El menor espectáculo del mundo (19 page)

BOOK: El menor espectáculo del mundo
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El apartamento del físico era un reino caótico, de paredes forradas de pizarras, mesas atestadas de papelajos y suelos sembrados de escudillas de leche. Mingorance VI el Perplejo aguardó en lo que parecía el salón a que su vecino regresara con el azúcar, poniendo el máximo cuidado en no pisar ningún cuenco, no fuera a ser que Schrodinger, el gato del físico, se le echara encima desde allí donde estuviese acechándolo. Su vecino volvió de la cocina con la bata descolocada y el cabello aún más revuelto, como si hubiese tenido que abrir a machetazos un sendero entre la maleza para llegar al paquetito de azúcar que traía en la mano, y Mingorance VI el Perplejo no pudo más que ofrecerle una limosna de charla por las molestias. Contempló la pizarra que tenía enfrente, congestionada de ecuaciones, y estuvo tentado de preguntarle qué era lo que trataba de resolver con aquello, pero no se consideró preparado para ser depositario de ningún misterio de la ultratumba numérica. Optó por algo más sencillo y le preguntó por el nombre del gato. Aquel interés pareció conmover al físico, a quien se le iluminó el rostro, y Mingorance VI el Perplejo comprendió que la explicación que se le venía encima iba a ser larga y prolija. Desempolvando una oratoria que le hizo sospechar que su vecino, antes de enclaustrarse en aquella madriguera, había ejercido de profesor en algún sitio, le informó que Schrodinger fue un tipo que metió a su gato en una caja con un mecanismo con veneno. El veneno se liberaría con la desintegración de un átomo, continuó ensombreciendo la voz, un átomo que tenía exactamente un 50 por ciento de posibilidades de desintegrarse en un tiempo determinado. Cerró la caja y esperó. Al transcurrir ese tiempo determinado, ¿el gato estaba vivo o muerto?, inquirió. Mingorance VI el Perplejo se encogió de hombros, algo turbado por lo macabro del experimento y por la progresión de gestos siniestros con que el físico ilustraba su plática. La teoría cuántica, prosiguió este, afirma que el gato está un 50 por ciento vivo y un 50 por ciento muerto, y que no se puede determinar nada hasta que no se colapse la función de onda gato, es decir, hasta que no se abra la caja. Y cuando eso ocurra, existirán dos universos alternativos. El matemático le dedicó una sonrisa demente. Y tú te encontrarás en uno de ellos en concreto, remató señalándolo con el dedo. Mingorance VI el Perplejo se estremeció, y no pudo evitar preguntarse si al mismo tiempo que estaba allí, ante el abismo que encerraba la mirada del matemático, no estaría en otra parte, quizá internándose con paso cauto en el piso de las viudas, en un penumbroso universo alternativo que apestaba a coliflores hervidas. Se vislumbró por un momento duplicado, triplicado, quintuplicado, minuciosamente multiplicado, y sintió un vértigo atroz al imaginar que con cada decisión tomada, se había ido desparramando ávido, desbordando frenético, reproduciéndose como un hámster descocado a lo largo del día, de tal manera que, aunque él se encontraba allí, en su apartamento se apretaban mil Mingorances más, cada uno de ellos ocupado en sus cosas, creyéndose único e indivisible.

Al subir las escaleras, preso de un mareo metafísico, ni siquiera reparó en que el paquetito tenía un roto e iba dejando un rastro de azúcar a su espalda. Y a punto estuvo de ser arrastrado por Mingorance I el Irresoluto, quien se retorcía en una camilla que bajaban al trote dos enfermeros. Entró en su apartamento tras Mingorance II el Intrépido, y ambos se dirigieron a la cocina, deseando solucionar de una vez lo del maldito café para volver al salón y quedar expuestos nuevamente a la amorosa mirada de Claudia, que los aguardaba bajo la manta. Prepararon el solicitado brebaje con urgencia, como compitiendo por ver quién acababa antes, y acosaron a la mujer con sendas bandejas. Claudia tomó un solo sorbo y, de nuevo bajo la manta, se dejó confortar por aquel juego de manos que ya no buscaban nada, salvo quizá arrebatarle el alma. Remolona, confiada, se dejó acunar por ellos con la certeza de que aquel episodio tormentoso tendría continuidad, que no habría partidas ni cartas ni promesas como remate final, que él tenía una dirección a la que acudir si ella lo deseaba, una madriguera caliente en la cual la esperaría hibernado, soñándola y deseándola. Qué vivo se está con una mujer hermosa en los brazos, qué resuelto, pensaron al unísono Mingorance II el Intrépido y Mingorance VI el Perplejo mientras la tarde se desplomaba entre escombros de colores, incendiando la hoja de la catana que Mingorance V el Inoportuno colgaba en la pared. Sin importarle lo más mínimo que Mingorance III el Bravo tiritara en el sofá bajo una manta, Mingorance abrió la ventana, dejando que un evocador olor a lluvia inundara la estancia. Fuera, en el silencio del descansillo, dos hilos de azúcar morían en un nudo dulcísimo, del cual surgía otro, grueso como un cordel, que se perdía bajo la puerta, hacia la cocina, como pólvora de cuento.

