El misterio de Wraxford Hall (5 page)

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Authors: John Harwood

Tags: #Intriga

BOOK: El misterio de Wraxford Hall
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Varios miembros de nuestro círculo habían hablado (aunque nunca en presencia de la señora Veasey) de una tal señorita Carver, cuyas sesiones se celebraban en la casa de su padre, en Marylebone High Street. Se decía que Katie Carver era muy hermosa, y capaz de invocar no sólo a su espíritu protector (un espíritu igualmente atractivo que respondía al nombre de Arabella Morse), sino a una asombrosa muchedumbre de ánimas. Solamente después de asegurarme un lugar en la sesión, y después de haber pagado una guinea (con propósitos caritativos), me percaté de que debería haberme presentado con un nombre falso. La señorita Lester, la joven que me había cogido el dinero, me mostró una sala en penumbras, amueblada, como nuestra propia sala en Lamb's Conduit Street, con una gran mesa circular, pero ricamente alfombrada. Había varias velas encendidas sobre la mesa y se veía una especie de nicho amplio en una esquina. Aquel receptáculo tenía unos seis pies cuadrados, y del techo colgaban pesadas cortinas hasta el suelo, acordonadas en la parte de atrás para mostrar que allí dentro no había nada, excepto una sencilla butaca.

Cuando se ocuparon todos los asientos (creo que habría unas quince personas), la mismísima señorita Carver hizo su aparición, y todos los caballeros se levantaron y la saludaron con una escueta reverencia. Era realmente hermosa; pequeña, espléndida en sus atributos y rubia, con el pelo trenzado y enrollado sobre la cabeza, y ataviada con una sencilla túnica de muselina. La señorita Lester nos presentó uno a uno; los asistentes iban vestidos con ropas más cuidadas y caras que los de la reunión de la señora Veasey, pero el único nombre que podría recordar es el del señor Thorne, un joven alto y rubio que se sentó en la mesa frente a mí. Algo en su expresión atrajo mi atención (¿un indicio irónico de que se estaba divirtiendo?), y vi que la señorita Carver le lanzaba una mirada fulminante cuando llegó el turno de presentarlo.

Yo ya sabía que en esas sesiones la médium se sentaba en «el gabinete», pero me sorprendió cuando la señorita Carver hizo una señal y varios caballeros (pero no el señor Thorne) la acompañaron a aquel receptáculo y observaron cómo la señorita Lester, usando algo que parecían pañuelos de seda, ataba firmemente a su señora a la silla. Se examinaron los nudos con minuciosidad y los caballeros volvieron a sus asientos; la señorita Lester apagó la luz del gabinete, corrió las cortinas, y nos pidió que uniéramos nuestras manos.

—No deben ustedes romper el círculo a menos que el espíritu se lo ordene —dijo—. Las manifestaciones representan un gran esfuerzo para la señorita Carver, y podría resultar herida si ustedes no hacen exactamente lo que se les ordena.

Entonces nos invitó a cantar «Oh, Señor, tú siempre has sido nuestro refugio»
[12]
, cogió el candelabro y salió lentamente de la sala, dejándonos en la más completa oscuridad.

Ya habíamos cantado quizá media docena de himnos, dirigidos por una potente voz de barítono que sonaba a mi derecha, cuando de pronto me di cuenta de que había un débil resplandor en el gabinete. Aquello brillaba con un halo luminoso, rodeando el contorno de una cabeza, y parecía desplegarse hacia abajo configurando la imagen de una mujer, velada con tejidos de luz. Se deslizó fuera del gabinete y comenzó a rodear la mesa. A medida que se acercaba, yo podía ver el movimiento de sus miembros bajo el velo, y después, el fulgor de sus ojos y una apariencia de sonrisa. El efecto de aquella manifestación se puso de inmediato en evidencia en las agitadas respiraciones de mis compañeros.

—Arabella —dijo una voz masculina desde la oscuridad, a mi izquierda—, ¿vienes a mí…?

Pasó junto a mi silla, dejando tras de sí un distintivo olor a perfume (y, creo, a ser humano), acercándose cada vez más a la mesa, hasta que el hombre que había hablado quedó iluminado débilmente por el fulgor de sus ropajes; le besó la coronilla de su cabeza calva, provocando un profundo suspiro en los presentes, antes de apartarse nuevamente. Aquella figura casi había completado una vuelta a la mesa cuando pude oír una exclamación apagada y el crujido de una silla: otra luz flotaba en la oscuridad, frente a la anterior. Era una pequeña redoma radiante que iluminaba el rostro del señor Thorne mientras alargaba la otra mano y agarraba al huidizo espíritu por la muñeca.

—No hay ninguna necesidad de que forcejee, señorita Carver —dijo secamente—. Mi nombre es Vernon Raphael, de la Sociedad de Investigaciones Físicas. ¿Le importaría explicar lo que ha ocurrido a nuestros amigos?

