El menor espectáculo del mundo (20 page)

BOOK: El menor espectáculo del mundo
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Inmóvil en el centro de la estancia, Alberto contempló estupefacto a la anciana, sentada expectante a la mesa, con el rostro suavizado por el resplandor de las velitas y la tilde del bonete redimiendo su átona figura, y se dijo que por qué no. Llevaba todo el día peinando el extrarradio con el abrigo abrochado hasta el cuello, cada vez más encorvado bajo el aliento glacial de un invierno que, si había que hacer caso a los videntes ocasionales que producía el reuma, barruntaba nieve por primera vez en doce años. Bajo aquella perspectiva, la mesa camilla, entre cuyas enaguas debía latir un brasero, se le antojaba madriguera, útero materno, trinchera desde donde oír sin miedo el rugido de los obuses. Nada le costaba suplantar al desagradecido de José Luis y ofrecerle a su anciana madre unas migajas de felicidad. Resuelto a ello, dejó el maletín en el suelo, se sentó en la mecedora y, con el gesto diligente de un cirujano curtido, empuñó los cubiertos. Reforzando su fingida desenvoltura con un canturreo bajito, procedió a cortar el pastel, sin dejar de mirar de soslayo a la anciana, quien a su vez lo contemplaba a él con una sonrisa complacida. Tras servir la tarta, ambos atacaron su porción en un silencio de abadía, roto únicamente por los mugidos de deleite con que se turnaban para halagar el virtuosismo del pastelero.

Mientras devoraba el dulce, Alberto reparó en los dos retratos que colgaban en una de las paredes. Uno pertenecía a una mujer morena, de tez pálida y ojos lánguidos, probablemente hija de la anciana. El otro correspondía a un individuo flaco, de rostro elemental y nariz aguileña que debía de ser José Luis. Tuvo que reconocer que guardaba cierto aire de familia con el individuo al que estaba sustituyendo, aunque el tipo de la fotografía poseía una mirada resuelta con la que él no había tenido la fortuna de nacer. Estaba claro que José Luis pertenecía a ese grupo de personas que encaran la vida como una competición excitante, por lo que no era difícil imaginarlo yendo de aquí para allá con rollos de planos bajo el brazo, o hurgando en los subterráneos de una mujer con un guante de látex, o impartiendo órdenes a un equipo de vendedores de enciclopedias formado por hombres sin más sangre en las venas que la imprescindible para mantenerse con vida. Resultaba triste, de todas formas, que tuviese algo más importante que hacer el día del cumpleaños de su madre que estar allí. Tan triste como que él no tuviese nada más importante que hacer en algún otro lugar.

—¿Dónde está mi regalo? —inquirió de repente la anciana.

La pregunta alarmó a Alberto. Contempló a su anfitriona, sin saber qué contestarle, hasta que se acordó del regalo que esa misma tarde, mientras deambulaba por un centro comercial, había comprado para Cristina. ¿Por qué no, puestos a jugar, hacerlo bien?, se dijo hurgando en su maletín. Extrajo el regalo, lo desenvolvió y se lo mostró a la anciana. Esta estudió la bola de cristal que anidaba en la palma de Alberto con una mirada escéptica.

—Es un bibelot —explicó Alberto.

Lo sacudió con un movimiento seco, e inmediatamente, sobre el pintoresco pueblecito que se alojaba en su interior, se desencadenó una nevada. Al ver surgir de la nada aquellos copos de nieve, a la anciana se le iluminó el rostro. Lo tomó con reverencia de las manos de Alberto y, tras un momento de duda, se atrevió a agitarlo ella misma, conjurando de nuevo la nieve sobre aquel paisaje minúsculo. Luego, dejándolo a un lado, como si quisiera aplazar su disfrute para cuando volviera a encontrarse sola, dedicó a su falso hijo una mirada satisfecha.

