Read El menor espectáculo del mundo Online
Authors: Félix J. Palma
Desperté en el miserable jergón de una celda, sin Marga y sin escayola, pero cubierto por un abrigo de visón que, antes de irme, regalé a la puta del calabozo vecino, una colombiana sin papeles que sabría cómo sacarle partido. Una vez en la calle, no se me ocurrió otro sitio donde ir salvo a La Verónica. El cielo amenazaba lluvia, y yo necesitaba un café bien cargado que paliara el desagradable zumbido de mi cabeza, aparte de cruzar un par de palabras con el incompetente de mi tío.
Entré en el local, andando por primera vez en mucho tiempo, e indiqué a los escasos parroquianos con una amplia sonrisa que venía en son de paz. Hubo una sacudida de cabeza generalizada, alguno subrayó el gesto atornillándose la sien con el dedo, pero nadie impidió que volviese a recuperar mi mesa esquinada. Allí, saboreando el café y jugueteando con la moneda del cambio, me pregunté cómo había hecho mi tío para destrozarme la existencia en tan poco tiempo, insistiendo en todo momento en que intentaba ayudarme. Pero lo peor no era que había perdido a mi mujer, mi trabajo y la cordura en lo que tarda en soldarse un hueso, sino que debía caminar entre el paisaje de cascotes con el fantasma de mi tío sobrevolando mi cabeza. Fuera empezaba a llover. Estuve contemplando la lluvia durante un rato, como hipnotizado; luego me levanté, dejando la moneda sobre la mesa por si antes de irme me decidía a probar suerte con la tragaperras, y me dirigí al retrete para averiguar qué había fallado esta vez.
Pero, al repasar los garabatos de la puerta, no encontré las excusas que esperaba. En vez de ello, mi tío había escrito un grito de júbilo seguido de una despedida. «Lo hemos conseguido», decía. Y luego, en tono solemne: «Es hora de partir». De repente, la cisterna empezó a desaguar estrepitosamente, una y otra vez, como si alguien que no podía ver tirase de su cadena con alborozo, como hacen los camioneros con sus sirenas cuando hay algo que celebrar. Era mi tío Carlos despidiéndose. El cielo se había abierto al fin para él. Pero ¿cómo era posible? La misión había sido un completo fracaso, yo ni siquiera había podido rematar el plan. ¿O sí? De súbito, lo comprendí todo. Lo que había ocurrido la noche pasada había sido justo lo que había sucedido en el futuro: yo había tratado de suicidarme, pero debido a la intervención policial, no había acabado bajo tierra, sino en la trena. Mi tío sabía por tanto que yo no moriría, sin embargo, para no restar convicción a mi papel, había decidido sustituir el verdadero desenlace por un final mucho más funesto, una conclusión que a la larga era la que debía haber ocurrido. De esa forma, yo había salido de casa dispuesto a acabar con mi vida, y no con la intención de representar una comedia que me permitiría recuperar a mi mujer. Pero, si todo eso era cierto, si habíamos tenido éxito, ¿dónde estaba Marga?
Salí del retrete, envuelto en el estruendo ensordecedor de la cisterna, en el mismo momento en el que ella entraba en La Verónica. Nos contemplamos el uno al otro un instante. Marga traía el cabello húmedo y revuelto, las mejillas encendidas por la carrera, los ojos como revólveres amartillados. Nos abrazamos justo cuando la tragaperras, sobrecogiendo a la parroquia con una melodía festiva nunca antes escuchada, evacuaba su premio especial sin que nadie mediara en ello, como si un fantasma le hubiese echado una moneda.
A Enrique del Álamo,
por todos aquellos cafés del pasado.
—Podrías aprovechar el fin de semana para arreglar la lámpara del salón —sugirió Pilar, a modo de despedida.