Repentinamente, en la sala se formó un verdadero alboroto. Me soltaron las manos, las sillas se apartaron y se encendieron varias cerillas que mostraron al señor Thorne (o el señor Raphael, en realidad) sujetando el brazo de una enfadadísima señorita Carver, cuyo corsé y cuyas enaguas aparecían ahora claramente visibles por debajo de las diáfanas capas de algo que parecía ser muselina engrasada. Un instante después, la señorita Carver consiguió soltarse y rápidamente volvió al gabinete, tirando de las cortinas y cerrándolas tras ella.

Yo esperaba que los asistentes la sacaran a rastras de allí, pero en vez de eso, para mi asombro, varios caballeros apresaron a Vernon Raphael, echándole en cara su intervención, y gritándole que era un ultraje, y una violación y una completa ignominia, mientras lo expulsaban por la puerta. Impulsivamente, me levanté y seguí a los caballeros…

—¡De acuerdo, de acuerdo…! ¡Puedo irme solo…! —oí que decía Vernon Raphael mientras los hombres lo empujaban escaleras abajo a empellones. Lo arrojaron a la calle y, tras él, voló su sombrero. Nadie en absoluto se había fijado en mí, así que me puse la capa y el sombrero que había dejado en el recibidor y seguí sus pasos por la escalera. Allí esperé hasta que oí que la puerta se cerraba detrás de mí; Vernon Raphael se alejaba lentamente, sacudiendo el polvo de su sombrero.

Cuando descubrió que caminaba tras él, me miró tristemente.

—¿También viene usted a reprocharme mi crueldad con los espíritus, señorita… señorita…?

—Señorita Langton. Y no, no voy a reprocharle nada. Sólo quería…

Me detuve, pensando qué era exactamente lo que quería de él. A la luz del día, su pelo tenía un color pajizo, con tintes rojizos; sus ojos lucían un intenso y gélido color azul, y su rostro poseía unos rasgos ligeramente vulpinos, pero me gustó el divertido tono de su voz. Comenzamos a caminar juntos; ya era tarde y la calle estaba relativamente solitaria.

—Señor Raphael, ¿trabaja usted para la Sociedad… para desvelar fraudes?

La señora Veasey me había advertido contra la Sociedad de Investigaciones Físicas: escépticos y descreídos, así los llamaba ella, sin respeto por los que se han ido.

—Bueno… sí, en cierto sentido. Soy uno de los investigadores profesionales de la Sociedad, pero detectar fraudes es sólo parte de mi trabajo… casi una afición, en realidad. ¿Y usted, señorita Langton? ¿Qué le ha traído a usted al salón de la señorita Carver?

Una vez más deseé no haber revelado mi nombre. ¿Qué ocurriría si dirigiera sus miradas hacia Holborn? Entonces me percaté de que nosotras en realidad teníamos muy poco que temer, pues ahora yo conocía su rostro.

—Curiosidad —le dije—. ¿Cree usted, señor Raphael, que todos los médiums son unos embaucadores?

—Todos los médiums que aseguran manifestaciones, sí.

—¿Y los médiums mentales? —le había oído describirlos con esas palabras a la señora Veasey.

Él me miró con curiosidad.

—Veo que conoce usted un poco la materia. Algunos son fraudulentos; y del resto, la mayoría son víctimas de la autosugestión.

—¿La mayoría?

—Bueno… yo soy un escéptico, no un ateo absoluto… al menos, no todavía. Gurney y Myers… ¿sabe quiénes son…? Gurney y Myers han recopilado algunos casos muy interesantes. Están investigando casos en los que se asegura que se ha visto la aparición de un amigo o un pariente en el momento en el que esa persona ha fallecido, pero aún no han dado su veredicto. ¿Y usted, señorita Langton? ¿En qué cree usted?

—No sé en lo que creo, pero… mi hermana murió cuando yo tenía cinco años, y mi madre ha estado postrada de dolor desde entonces. Francamente, señor Raphael, si pudiera encontrar un médium que pudiera convencerla de que Alma está feliz en el Cielo, haría todo lo posible por que tuviera ese consuelo. Por eso me gustaría saber… si hay alguien que usted me pudiera recomendar…

—Mi trabajo, señorita Langton, es desvelar fraudes, no recomendarlos —y me pareció que lo decía más divertido que indignado.

—Eso es perfecto para ustedes, señor Raphael, que son inteligentes y están seguros de sí mismos y son dueños del mundo, pero para aquéllos como mi madre, que simplemente se sienten abrumados por el peso de la pena, ¿por qué privarlos del consuelo que podría ofrecerles una sesión de espiritismo?

—Porque es un consuelo falso.

—Ésa es una doctrina muy dura, señor Raphael. Es una religión muy masculina, si me permite decirlo así. ¿Es que usted nunca ha mentido, o ha guardado silencio, para evitar el dolor de otra persona? Si usted hubiera perdido a un hermano, por ejemplo, y su madre llegara a estar tan abatida como la mía, ¿realmente afirmaría usted de un modo tan severo, como hizo mi padre, que ella no podría conseguir ningún consuelo en esas sesiones?

Para ser justos, pareció un tanto avergonzado.

—Le confieso, señorita Langton, que me costaría mucho desengañarla. Pero piense usted en la otra cara de la moneda: ¿qué me dice de todos esos médiums que se aprovechan sin escrúpulos de las personas afligidas, y sólo por conseguir dinero? ¿Cree usted que se les debe dar rienda suelta?

