El menor espectáculo del mundo (2 page)

BOOK: El menor espectáculo del mundo
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A partir de ese día, como un reflejo del escritor checo, yo me recluía en mi despacho para pergeñar aquellas cartas que luego, como quien comete una travesura, introducía por debajo de la puerta. Laurita pronto se acostumbró a ellas, y cada mañana se levantaba de la cama antes de que sonase el despertador, como hacía en la noche de Reyes, ansiosa por conocer los progresos de Jasmyn en su búsqueda del País de las Muñecas. Verla leer mis cartas reconcentrada en un sillón del salón me enorgullecía, no sólo porque me confirmaba que esta vez había escogido el modo correcto de enfrentar aquel problema, sino también porque el embeleso con que Laurita devoraba mis palabras sugería que mi trabajo era más que aceptable. Mi hija, además, nunca nos hablaba de lo que decían las cartas, como si fuese un secreto entre ella y la muñeca, lo cual otorgaba aún más valor a mis humildes delirios imaginativos. Me hubiera gustado que Nuria también reconociese el esfuerzo que estaba invirtiendo en mitigar el dolor de nuestra hija, o al menos que celebrase la brillante estrategia que estaba empleando para ello, ya que había decidido ocultarle que en realidad había plagiado aquella idea de un escritor del siglo pasado llamado Franz Kafka, cuyo nombre, por otro lado, era probable que no le sonase de nada, dado que la lectura no ocupaba un lugar relevante en la vida de mi mujer, si exceptuábamos la prensa rosa, las revistas de decoración y los catálogos del Carrefour. Pero cada mañana Nuria asistía a mi estrafalario juego con indolencia. Me observaba echar la carta por debajo de la puerta y volver corriendo a mi silla del comedor como si contemplase las extravagancias de un demente que ya no tiene remedio. Quizá creyese que la niña debía saber la verdad, y que todo aquello iba a deformarle el espíritu y convertirla en una desdichada soñadora incapaz de desenvolverse en el mundo de los mayores, donde no había lugar para la fantasía. Pero no lo creía. Sospechaba que su desabrida actitud se debía más bien a que habíamos alcanzado un punto de no retorno, un punto donde, hiciese lo que hiciese, ya rescatara a un niño de un incendio o me nominasen al premio Nobel, ella no podría admirarme. El rencor hacia mí que, con el correr de los años, había ido acumulando en su interior se lo prohibía. Los tiempos de deslumbrarnos el uno al otro habían pasado. Ahora nos encontrábamos instalados en un lodazal en el que nos hundíamos lentamente, juntos pero sin atrevernos a darnos la mano porque incluso parecíamos renegar del cariño que una vez nos habíamos tenido, contemplado ahora como una suerte de sarna contagiosa, y sobre el que habíamos levantado aquel refugio contra el mundo que pronto se había revelado tan precario como un castillo de naipes.

Pero a mí aquello apenas me afectaba porque había encontrado un refugio más acogedor en las cartas de Jasmyn. Por fin había descubierto algo que realmente sabía hacer y que tenía un sentido dentro del sinsentido de mi vida. De modo que mientras mi matrimonio se derrumbaba con discreción, y yo bebía del amargo cáliz de la desdicha, Jasmyn conocía la felicidad, porque si en el universo que habitamos nadie parece ocuparse de nosotros, en el mundo de bolsillo que mi pluma había creado yo era un demiurgo solícito, un Dios atento y benévolo, capaz de desbrozar de malas hierbas el destino de Jasmyn sin necesidad de que ella me lo rogase arrodillada en ninguna iglesia. De mi mano, Jasmyn recorría Europa, alojándose en los baúles de los juguetes con los que iba contactando, como pisos de la resistencia, y cada vez se encontraba más cerca del añorado País de las Muñecas. Tras consultar el atlas, decidí ubicarlo en el Himalaya, a las faldas del gigantesco Everest, en un pequeño valle donde los muñecos vivían en paz, cultivando la tierra durante el día y cantando canciones durante la noche alrededor de las fogatas. A la luz de aquellas hogueras escribía ahora Jasmyn sus cartas, en las que le decía a Laurita lo mucho que la echaba de menos y cómo una noche, a pesar de no traer esa característica de fábrica, incluso había llorado mientras contemplaba una foto suya que había hurtado de nuestro álbum familiar antes de marcharse y que yo guardaba en mi cartera. Para entonces Laurita ya estaba curada, así que creí llegado el momento de que Jasmyn le revelase que no podía enviarle el mapa que la conducía al País de las Muñecas porque entre todos habían llegado a un pacto de silencio para preservar aquel lugar. Y el momento también de decirle que la muñeca se había enamorado de Crown, un muñeco guerrero, con espada al cinto y botas de terciopelo negro que había sido nombrado capitán de la guardia encargada de vigilar el reino.