Qué muerto se está en el interior de una ambulancia, qué triste incógnita somos, pensó Mingorance I el Irresoluto entre retortijones. Pintando algunos gatos de grana, la ambulancia cabalgaba la noche en dirección al hospital mientras los oscuros dedos de la muerte le hurgaban por dentro con la habilidad de un mecánico. Con la mascarilla adherida al rostro como si acudiese a un carnaval de tuberculosos, Mingorance I el Irresoluto entendió que vivir o morir iba a ser cosa únicamente de su voluntad y, mordiéndose los labios, enfrentó el dolor y las convulsiones con la mayor entereza, repitiéndose que debía sobrevivir a aquel acto de catarsis que él mismo había propiciado si no quería quedar como un imbécil al dar explicaciones en las puertas del cielo. Supo que había salido triunfante del pulso con la muerte al traspasar las puertas de urgencias. Mingorance VII el Hastiado, sin embargo, no había podido sustraerse al tentador descanso que le ofrecía la parca. Excesivamente cansado y desengañado, no había podido negarse a la irresistible oferta de abandonar la partida, una partida que se estaba volviendo de lo más tonta, quizá con la esperanza de empezar otra con nuevos naipes, tal vez con más suerte o más agallas, aunque fuera reencarnado en rata.

Y mientras a Mingorance I el Irresoluto le desvalijaban el estómago de podredumbre mediante un tubo profanador, Mingorance se introducía en el suyo, con un gesto no exento de cierta desgana, el rollito de primavera que acababa de servirle con calculada indiferencia la camarera china. Finalmente, había acabado recalando para cenar en el sitio que había repudiado para comer, pero aquella iba a ser la última vez que acudía al Panda Feliz, eso lo tenía muy claro. El incombustible despego de las camareras parecía ahora escorado hacia el rencor debido a que esa misma mañana habían sufrido un atraco, y, desde su cojinete, el viejo chino lo contemplaba con los tizones rasgados de sus ojos como si lo encontrara culpable del suceso, como si tuviese por hobby poner a Occidente en su contra. Aquella era la guinda perfecta de un día perfecto. Acabó el plato y huyó de allí antes de romper a llorar. Cosa que no pudo evitar hacer, aunque sin estridencia alguna, de manera callada y discreta, al recibir desde lo lejos el saludo triunfal de su vecino, que se despedía de la pelirroja para añadir una nueva muesca a la cabecera de su cama. Vencido, miserable, prescindible para el mundo, subió las escaleras derramando lágrimas silenciosas, como si condujese una motocicleta a todo carajo, meditando sobre las distintas formas que había de pasar un sábado. Ni siquiera reparó en Mingorance II el Intrépido, que bajaba las escaleras junto a la pelirroja, portando una bicicleta y una ilusión.

Al escuchar correr el agua de la ducha, bajo cuyo chorro, ridículamente abrazado a sí mismo Mingorance VI el Perplejo se imaginaba todavía abrazado a Claudia, a quien acababa de despedir sin una futura cita ni un intercambio de teléfonos pero con el suficiente amor en los ojos como para garantizarlo todo, Mingorance pensó en darse también una ducha, pero no se encontró con fuerzas ni para eso. Decidió meterse en la cama sin más, a pesar de que apenas pasaban de las diez, impaciente por ponerle fin cuanto antes a aquel sábado aciago. Albergaba la remota esperanza de que el domingo se levantara de esa misma cama alguien que ya no fuese él, alguien distinto, alguien que supiera hacer las cosas de otro modo. Al poco de acostarse, llegó hasta la cama, sudoroso, alucinado, medio tambaleante y deseoso también él de concluir aquel sábado maldito, Mingorance III el Bravo, harto de la impuntualidad de la policía. Cinco minutos después, tras gastar todo el butano, se sumó a ellos Mingorance VI el Perplejo, oloroso a jabón, seguido de cerca por Mingorance IV el Abducido, que había avistado un platillo volante, aunque ya no lo recordaba. Luego, cuando se cansó de observar su catana, lo hizo Mingorance V el Inoportuno, aunque sólo con la intención de verla relucir en sueños. A continuación, se desplomó sobre las sábanas Mingorance I el Irresoluto, recién llegado del hospital, de oler el aliento de mala puta de la muerte. Lo hizo luego Mingorance II el Intrépido, tras fumarse varios cigarrillos junto a la ventana, observando el apartamento de su vecino, por primera vez sin envidia alguna. Finalmente, como una pluma de cuervo posándose sobre el agua de una marmita, llegó el espíritu de Mingorance VII el Hastiado. Y con cada llegada, Mingorance, medio hundido en el sueño, sintió, acompañado de una punzada en el alma, como un vislumbre de un universo paralelo, de un sábado diferente al que él había vivido. Tuvo la sensación de haber hecho otras cosas distintas a las que había hecho, de atesorar otras vivencias que quedarían en su interior como un poso cálido, de no ser más que el cordel guía de una labor de macramé al que se anudaban ahora otros hilos.