Hubo un tiempo en que las despedidas eran otra cosa. Estaban hechas de abrazos inflamables y de besos que reventaban en la boca como cerezas mordidas, derramando en el paladar un jugo dulce que te consolaba mientras veías partir el tren. Había palabras sin refinar, surgidas directamente de lo profundo del alma, e incluso algún proyecto de lágrima que titilaba en la comisura del ojo sin llegar a caer, como si ambos considerásemos la momentánea separación como una afrenta injusta que no creíamos merecer. Pero habían bastado cinco años de matrimonio para que las reuniones empresariales a las que Pilar debía asistir cada mes perdiesen todo su dramatismo. Las despedidas las resolvíamos ahora sin aspavientos en el salón de casa. Parecía como si, a pesar de que la maleta llevaba casi una hora colocada junto a la puerta, ninguno sospechara lo que iba a ocurrir hasta que oíamos el claxon del taxista; entonces, aliviados de no disponer de tiempo para más, nos apresurábamos a despedirnos con un abrazo casi oficial, durante el que Pilar aprovechaba inevitablemente para reprobar mi pereza doméstica: si no era la lámpara del salón, era cualquier otra cosa. En realidad, no había diferencia entre arreglarla o no, pues siempre habría alguna engorrosa tarea por solventar que me impediría mostrarme ante ella libre de pecado.
—No olvides recoger a la niña a las siete —me recordó junto a la puerta, antes de apedrearme los labios con un beso urgente.
Me asomé a la terraza para verla subir al taxi. Desde el sexto piso, el mundo me parecía siempre un confuso hormiguero, proclive a ser examinado con el desapego de una divinidad o un francotirador. Tal vez por eso, contemplando a Pilar desde las alturas, mientras el taxista se esforzaba en introducir su equipaje en el maletero, me dio por preguntarme si todavía la quería. Era triste formularse aquella pregunta a sus espaldas, aunque era aún más triste no poder contestarla de inmediato, que la respuesta, cualquiera que fuese, no surgiese de manera espontánea, como una certeza instintiva, animal, sino que sólo pudiese ser el resultado de una ardua exploración interior que siempre terminaba posponiendo para algún momento mejor. Pero era difícil encontrar en el vértigo de los días un par de horas muertas para tan prolijo chequeo. De los tres últimos años, además, no podía extraerse ninguna conclusión fiable, pues ni siquiera podían evaluarse junto con los anteriores, ya que la irrupción de Sarita en nuestras vidas había tenido el efecto de un moderado cataclismo. El mapa de nuestro firmamento sentimental sufrió de súbito una reordenación: la niña se convirtió en la refulgente estrella alrededor de la que ambos orbitábamos sumisamente, una pequeña tirana que nos neutralizaba como pareja, obligándonos a expresar nuestro amor a través de ella misma, como dos ventrílocuos torpes. Durante este último periodo, por tanto, se hacía imposible distinguir la fatiga amorosa del cansancio que nos provocaba ejercer de padres a jornada completa.
Despedí al taxi con un gesto de la mano que pasó desapercibido al mundo, y volví dentro, disgustado conmigo mismo por haberme formulado aquella pregunta improcedente. Lo cierto era que antes habría dado mi vida por ella, sencillamente, y ahora era incapaz de arreglarle la lámpara. Por probar suerte, pulsé el averiado interruptor varias veces, y contemplé con suspicacia la lámpara, que colgaba del techo como un racimo de cristal, negándonos su luz. Quizá sólo se tratase de desmontar el enchufe y ajustar algún cable suelto, me dije esperanzado, al tiempo que consultaba el reloj, comprobando que todavía faltaban dos horas para recoger a Sarita. Y supe, con la clarividencia con la que se saben esas cosas, que era ahora o nunca. Si no buscaba las herramientas y me ponía a ello esa tarde, ya jamás la arreglaría. Así de sencillo. Y no habría jornada en nuestras vidas en la que Pilar no entrara en el salón y soltara una blasfemia al realizar el gesto mecánico de encender la luz, una maldición que acabaría coronando los días malos y amargando los buenos, un reproche a mi dejadez que acaso podría formularse en cualquier momento, como un comodín. Un zumbido perpetuo, en fin, que nos impediría ser completamente felices. ¿Era eso lo que quería?