—Es un mundo de juguete que tiene sus propias reglas —puntualizó Alberto, señalando el bibelot con las cejas—. Ahí dentro todo funciona de otra manera.

La anciana asintió con gravedad, pese a que resultaba imposible que hubiese llegado a entender sus palabras. Al instante, Alberto se reprochó el haber correspondido a la afable disposición de su anfitriona formulando un pensamiento tan íntimo e idiota como eran las impresiones que le había producido el bibelot. Pero ya estaba hecho. Se recordó entonces aventurándose en aquella tienda del centro comercial sin más propósito que el de reunir el valor suficiente para volver a encarar el frío de las calles. Una vez dentro, había merodeado entre sus estanterías, contemplando los abalorios sin demasiado interés, mientras un sentimiento de desdicha se iba apoderando de él. ¿Con aquella misma desgana iría royendo el futuro, malgastando los días rondando por bares y almacenes como un desarrapado al que ni siquiera le quedaba el consuelo del vino para disfrazar su inútil existencia? Pero qué podía hacer, si no se sentía con fuerzas para doblegarse ante los elementos ni lograba encontrar un sueño que perseguir, un anhelo a cuya consecución poder entregarse para exhibir al menos un poco de coraje. A veces miraba a su alrededor, hacía balance del día, y encontraba una exigua calderilla vital: el fogonazo de alegría que le había producido vender alguna enciclopedia, la victoria de haberle robado un beso o una caricia a Cristina, modesta gratificación a su perseverancia en la desapacible penumbra del descansillo. Y se echaba en la cama vencido, aterrado ante la posibilidad de que aquel mundo fuese inamovible, de que para que las cosas cambiasen fuera necesario el concurso de su voluntad. Perdido en tan funestos pensamientos, clavó los ojos en el bibelot que descansaba en un anaquel, en cuyo vientre el fabricante había acomodado una aldea de cuento, formada por cuatro o cinco casitas de madera y algunos abetos. Sin saber por qué, se imaginó viviendo allí dentro, en una de aquellas cabañas, rodeado de vecinos que, al igual que él, también habrían desertado de una realidad hostil y se afanaban en mantener en funcionamiento aquella suerte de simulacro. Finalmente, al verse presionado por las miradas cada vez más recelosas de la dependienta, había comprado el bibelot, aquel mundo dentro del mundo, sometido a la regencia de un dios que lo único que podía hacerles era espolvorearlos de tanto en tanto con una nevada inofensiva.

—Tu hermana debe de estar a punto de llamar —advirtió de repente la anciana, arrancando de sus pensamientos a Alberto, quien, tras un momento de confusión, clavó los ojos en el retrato de la mujer que había en la pared, no sin cierto temor—. Antes nunca me llamaba, ¿sabes? Pero desde el día en que se lo reproché, no se le olvida jamás.

En ese momento, como si las palabras de la anciana fuesen un conjuro, sonó el teléfono. Alberto dio un respingo, y buscó con la mirada el artilugio que producía aquel sonido desabrido e impertinente. Lo descubrió en una mesita cercana, camuflado entre cachivaches inútiles. Con esfuerzo, la anciana se levantó, se dirigió al aparato y lo descolgó.

—Hola, hija —saludó emocionada—. ¿Cómo estás? ¿Hace frío en Bruselas?