CODA

Un sol espléndido bruñía el domingo cuando Sebastián Mingorance abrió los ojos. Descorrió las cortinas sin poder creerlo: tras un sábado amortajado de nubarrones, un sol garboso rielaba ahora sobre el mundo. Sonrió, tremendamente agradecido, pues sabía que otro día encerrado en casa le hubiera conducido a los informes o al matarratas. Las truchas podían echarse a temblar porque Mingorance tenía ansias de caña. Tras despabilarse con una ducha y vestirse, comprobó los aparejos con meticulosidad.

Recontaba el cebo cuando oyó tacones en el descansillo. La dulce y morosa musiquilla que componían contra las baldosas hizo que su mente se apresurase a inventar una hermosa mujer izada en ellos. Supuso que se trataba de algún cliente madrugador de las costureras que continuaría el ascenso, por eso se le heló la sangre en las venas cuando los oyó detenerse ante su puerta. Dejó lo que estaba haciendo y miró hacia ella con cierto temor, como si tuviese acreedores de esos que parten dedos. Fuese quien fuese, parecía reunir fuerzas para llamar al timbre. Lleno de curiosidad, Mingorance se acercó a la puerta con andares de gato. Oyó entonces el brusco quejido que produce una hoja al ser arrancada de una libreta y, un par de segundos después, observó incrédulo cómo una nota se deslizaba entre sus botas de pesca. La recogió y leyó el sucinto mensaje:
Lo siento, pero no eres lo que busco
. Abrió la puerta todavía sin comprender la nota, al oír la fuga de los tacones, y aunque la vio de espalda, la reconoció por el cabello. La detuvo con una palabra, con un nombre. Ella se volvió, sorprendida, y lo miró largamente, sin decir nada. Se habría ruborizado al comprender que se había equivocado de edificio de no ser porque aquel tipo que podía jurar que no había visto nunca, y que llevaba un ridículo sombrerito adornado de anzuelos, la había llamado por su nombre. Y lo había pronunciado con una dulzura infinita, como si hubiesen pasado la noche juntos. Sebastián también la miraba en silencio, sin comprender por qué, al tratar de detenerla para mostrarle el equívoco, había empleado aquel nombre en concreto. Era como si una voz en su interior se lo hubiese soplado. Tal vez la misma voz que esa noche no le había permitido dormir, ordenándole insistentemente cruzar media ciudad hasta un veinticuatro horas para comprar un paquete de azúcar.

BIBELOT

Alberto no supo cuanto necesitaba abrazar a alguien hasta que aquella anciana desconocida se le abalanzó con la inequívoca intención de envolverlo en sus brazos. ¿Cuánto hacía que él no tenía la oportunidad de realizar aquel gesto de cariño? En la oficina era algo impracticable, con su padre hacía mucho tiempo que resumía sus afectos en el beso casi arzobispal que desovaba cada noche sobre su frente, y desde que Cristina, harta de trabajos esporádicos, había decidido enfangarse en unas oposiciones a la administración pública, sus encuentros se reducían a un torpe intercambio de palabras en el descansillo de una escalera desvencijada, rebozados en penumbra sucia, mientras su madre los espiaba con la puerta entreabierta fingiendo que trasteaba en la cocina. Famélico de contacto humano, Alberto correspondió al abrazo de la anciana sin pensárselo, como en un acto reflejo: la estrechó entre sus brazos poniendo cuidado en no troncharle la osamenta, que se adivinaba frágil como un entramado de barquillo, y aspiró su aroma a piel gastada, abandonándose a la bonanza que le proporcionaba aquel inesperado trato epidérmico. Metódico y agradecido, la apretó con firmeza mientras se llenaba de ella como un cántaro, sabiendo que aquello no podía prolongarse mucho más, que, en breve, la anciana lo miraría a la cara y comprendería que la penumbra del pasillo le había hecho confundir a algún ser querido con el vendedor de enciclopedias.

Sin embargo, cuando al fin deshizo el abrazo para enfrentar su mirada, los labios de la anciana no dibujaron otra cosa que una amplia sonrisa.

—José Luis, hijo mío —exclamó con la voz rota por la emoción—. Sabía que vendrías, que no te olvidarías de tu madre el día de su cumpleaños.

Alberto parpadeó, sorprendido, mientras creía distinguir en los ojos de la anciana el nubarrón de las cataratas, lo que, sumado al mezquino resplandor que exhalaba la bombilla del pasillo, había creado el equívoco. Iba a sacarla de su error, pero la anciana ya lo empujaba por un pasillo de catacumba que desembocaba en una salita minúscula, abigarrada de muebles de anticuario, la mayoría enterrados bajo una hojarasca de paños de ganchillo. Proliferaban sobre las repisas los adornos zafios y los trastos inútiles, que parecían reproducirse a su aire en aquella penumbra, como animalitos noctívagos. La única nota de color la ponía la tarta de cumpleaños que, erizada de velitas encendidas, había alunizado sobre la mesa camilla.

—Siéntate, hijo, y vamos a cortar la tarta, que traerás hambre —ordenó la anciana, tendiéndole un birrete de papel charol semejante al que ella misma procedió a colocarse sobre sus guedejas grises.

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