Sin darme tiempo a arrepentirme, me dirigí al trastero en busca de mis herramientas. El cuartucho de los trastos se encontraba junto a la cocina, en el ala de la casa orientada al patio interior, de donde se filtraba siempre una luz roñosa, como destilada por un sol más barato que el que iluminaba la fachada exterior. Fue el trastero lo que nos hizo decidirnos por aquel piso, conscientes de que, en su andadura por el mundo, el hombre no hace sino acumular cosas contra su voluntad, como si toda existencia produjese inevitablemente una excreción de electrodomésticos averiados, zapatos viejos, latas de pintura nunca del todo vacías o misteriosas madejas de cables. El trastero apenas era mayor que un ascensor, pero disponía de ventilación gracias a un pequeño ventanuco que daba al patio, y la puerta se abría hacia fuera, lo que permitía aprovechar al máximo su espacio. Lo abrí y permanecí un rato contemplando con inquietud el rebujo de cachivaches que desbordaba las baldas de su interior. ¿Qué habría sido antes, el trastero o los trastos?, me pregunté mientras me remangaba la camisa, preparándome para hozar entre aquellos desperdicios. Nada más aventurarme en su interior, me golpeé en la rodilla con la tabla de planchar, ese utensilio cuya principal virtud es estar siempre en medio. La aparté a un lado con violencia, pero al no acomodarla debidamente, enseguida perdió el equilibrio y volvió a inclinarse sobre mí, como un compadre borracho. Comprendiendo que no iba a dejar de incordiarme, la saqué fuera, apoyándola bruscamente contra la pared de la cocina; luego volví dentro y reanude la inspección.
Empecé a mover objetos cuya función en nuestras vidas, si es que alguna vez la habían tenido, ahora no lograba dilucidar. Fue justo en el momento de encontrar la caja de herramientas cuando oí el golpe. El ruido a mis espaldas me hizo girarme sobresaltado, a tiempo de ver cómo alguien cerraba la puerta del trastero desde fuera. Durante unos segundos quedé paralizado, imaginando la presencia de algún intruso en la cocina, antes de comprender que aquel porrazo debía de haberlo provocado la maldita tabla de planchar al caer sobre la puerta. Decidido a arrojarla sin miramientos por la terraza, tomé el picaporte e intenté abrir. Me desconcertó encontrar resistencia. Probé varias veces, sin entender qué ocurría, hasta que mi mente me ofreció lo que yo no podía ver: la absurda imagen de la tabla de la plancha atravesada en el pasillo, con el morro clavado bajo el picaporte y la parte trasera contra la pared de la cocina, como un remedo casero de esas estacas que se utilizaban para reforzar las puertas de los castillos durante los asaltos. Comprender lo que ocurría me tranquilizó, como si el hecho de que fuese la tabla lo que me impedía salir añadiera al incidente un aire de irrealidad que le restaba dramatismo, convirtiéndolo en un simpático episodio fácilmente solucionable. Pero un par de nuevos e infructuosos intentos me bastaron para comprender que, por ridículo que resultase, la tabla de la plancha me había dejado encerrado en el trastero.
Necesité varios minutos para digerirlo. Al principio, me negué a aceptar que aquello hubiese ocurrido realmente, y no pude sino limitarme a observar la puerta atrancada con escepticismo; luego, cuando asimilé el suceso, la emprendí a patadas contra ella durante un rato, y finalmente, una vez comprobé que la situación, aparte de absurda, era inamovible, suspiré hondo e intenté calmarme, pasando una mirada a mi alrededor con las manos metidas en los bolsillos, como un paseante que se detiene en mitad de un sendero a apreciar el paisaje. De acuerdo: estoy atrapado en el trastero, acepté.
