monedas esparcidas por el suelo. Ambos se protegieron la cabeza con el periódico y enfilaron hacia el portal con ese trotecillo ridículo que no llega a ser carrera, sino más bien un gimnástico desempolvar de piernas si se realiza con gracia, una breve y algo coqueta demostración pública de nuestro estado de forma. En su carrerita, Mingorance I el Irresoluto hubo de esquivar a su vecino de acera, que también acudía al kiosco en un trote mucho mas elástico y acompasado que hablaba de unas pantorrillas curadas en los pedales de la ciclostatic. Mingorance I el Irresoluto lo miró con aversión. Sólo lo conocía de vista, de contemplarlo vivir al otro lado de la calle, pero le reservaba el mismo odio que si en una borrachera compartida le hubiese confesado que disfrutaba frotándose en los transportes públicos con niñas de nueve años, porque venía a representar su sueño más profundo: con sus tejanos y su media melena parecía un adolescente avezado, uno de esos tipos de aire cosmopolita y aventurero que en los accidentes de tren siempre realizan los torniquetes.

Eso rumiaba cuando la vio en mitad de la acera, la lluvia desdibujando sus rizos pelirrojos, el espigado cuerpo volcado sobre una bicicleta encadenada a un naranjo, la mano de nácar pinzando con insistencia la llanta trasera, como negándose a aceptar que vivía en un mundo tan apestosamente cinematográfico, donde los pinchazos ocurrían de forma invariable durante las tormentas. Sus miradas colisionaron en el momento justo, y a Mingorance I el Irresoluto se le desinfló la carrera y, en compensación, se le hinchó el corazón. Tanta belleza concentrada en una mujer, y allí, en medio de ningún sitio, como al alcance de cualquiera, le cortó el aliento. Estaba claro que no era un espécimen del barrio, que estaba allí para resolver algún asunto o cumplimentar una visita, y que, con la bicicleta tullida, le iba a resultar difícil regresar a casa. Verla tan desamparada bajo la creciente lluvia, escrutando con desesperación las fachadas huérfanas de soportales y los naranjos raquíticos mientras un viento vicioso trataba de arrancarle el abrigo, le hizo considerar a Mingorance I el Irresoluto la posibilidad de socorrerla. Pensó seriamente en acercarse a ella para proponerle un café en su apartamento mientras la tormenta pasaba, pero lo disuadió el no creerse capaz de acompañar el ofrecimiento con una sonrisa purgada de dobleces y ansiedades, pues muchos eran sus años de celibato y el sólo imaginarla siguiéndolo a su guarida ya le anegaba las venas de un deseo urgente y torpe. No se creía capaz ni siquiera de alcanzar la puerta. Se imaginaba asaltándola en el portal, tomándola entre gruñidos en el descansillo. O, lo que era aún peor, se imaginaba arribando sanos y salvos al apartamento, sus dedos intimidados por aquellas formas celestiales, su hombría muerta y enterrada ante tanta belleza. Se imaginaba, en definitiva, reducido a un adolescente tímido y patán que con triste simbolismo acabaría derramándole sobre la falda su taza de café. Estaba claro que la película de su vida no tenía presupuesto para una mujer así, de manera que Mingorance I el Irresoluto, haciendo honor a su apodo, pasó de largo, abandonándola por cobardía a los rigores del tiempo, disculpando su falta de cojones con una mueca del todo idiota, cavilando que las mejores cosas de la vida siempre se las llevan otros y pensando ya en llegar al piso y entregarse a otra de aquellas masturbaciones melancólicas y amargas que jalonaban su soltería.

Mingorance II el Intrépido, sin embargo, tenía otros planes. Movido quizá por tantos años de sequía, por una insatisfacción que amenazaba con volverse crónica, porque apenas ya nada le quedaba en la memoria de la ecuánime succión de Belén, aquella secretaria dentuda e incompetente cuyo breve paso por la empresa no se justificaba si no era para aliviar las tensiones de casi toda la plantilla masculina con su boca de conejo, por todo eso y probablemente por mil cosas más que sería prolijo y laborioso enumerar, Mingorance II el Intrépido se dijo que, en el fondo, la vida la construimos nosotros mismos, poniendo ladrillos a diario, y que no hacemos más que dejar escapar trenes, por lo que difícilmente llegaremos a ningún sitio. Así que, aprovechando la coyuntura de la lluvia, respaldado por la bronca de los primeros truenos en la lejanía, Mingorance II el Intrépido se aproximó con su sonrisa más inocente a aquella mariposa exótica e inencontrable repentinamente expuesta al alcance de su red.

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