Conmovido, Alberto observó a la anciana, que se mantenía de pie junto a la mesita, oscilando levemente, como si el peso del auricular la desequilibrara. Mientras la oía conversar, admiró su figura desgastada, aquel compendio de años que tenía ante sí, y no pudo evitar sentir un principio de vértigo al ser consciente de que la anciana había habitado un tiempo distinto al suyo, que ella ya existía cuando él no era nada, tan sólo una remota posibilidad, una hipótesis que se concretó gracias al tesón de un zapatero, que no cejó hasta que la hija de su mejor clienta aceptó acompañarlo al baile de Navidad. Contempló a aquella criatura deteriorada con infinita ternura, maravillado por las vivencias que debía de atesorar en sus ojos, y lamentando que todo aquello fuese un legado sin destinatario que se perdería por el desagüe cuando la muerte decidiera al fin quitar el tapón de su existencia. ¿Qué clase de vida le habría tocado en suerte?, se preguntó. A juzgar por el modesto agujero donde rebañaba sus días, debía de haber tenido una de esas existencias de abeja laboriosa, dura y anónima, que siempre parecen discurrir al margen de la verdadera vida, cualquiera que esta sea. Junto a un marido que debía de haber fallecido unos años atrás, y de cuyo carácter Alberto nada podía deducir, la mujer habría criado a sus dos hijos sin escatimar coraje ni sacrificio, y ahora era probable que contemplara el puñado de días que le quedaba por consumir como un interminable tiempo muerto que no sabía en qué emplear. A esas alturas de la vida, pensó Alberto, con los deberes ya hechos, sólo cabía sentarse a reponer fuerzas, a disfrutar del cariño de los suyos, de la satisfacción de saberse artífice en las sombras de sus logros, de haber traído al mundo a alguien en cuyas gestas podamos constatar que el esfuerzo mereció la pena. Aunque resultaba evidente que sus hijos le negaban el placer de verlos construir sus vidas. La hija, al menos, la llamaba desde la remota Bruselas. El tal José Luis, que al parecer permanecía en la ciudad, ni siquiera eso. Apenado, Alberto continuó comiéndose la tarta, sin quitar oído de la conversación, algo preocupado por los derroteros que pudiese tomar. Su inquietud se acentuó cuando, después de unos minutos donde se había limitado a asentir al parloteo que provenía del otro lado de la línea, la anciana dijo:

—No te preocupes por mí, hija. No estoy sola. Tu hermano ha venido a verme.

Tenso sobre la silla, aguardando acontecimientos, Alberto masticó despacio el bocado de dulce que acababa de llevarse a la boca. Oyó a la mujer replicar algo, con un tono de voz repentinamente severo, que hizo que la anciana enmudeciera un instante, como si buscase las palabras adecuadas para responderle.

—No empieces otra vez, hija —la oyó decir—. ¿Por qué siempre me dices lo mismo? ¡José Luis no está muerto! ¡No murió en ningún accidente de avión! Está aquí, conmigo, comiéndose la tarta.

Alberto dejó de masticar, y fulminó con la mirada el retrato de José Luis. ¿Estaba suplantando a un muerto? Miró de nuevo a la anciana, que continuaba insistiendo en que su hijo estaba vivo. Pero la voz del otro lado no daba su brazo a torcer.

—Anda, habla con tu hermana —le ordenó de pronto la anciana tendiéndole el teléfono—. Dile lo muerto que estás.

Alberto contempló el auricular como si se tratase de una cobra. Porque no supo cómo negarse sin levantar sospechas en su anfitriona, se incorporó y cruzó, algo mareado, la distancia que lo separaba del teléfono. Empuñó el auricular sin saber qué hacer.

—Hola, hermana —dijo, con el corazón batiéndole el pecho—. ¿Qué tal todo?

Al otro lado de la línea se hizo un silencio sepulcral.

—Quién eres, hijo de puta? —oyó preguntar a la mujer cuando se recuperó de la sorpresa.

Pese a la dureza del tono, a Alberto le pareció una voz agradable. Observó el retrato que colgaba de la pared, y eso disipó parte de su inquietud, como si el hecho de conocer su aspecto físico le diese algún tipo de extraña ventaja sobre la mujer. Esta, ante su silencio, había comenzado a insultarlo e incluso amenazaba con llamar a la policía si no se identificaba.

