El misterio de Wraxford Hall (2 page)

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Authors: John Harwood

Tags: #Intriga

BOOK: El misterio de Wraxford Hall
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Yo no podía entenderlo; sin embargo, mis sospechas echaron raíces y crecieron. Ello explicaba por qué mamá había querido a Alma mucho más que a mí, y por qué yo nunca pude consolarla, e incluso por qué no la quise tanto como debería, tal y como llegué a intuir con un profundo sentimiento de culpa. Aunque constantemente rogaba a Dios que le devolviera a mi madre la felicidad, temía quedarme a solas con ella en el oscuro salón en el que pasaba sus días. Yo me sentaba en el sofá junto a ella, como si estuviera haciendo labor o fingiendo leer, y sintiendo como si un corsé de plomo se fuera estrechando lentamente en torno a mi pecho, al tiempo que me repetía silenciosamente a mí misma que yo sólo era una hospiciana, y que ella no era mi madre. «Soy una hospiciana; y ella no es mi madre». Lo repetía una y otra vez hasta que me daba permiso para irme, y entonces me reprochaba amargamente haber buscado su comprensión. De hecho, todo lo que sentía por mi madre se reducía a un sentimiento de culpabilidad; incluso me sentía culpable por estar viva, porque yo sabía que ella habría preferido que yo hubiera muerto y Alma hubiera vivido. Pero finalmente, no me habían devuelto al Foundling Hospital, y puesto que papá y ella habían decidido no decirme que yo era una hospiciana, entendí que no estaría bien preguntarles acerca de ello.

Intenté abordar la cuestión con Annie por todos los medios, pero, por alguna razón, ella jamás pareció darse por enterada, y cuanto más intentaba yo llevar nuestra conversación hacia el asunto de los hospicios, más parecía apartarse ella, hasta que repentinamente y sin previo aviso se acabaron nuestros paseos hasta el Foundling Hospital: siempre era «la semana que viene» u «otro día». Una vez le pregunté si pensaba que yo era culpable de que Alma hubiera muerto, y me aterrorizó la vehemencia de su negativa; me preguntó furiosa quién me había metido esas ideas en la cabeza. Pero… ¿y si mamá y papá no le habían dicho a Annie toda la verdad sobre mí? Ella seguramente pensaría que yo era muy mala por imaginar semejante cosa, pero yo nunca estuve lo suficientemente segura de hasta qué punto podía creer lo que me decía respecto a mi pasado.

Mientras Annie estuvo conmigo, siempre había algo que me obligaba a mirar hacia el futuro. Ella tenía amigas que eran niñeras y que llevaban a los niños a jugar a la plaza, y yo me unía a sus juegos y corría con ellos, y me reía, y olvidaba que era una hospiciana. Pero cuando escuchaba sus conversaciones sobre sus hermanos y sus hermanas, sus tíos y tías, y sus primos, y sus abuelas, recordaba que yo no había visto jamás a ninguno de mis parientes. Cuando fui mayor, supe que papá tenía una hermana viuda en Cambridge, que no nos visitaba porque mamá no se encontraba bien, y que mamá tenía un hermano pequeño llamado Frederick, a quien no había visto desde hacía muchos años. No tenía abuelos vivos, porque papá y mamá ya eran un poco mayores cuando se casaron; el padre de mamá había estado enfermo durante mucho tiempo, y ella se había tenido que quedar en casa para cuidarlo hasta que casi tuvo cuarenta años.

Jamás se me ocurrió pensar que Annie y yo no permaneceríamos juntas indefinidamente. Pero cuando cumplí los ocho años, me llevó a su habitación y me sentó en su cama, me rodeó con sus brazos y me dijo que pronto tendría que ir a la escuela de la señorita Hale, que se encontraba muy cerca de nuestra casa. La pobre Annie estaba intentando que aquello pareciera una agradable sorpresa, pero yo podía notar la tristeza en su voz. Entonces me confesó que nos dejaba; papá había decidido que yo ya era demasiado mayor para tener una niñera, y que Violet, la doncella, podría ocuparse de mí a partir de entonces. A mí no me gustaba Violet: era gorda, y tenía las manos frías, y olía como la ropa sucia que lleva demasiado tiempo en el cesto. En vano le rogué a papá que permitiera quedarse a Annie; me dijo que teniendo en cuenta los honorarios de la señorita Hale, no podíamos permitirnos el lujo de mantener a Annie. Yo le dije que no necesitaba ir al colegio, y que podría aprender todo lo que precisaba en los libros, y así Annie no tendría que marcharse; pero no hubo manera. Si me quedaba en casa, necesitaría una institutriz, lo cual sería aún más caro. Y no: Annie no podía ser mi institutriz porque no sabía nada de francés, ni de historia, ni de geografía, ni de ninguna de las cosas que yo aprendería en la escuela.