El día en que llegó la noticia de la boda de Jasmyn, Nuria decidió abandonarme. Era inútil seguir, dijo, mientras acarreaba su maleta hacia la puerta. Aunque sospechaba que eso ocurriría, me dolió que ella hubiese escogido para abandonarme precisamente el momento en que yo más brillaba como padre. Espoleado por algo semejante al orgullo profesional, no puede evitar aludir a mi empresa con satisfacción, esperando de una vez un reconocimiento por su parte. Nuria agitó la cabeza, subrayando su decepción. Tendrías que esforzarte en otras cosas en vez de dedicar tu tiempo a llenarle la cabeza de pájaros a nuestra hija, dijo con visible desprecio. Tú no eres Kafka, Diego. Verme descubierto me sorprendió tanto que no supe qué decir, y cuando uno no sabe qué decir siempre habla la desesperación. No podré vivir sin ti, Nuria, mascullé. Y ahí quedó aquella ingenua afirmación de colegial, flotando en el aire sin que ninguno supiésemos qué hacer con ella. Adiós, Diego, dijo al fin Nuria, cerrando la puerta tras de sí.

Permanecí unos minutos confuso en mitad del pasillo, intentando pensar cómo arreglar aquello. Dejaría que transcurriese una hora y luego llamaría a casa de la hermana de Nuria, donde suponía que mi mujer habría buscado refugio, e intentaría convencerla de que volviese con nosotros. Pero lo primero que tenía que hacer era consolar a la niña, con quien antes de marcharse mi mujer había estado hablando, encerradas en su dormitorio. Laurita se encontraba sentada en su cama, con la mirada perdida en la pared. Me senté a su lado y traté de encontrar las palabras adecuadas para explicarle la situación. Iba a hablar cuando la niña posó su mano sobre la mía. No te preocupes, papá, dijo sin dejar de mirar la pared, mamá volverá, estoy segura. Aquello hizo que retuviese mis palabras en la boca y los ojos se me llenasen de lágrimas. El mundo que conocíamos se derrumbaba, pero por ahora era mejor hacer oídos sordos al estrépito de los cascotes. Eso era lo que Laurita me estaba proponiendo. Permanecimos un rato el uno junto al otro, envueltos en un silencio de iglesia, hasta que el sueño venció a mi hija sobre la cama y yo la arropé con la sensación de que tenía que ser ella quien me arropase a mí.

Fue entonces, acariciando el cabello de mi hija mientras la noche se estiraba sobre la ciudad, cuando reparé en un detalle de mi discusión con Nuria que se me había pasado por alto: ¿cómo podía saber ella que yo había empleado con Laurita la misma estrategia que un siglo antes usara Franz Kafka con la niñita del parque? Me levanté de la cama de un salto, poseído por una corazonada a la que me negaba a dar crédito. Pero todo apuntaba a que era cierta. Trastabillé por el pasillo, mientras en mi cabeza se iban ensamblando todas las piezas de un puzzle que siempre había tenido delante.

Comprobarlo fue terriblemente sencillo. Bastó con que me apostara con el coche cerca del cubil de soltero de Víctor, y subir hasta su piso al verlo salir rumbo al instituto. Llamé al timbre sabiendo quién me abriría. No puedes vivir sin mí, dije ante sus ojos espantados.

Llegué a casa con el tiempo justo para llevar a la niña al colegio. Mientras subía en el ascensor pensé que era la primera mañana después de un mes en que Laurita no encontraría ninguna carta de Jasmyn al levantarse. Por eso me sorprendió que mi pie tropezara con un sobre cuando abrí la puerta. Lo cogí del suelo envuelto en una nube de irrealidad. Pero no era una carta de Jasmyn. Era de Nuria, y estaba dirigida a mí. En ella me decía que aquello no era una despedida, que volvería, que necesitaba ver mundo, encontrarse a sí misma. Y esas palabras me hubiesen ofrecido un enorme consuelo de no haber estado escritas por la letra torpe y esforzada de mi hija de nueve años.

Laurita y yo nos miramos unos segundos, antes de fundirnos en un abrazo envuelto en lágrimas. Ahora comprendía que mi hija siempre lo había sabido, pero que había preferido creer en la hermosa mentira que yo había fabricado para ella antes que imaginar a su muñeca rota, tal vez tirada en una zanja, y que ahora me ofrecía la posibilidad de que yo creyese que la mía también volvería, a pesar de no poder evitar recordarla tendida sobre la cama de Víctor, mis dedos marcados en su cuello y en los ojos un último reproche, porque tampoco mi modo de enfrentar aquella situación le había parecido el correcto.

MARGABARISMOS
I. HACIA MARGA

El retrete del bar La Verónica ni siquiera merecería ese nombre. Era un cuartucho maloliente, de una angostura de armario escobero que obligaba a orinar con la taza incrustada entre los zapatos y el picaporte de la puerta presentido en los riñones, frío y solapado como una navaja. Sobre la boca desdentada que semejaba el escusado, cuya loza exhibía barrocos churretones amarillentos, colgaba una cisterna antigua que desaguaba en un estrépito de temporal, para quedar luego exhausta, como vencida, antes de emprender el tarareo acuoso de la recarga. Sobre la cabeza del usuario se columpiaba una bombilla que lo rebozaba todo de una luz enferma, convirtiendo la labor evacuatoria en una operación triste y atribulada. La desoladora escena quedaba aislada del resto del mundo por el secreto de una puerta mugrienta, que lucía delante el medallón reversible de un cartelito unisex y detrás un garrapateo de impudicias surgidas al hilo de la deposición.