Una vez asimilado tan insólito hecho, lo principal era no dejarse llevar por el pánico, a pesar de que un vistazo al reloj me reveló que debía encontrar la manera de escapar de allí con la mayor urgencia posible, pues apenas quedaba poco más de una hora para que Sarita saliese de su clase de manualidades. Imaginé a la niña al pie de la escalinata del colegio, oteando el horizonte con inquietud, esperando ver aparecer la figura paterna mientras apretaba en su manita la figurita de plastilina que había hecho esa tarde. ¿Cuánto tiempo puede esperar una niña de dos años y medio en el sitio del que su padre le ha dicho que jamás debe moverse? La imaginé asistiendo inmóvil a la llegada de la noche, y al nacimiento de un nuevo día, y al suceder de las estaciones. La imaginé creciendo en aquellas escaleras, recibiendo la menstruación, enamorándose del mendigo de la plaza, mientras aferraba con fuerza el muñequito de plastilina, lo único que permanecía inalterable, la única prueba que tenía de que todavía era una niña cuyo padre se retrasaba más de lo normal.
Sacudí la cabeza, disipando aquellos pensamientos: aún no estaba todo perdido. El padre de esa niña era un hombre de recursos. Contemplé la situación con frialdad. Grosso modo, tenía dos opciones: salir por mis propios medios o pedir ayuda. Lo primero exigía unas dotes de ingenio con las que no estaba seguro de contar, y dependía también, en gran medida, de los cachivaches que atesorara el trastero, cuyo examen se me antojaba lento y laborioso. La segunda opción parecía mucho más factible gracias al ventanuco que daba al patio. Utilizando una pequeña escalerita que alguien había guardado allí en un gesto providencial, podía asomarme al patio y pedir socorro. En realidad, lo único que necesitaba era un alma caritativa que retirase la tabla de planchar, cosa bastante sencilla si yo fuese uno de esos hombres respetuosos con la tradición de esconder una llave bajo el felpudo. Pero mis llaves se encontraban en ese momento descansando sobre el recibidor de la entrada, ovilladas sobre una hojarasca de facturas y folletos publicitarios. Y dado que tanto los padres de Pilar como los míos vivían en el pueblo y que nunca habíamos tenido la precaución de premiar la confianza de algún amigo o vecino otorgándole un juego de llaves, la única persona para la que la puerta de mi apartamento no supondría ningún problema irresoluble era un cerrajero. Necesitaba, por tanto, rogarle a algún vecino que tuviese la amabilidad de avisar a uno.
Una vez subido en la escalerita, saqué la cabeza por la escotilla que semejaba el ventanuco. Largo y estrecho, el patio venía a ser el esfínter del edificio, el lugar secreto donde exponíamos nuestra ropa interior y desaguábamos las discusiones familiares. Contemplando aquel paisaje recóndito de ventanas y cañerías, lamenté no haber prestado mayor atención a los informes que Pilar me proporcionaba sobre nuestros vecinos, cuyas vidas iba completando poco a poco, con primor de bordadora, durante ascensores compartidos o encuentros en el vestíbulo. De haber sido así, ahora dispondría de un nombre que vociferar a través del patio, o al menos podría calcular a quiénes correspondían las ventanas. Pero yo nunca había mostrado interés por alternar con el resto de los moradores del inmueble; más bien me esforzaba por mantenerlos a raya con saludos escuetos y fieras sonrisas de doberman, evitando que rebasaran su condición de sombras anónimas, como si ya no cupiese más gente en la fiesta de mi existencia. ¿De qué iba a servirme conversar con algún vecino en el ascensor, descubrir los repechos y declives de su alma torturada, cuando mi vida ya se encontraba lo suficientemente saturada de amistades como para tener que dedicarme al cultivo de otra más? Me daba pereza emprender de nuevo los ritos de la jardinería social, dilapidar mi escaso tiempo libre en riegos y fumigaciones, y en el fondo temía que la cortesía vecinal de mi mujer acabara cuajando en amistad con alguno de ellos, obligándonos a acoger en nuestras vidas un nuevo personaje secundario que vendría a sumarse a ese elenco de amigos y conocidos que los años van renovando. Ahora, sin embargo, necesitaba la ayuda de mis vecinos, aquellos fantasmas sin rostros.