Aunque acudí al colegio de la señorita Hale decidida a odiar todo lo que significaba aquella escuela, no estaba preparada para resistir el terrible aburrimiento de las clases. En casa nadie había supervisado mis lecturas, porque Annie no sabía nada de libros y difícilmente podía leer una cartilla. Papá mantenía su estudio cerrado con llave, pero no la biblioteca que había en la puerta de al lado, en una habitación no más grande que una alcoba, y que era para mí una mina de oro en la que tácitamente se me permitía la entrada, en tanto en cuanto cada libro fuera devuelto a su lugar exacto antes de que papá regresara a casa. Y así me acostumbré a leer libros que apenas comprendía, confundiendo sonidos y significados de palabras desconocidas con la ayuda del diccionario del doctor Johnson
[3]
. Bien al contrario, en la escuela todo lo tenía que aprender a fuerza de repetirlo mil veces, excepto las interminables sumas de aritmética, las cuales me resultaban tan inútiles como difíciles. Y, de nuevo, al convivir con las otras niñas de mi clase, me percaté de mi falta de hermanos y hermanas y parientes. En la escuela apenas podía hablar acerca de los libros que leía y pronto descubrí que un conocimiento prematuro de las obras de Shelley y de Byron no era algo de lo que se pudiera presumir
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.

Y a pesar del aburrimiento, se puede decir que el colegio de la señorita Hale representaba un verdadero alivio frente a la oscuridad en la que se había sumido mi madre. En vez de tomar el té con Annie en la habitación de los juegos, ahora tenía que reunirme con mamá en el salón y sentarme a la mesa y entablar una conversación forzada… la mayoría de las veces sobre lo que había aprendido aquel día en la escuela. Y después nos quedábamos sentadas en silencio en el salón: mamá, bordando mecánicamente o con los ojos clavados en la chimenea, con la mirada perdida, mientras yo daba puntadas en mi propia labor y observaba el lento tictac del reloj que había sobre la repisa de la chimenea, contando cuartos de hora tras cuartos de hora, hasta que podía huir a mi cama, en la buhardilla, donde podría leer hasta que la vela se agotara.

En mi segundo año en el colegio de la señorita Hale gané un premio de lectura: un libro de los mitos griegos con maravillosos dibujos. Las historias que más me gustaban eran la de Teseo y Ariadna, la de Orfeo y Eurídice y, especialmente, la de Perséfone en el inframundo. Todo lo que guardara alguna relación con el inframundo me fascinaba… Solía imaginar que el inframundo se encontraba precisamente bajo el suelo de la cocina y que podría encontrar las escaleras para descender al Hades… si fuera lo suficientemente fuerte como para levantar una de las losas. Yo tenía una caracola en la que podía escuchar el sonido del mar, lo cual siempre me reconfortaba: así que podía leer mi libro y ver los dibujos al tiempo que escuchaba las olas del mar e imaginar mis propias historias de Perséfone en el Hades. Seis granos de granada no parecían ciertamente un pecado muy grave
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. Papá me explicó algún tiempo después que en realidad se trataba de una historia sobre las estaciones y sobre las semillas que esperan bajo tierra a que llegue la primavera —eso era lo que había dicho un erudito de Cambridge—, pero todo aquello me parecía trillado y aburrido, y no explicaba las cuestiones más interesantes, como la historia del barquero Caronte, y Cerbero con sus tres cabezas, y Hades con su casco de la invisibilidad, con el cual podía subir al mundo superior sin que lo vieran…

Extrañamente, quizá, las almas de los muertos no desempeñaban ningún papel en mi inframundo. Era un lugar misterioso, lleno de galerías y secretos, oscuro y sombrío, y en cierto modo, cautivador, por el cual yo podría vagar libremente si conseguía encontrar la entrada. Una vez soñé con una gruta en la que encontraba un cofre profusamente tallado y lleno de oro y plata y piedras preciosas, y cuyo fulgor iluminaba la cueva cuando lo abría; esta historia formaba parte de mi inframundo imaginario junto con su versión contraria, una caja vulgar de madera que parecía vacía al principio y que, cuando la mirabas bien, la oscuridad comenzaba a derramarse por los lados en forma de una niebla oscura y gélida, y a inundar el suelo empedrado de la cueva. También soñaba con los campos de asfódelos
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>, alfombradas con flores de riquísima púrpura —o así las imaginaba yo—, y cuando me cansaba de los túneles, podía ascender a los Campos Elíseos, donde el sol brillaba siempre y la música jamás cesaba.

De todos modos, en mi casa, mi hermana muerta siempre estaba con nosotros. Mamá había hecho un santuario de la habitación de Alma. Era una pequeña cámara abierta a su propio dormitorio, y allí conservaba todo como si Alma pudiera reaparecer en cualquier momento: la sábana doblada, su muñeca de trapo favorita sobre la almohada, su camisón extendido, un ramito de flores en un vaso sobre la cómoda… La puerta estaba siempre abierta, pero nadie salvo mamá podía cruzar aquel umbral; mamá se ocupaba personalmente de limpiarlo y disponerlo todo, lo cual resultaba perfecto para Violet, porque era muy perezosa y no le gustaba nada subir las escaleras. Violet dormía en una habitación de la buhardilla, como yo, pero al otro lado del rellano; algunas veces, por la noche, yo podía oír sus refunfuños y sus resoplidos cuando subía las escaleras para irse a la cama. Ahora me pregunto por qué estaría esa mujer durante tanto tiempo con nosotros… si nuestra casa tenía tantas escaleras que apenas se podía ir a cualquier parte sin que se tuvieran que subir al menos dos tramos de escalones.