Y sin embargo...

II. CON MARGA

Yo solía dilapidar las tardes en La Verónica, el único bar de los que se encontraban cerca de casa que a Marga le repugnaba lo bastante como para no ir a buscarme. Era un lugar en verdad repelente, que parecía desmejorar día a día, como si la cochambre del retrete se fuese apoderando lenta, pero inexorable del resto del local, de su mobiliario e incluso de su parroquia. Cubría su suelo un mísero tafetán de huesos de aceituna y mondas de gambas, y era difícil encontrar un trozo de pared libre de la imaginería de la tauromaquia. Regentaba su barra un chaval granujiento que acostumbraba a errar al tirar la cerveza, y, arrumbada en un rincón, canturreaba ensimismada una tragaperras, hecha a la idea de seguir rumiando sus premios durante siglos a menos que la trasladaran a algún otro negocio que contara con una clientela menos refractaria a las componendas del azar.

En aquel escenario nauseabundo y ruinoso me escondía yo de la implacable proximidad de mi mujer. No es que me desagradara su compañía, pero tras el tormento de la oficina lo que menos necesitaba era tenerla a ella rondando a mi alrededor, detallándome las incidencias de su trabajo en el instituto, las mortíferas travesuras de los alumnos o las ridículas cuitas sentimentales del profesorado. O, lo que era aún peor, sentándose junto a mí en el sofá, recogiendo las piernas como una pastorcilla y aventurando estratégicas caricias aquí y allá, buscándome las cosquillas amorosas con la intención de restaurar la sed de antaño, de prender en mí alguna chispa de deseo que nos condujera al lecho, o incluso a la mesa de la cocina, sin querer resignarse Marga a la rutina emasculadora del matrimonio, a habitar una relación que se descomponía irremediablemente con el paso de los años, como ocurría en las mejores familias. Harto del anecdotario del instituto y de su cruzada contra el tedio sentimental que nos envolvía, recurrí a las migraciones vespertinas, fui probando bares y cafeterías hasta encontrar un espacio blindado de mugre donde sus remilgos no le permitieran internarse. Nada más lo encontré, supe que había recuperado mis tardes para emplearlas en beber cerveza sentado en una esquina de La Verónica o, si me venía en gana, emprender tranquilos paseos, ir al cine u ocuparme de algún otro asunto que ella no tenía por qué conocer.

Las tardes que pasaba allí, que eran la gran mayoría, solía rematarlas con una visita al retrete, y mientras me abrochaba la bragueta, distraía la mirada en el códice sicalíptico que la inventiva conjunta de una infinidad de manos confeccionaba en la cara oculta de la puerta. Allí se apretaban obscenidades comunes, majaderías ocurrentes, consignas trasnochadas, ripios de enamorados, números de teléfono donde se garantizaban felaciones memorables... Constituían aquellos garrapateos el perfecto retrato del alma humana, un abanico de anhelos inconfesables e inmundicia moral que siempre me hacían repudiar mi desinfectado interior, mi escasa disposición para el envilecimiento.

Aquella tarde, sin embargo, me sorprendió descubrir entre tanta barbarie espiritual un consejo tan simpático como escueto: «Ten cuidado al volver a casa». No pude menos que corresponder con una mueca de afecto al gesto de alguien al que imaginaba leyendo aquellas inscripciones mientras desalojaba sus intestinos, cada vez más estremecido o apenado a medida que avanzaba su lectura, y tomando finalmente la decisión de estampar allí su modesta recomendación. Todavía sonriendo, salí del retrete y pagué mi consumición. Al guardarme el cambio, dediqué una larga mirada a la polvorienta tragaperras, barruntando si la máquina no estaría esperando la ocasión de una moneda para desembuchar su premio, una diarrea de dinero con la que llevar la contraria a la mustia parroquia, que parecía convencida de que la fortuna era incapaz de eclosionar en el deprimente interior de La Verónica.

Fuera, la tarde expiraba y una luz naranja amortiguaba la fealdad del mundo. Puse rumbo a casa sin prisas, demorando el regreso, el inevitable enfrentamiento con la mirada entre gélida y desdichada de una Marga a la que encontraría seguramente en el salón, ojeando apática alguna revista. Al rebasar la administración de lotería me detuve a encender un cigarrillo. Expulsé el humo con parsimonia, pensando en Marga. Me pregunté cuándo había dejado de quererla y por qué, pero no podía adjudicar una fecha exacta a la descomposición de mis sentimientos. Y menos aún encontraba un motivo concreto para tal desvanecimiento. Me asombraba, sin embargo, su ahínco, su coraje de capitán que no deja que el barco se hunda. Pero sobre todo me maravillaba de que Marga no se hubiese contagiado de mi desgana, que siguiese apostando por un tipo al que ni siquiera le parecía que mereciese la pena luchar por todo aquello que se perdía. Eso pensaba cuando el camión se me echó encima.

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