—Escuche —dijo Alberto bajando la voz, tras comprobar de soslayo que la anciana había regresado a su butaca y no podía oírle—. Sólo soy un vendedor de enciclopedias. Su madre me ha confundido con su hermano y yo he decidido continuar con la farsa. No voy a hacerle ningún daño, créame, ni voy a robarle nada. Sólo le estoy ofreciendo un poco de compañía, eso es todo. Me comeré la tarta y me marcharé.

La mujer guardó silencio durante unos instantes, digiriendo su explicación, y Alberto, consciente de lo disparatada que sonaba la verdad, temió que no lo creyese. Pero, para su sorpresa, cuando la desconocida volvió a hablar fue para disculparse por su actitud y agradecerle lo que estaba haciendo por su madre.

—La pobre está muy sola —explicó la mujer en un tono lento, divagatorio, como si reflexionase para sí misma—. Desde la muerte de José Luis no es la misma, ¿sabe? Se niega a creer que haya fallecido. Ha construido un mundo donde todo sigue como antes. Le agradezco que haya contribuido a hacerlo real. Es lo que hacemos todos.

Alberto la dejó hablar sin atreverse a interrumpirla, consciente de que la mujer no estaba sino desahogándose. Cuando volvió a quedarse callada insistió en que no tenía por qué agradecerle nada: la tarta era deliciosa y él no tenía nada mejor que hacer esa tarde. La mujer dejó escapar una risita, que a Alberto se le antojó extraordinariamente dulce. Le resultó incongruente escuchar un sonido tan delicado y limpio en aquella habitación desolada, sumida en la más viscosa de las tristezas, y estuvo a punto de pedirle a la mujer que volviera a reír, que volviera a enredarle los tímpanos con aquella mariposa de luz, pero le pareció una petición temeraria, impropia entre dos desconocidos. Incomodados por el silencio que, una vez aclarado todo, se había instalado entre ellos, ambos se apresuraron a despedirse. Al colgar el teléfono, a Alberto le sorprendió saber que, en la remota Bruselas, una desconocida estaba plagiándole el gesto. Por los comentarios de la anciana había deducido que la mujer no estaba casada ni parecía convivir con nadie, por lo que la imaginó sentada en un sofá, vestida con un pijama sencillo, de esos con trazas masculinas, y el cabello moreno húmedo y reluciente debido a la ducha que se habría regalado como colofón a una cansina jornada laboral en algún edificio administrativo, entre cuyas sobrias paredes se le escurría la vida sin ella saberlo. La ubicó en un apartamento pequeño, decorado sin demasiados alardes imaginativos pero con buen gusto, tal vez con vistas a un parquecillo alfombrado de una hojarasca crujiente, casi musical, sobre la que la mujer solía caminar de regreso a casa bajo la trágica luz del crepúsculo. No sabía cuánto habría de cierto en el retrato que había improvisado. Quizá tan sólo hubiese acertado en lo del sofá, puede que en el pijama. Pero lo que sí podía asegurar era que, ahora, en aquel preciso instante, la mujer estaba pensando en él. Tal vez no volviese a hacerlo nunca más, pero en aquel momento lo estaría imaginando, asignándole un físico movida por ese acto reflejo que nos obliga a ponerle un rostro a los desconocidos que nos llaman por teléfono. Y el hecho de que, pese a que no se conocían ni jamás se habían visto, estuviesen pensando el uno en el otro, perfectamente sincronizados, separados por un océano de kilómetros, le produjo una sensación de agradable complicidad.

Alberto reparó entonces en que la anciana se había quedado dormida. Demasiadas emociones por hoy, pensó. Se quitó el bonete, lo dejó sobre la mesa y, tras coger su maletín, se despidió de ella con una sonrisa. Cerró la puerta del piso sin hacer ruido y bajó las escaleras. En el portal, antes de salir, se detuvo a estudiar los buzones movido por la necesidad de adjudicarle un nombre a su anfitriona. Buscó el casillero que le correspondía y acarició la plaquita con los dedos, repasando las letras doradas que componían la identidad de la anciana como lo haría un ciego.

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