Aparte de Violet, sólo contábamos con la señora Greaves, la cocinera, que hacía su vida por entero en la planta de abajo. La señora Greaves era viuda, tenía el pelo gris y era corpulenta y con el rostro colorado, como Violet; pero mientras Violet temblaba como una crema de vainilla embutida en sus ropas, la señora Greaves era tan redonda y tan firme como un barril. Aunque la cocina tenía sólo un lúgubre ventanuco que se abría a un patio al nivel de la calle, era el lugar más iluminado y cálido de la casa, porque la señora Greaves mantenía la luz de gas abierta tanto como daba de sí, y en invierno apilaba tanto carbón en los fogones que se podía ver el resplandor rojo latiendo por debajo de las ranuras de la puerta. La señora Greaves impartía las órdenes a Violet, y ésta las ejecutaba lentamente y con desgana, pero obedecía de todos modos. No teníamos lavandería; la ropa blanca la enviábamos a una lavandera externa.

Aparte de la habitación de Alma, mamá no prestaba más atención al mantenimiento de la casa que a cualquier otra cosa, e imagino que papá tampoco debía de saber cuánto nos costaban el gas y el carbón, o al menos no le importaba tanto como para permitir que ello afectara a su tranquila existencia. La señora Greaves dormía en una pequeña habitación, detrás de la despensa, abierta a un patio oscuro y húmedo, de muros altos. El comedor y los salones estaban en la segunda planta; papá tenía el primer piso sólo para él, con la biblioteca, que daba a la fachada, su estudio en el centro, y después su dormitorio, con baño en el rellano, así que nunca se veía precisado a subir más arriba; al menos, yo nunca lo vi subir. Los dormitorios de mamá y de Alma estaban en la siguiente planta, junto con la habitación que había sido de Annie; y más arriba, las buhardillas. Mi pequeña habitación daba al este y a menudo, en invierno, las tardes del domingo, yo subía y me metía en la cama buscando el calor e intentaba perderme en aquel mar de tejados de pizarra y ladrillos ennegrecidos que se extendía hasta la gran cúpula de San Pablo, pensando en todas las vidas que transcurrían tras aquellos infinitos muros.

Siempre me había gustado la señora Greaves, pero mientras tuve a Annie para hablar por mí, yo me había mostrado siempre demasiado tímida para decir algo más que «sí», «no» o «gracias». Y durante mucho tiempo después de que Annie nos hubiera dejado, la eché demasiado de menos como para desear la amistad de nadie más. Pero a medida que fueron transcurriendo los meses, la luz y el calor de la cocina me fueron arrastrando hacia allí, especialmente los sábados, cuando Violet tenía su día de descanso. Al principio simplemente me sentaba en un taburete y miraba; después, poco a poco comencé a ayudar, hasta que me convertí en una experta peladora de patatas y en una eficaz batidora de cremas y masas. En alguna ocasión incluso se me permitía abrillantar la plata, lo cual era para mí un gran privilegio; desde cualquier punto de vista, me parecía que la vida de un criado era con mucho preferible a la vida de una dama.

—Creo que me gustaría ser cocinera cuando sea mayor —le dije a la señora Greaves una tarde de invierno.

Había estado lloviendo durante todo el día y, por encima del suave crepitar de los fogones, se podía oír el borboteo del agua en el sumidero del patio.

—Eso puede decirlo usted aquí, señorita —replicó—, pero la mayoría de las cocinas no son así. Muchas cocineras viven como esclavas, tiritando en la oscuridad, con las manos despellejadas por el trabajo, porque sus señoras apenas les permiten utilizar una pulgada de vela o unos pocos carbones, y ni siquiera pueden imaginar el gas que nosotros disfrutamos aquí. Además, usted va a ser una dama, con una casa y criados a su servicio, y se ocupará de su marido y de sus niños; y entonces, créame, señorita, no querrá dedicarse a pelar patatas.

—Yo nunca tendré niños —dije con vehemencia—. Alguno de ellos podría morir y entonces me ocurriría lo mismo que a mamá, y no volvería a ser feliz.

La señora Greaves me observó con tristeza; yo nunca había hablado antes tan abiertamente del dolor de mi madre.

—La gente del campo en Irlanda, señorita, diría que su madre está… «lejos».

Miré expectante a la cocinera.

—Bueno… sólo son fantasías, entiéndalo… dicen que cuando una persona está… así… es porque las hadas se la han llevado y han dejado a un espíritu en su lugar…

—Y las hadas… ¿devuelven a esas personas alguna vez?

—Pues claro, mi niña… yo perdí a dos hermanos, como sabes, y pensé que mi corazón se rompería de dolor… Aún los echo de menos, pero sé que están a salvo en el Cielo. Y, además, yo tenía otras cosas en las que pensar…

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