—Supongo que no —contesté de mala gana—. Pero no todos son así.

—Habla por experiencia, evidentemente.

—Sólo un poco… ¿Así que no hay nadie, entonces, que usted pueda decirme…?

—Verá, señorita Langton: lo que su madre necesita es la ayuda de un doctor, no de un médium.

—Durante los últimos doce años la ha estado visitando un doctor —le dije—, y no ha conseguido que se sintiera ni un poquito mejor…

—Ya entiendo… La dificultad, señorita Langton, es que si le sugiriera un lugar donde sé que se cometen fraudes, incluso aunque sólo lo sospechara, yo estaría incumpliendo mi deber para con la Sociedad de Investigaciones Físicas. Y, además, se considera que la señorita Carver es la mejor de Londres; usted ha visto con sus propios ojos cómo la defienden sus celosos admiradores…

—Pero probablemente, después de lo que ha ocurrido hoy, habrá perdido la reputación para siempre —le dije.

—En absoluto —dijo jovialmente—. Se formará un verdadero escándalo en la prensa espiritista, y algunos de sus seguidores abandonarán, pero otros los reemplazarán. Es parte del juego.

—¿Es así como lo ve?

Su contestación se perdió bajo las voces de un vendedor ambulante; nos estábamos acercando a Oxford Street y el ajetreo callejero aumentaba por momentos.

—Señorita Langton —dijo—, pensaba volver a mis aposentos en la Sociedad, en Westminster, pero puedo acompañarla a casa… si es que va hacia allí…

—No, gracias. Estoy muy acostumbrada a caminar sola.

—Entonces… tal vez pueda verla de nuevo…

—Lo siento —contesté—, pero eso es completamente imposible. Adiós, señor Raphael.

Regresé a casa decidida a no participar más en sesiones con manifestaciones de espíritus, pero una simple mirada a mi madre, acurrucada en el sofá del salón, con las cortinas echadas, fue suficiente para que cambiara de idea. Pensé que a Vernon Raphael no se le permitiría volver al salón de la señorita Carver y, con la desolación de mamá infectando la casa como si fuera la peste, creí que no tenía nada que perder… Y así, al día siguiente, volví a Marylebone High Street. La señorita Lester, como yo pensaba, no se había dado cuenta de que me había ido durante la sesión anterior y cortésmente aceptó mis elogios hacia la señorita Carver, así como un donativo de tres guineas (todos mis ahorros) para la causa espiritista. Le conté la grave situación de mi madre, y le pregunté si era verdad que los espíritus se podían materializar a diferentes edades. Y le dije anhelante que si mi madre pudiera coger a Alma tal y como la había cogido cuando estaba viva, podría encontrar la paz al fin. La señorita Lester me preguntó, entre otras cosas, si yo podía recordar qué perfume utilizaba mamá cuando Alma aún estaba entre nosotros. Los perfumes, dijo gravemente, pueden ser de gran ayuda a la hora de invocar espíritus. Pero, por supuesto, añadió, la señorita Carver desearía entrevistarse con mi madre antes de la sesión. Los vergonzosos embustes del señor Raphael habían puesto en grave peligro su salud, y por tanto, desgraciadamente, debían mantenerse en guardia ante posibles injerencias peligrosas.

A las ocho de la tarde del sábado siguiente me encontraba sentada junto a mi madre en el salón de sesiones de la señorita Carver, estudiando disimuladamente los rostros de los asistentes que se encontraban alrededor de la mesa. Yo había intentado persuadir a mamá de la necesidad de guardar el secreto, para no herir los sentimientos de la señora Veasey, pero no estaba completamente segura de que me hubiera entendido. Observé cómo llegaban los últimos asistentes con la sensación de haber añadido demasiados pisos a mi castillo de naipes.

Como en la ocasión anterior, la señorita Carver quedó atada a su butaca. La señorita Lester cerró las cortinas y nos invitó a unir las manos y a cantar «Guíame, luz de bondad»
[13]
. Cuando se apagaron las luces sentí que la mano de mi madre temblaba en la mía. Ya habíamos acabado prácticamente «El Señor es mi pastor» cuando un débil haz de luz anunció la aparición de Arabella. Los cánticos se apagaron. Oí un crujido de sillas y sentí que las respiraciones se agitaban; pero esta vez la luz permaneció informe, flotando como los fuegos fatuos en el hueco del gabinete. Después de unos breves instantes, comenzó a flotar hacia mí, siguiendo, pensé, la circunferencia de la mesa, aunque en aquella absoluta oscuridad ni siquiera podría haber sabido si las paredes que nos guarecían se habían desvanecido a nuestro alrededor.

Entonces, desde algún lugar, por encima de nosotros, una voz comenzó a cantar con una vocecilla aflautada el himno «Todas aquellas cosas brillantes y maravillosas». Yo le había contado a la señorita Lester todo acerca de las canciones de Alma, pero, aun así, sentí un escalofrío, y la mano de mi madre se sacudió convulsivamente.

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