El misterio de Wraxford Hall (3 page)

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Authors: John Harwood

Tags: #Intriga

BOOK: El misterio de Wraxford Hall
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Se detuvo con un gesto de incomodidad.

—Pero… ¿
cómo
sabes que están felices en el Cielo? —le pregunté—. Quiero decir que… ¿hay un Cielo, como dice la Biblia?

—Naturalmente, señorita: por supuesto. Y… bueno, ellos también me lo han dicho.

—¿Cómo han podido decírtelo…? ¿Te hablan sus fantasmas?

—¿Fantasmas? No, señorita: sus espíritus. A través de la señora Chivers… es lo que se llama una médium. ¿Sabes lo que es un médium?

Le dije que no lo sabía, y ella me explicó —un poco dubitativa al principio— qué era el espiritismo; y también me dijo que pertenecía a una sociedad que se reunía una vez a la semana en un salón de Southampton Row, y me contó lo de las sesiones de espiritismo, y cómo los espíritus de los muertos podían visitarnos desde el Cielo, que algunas personas llaman Summerland
[7]
, para hablar a través de un médium con las personas a quienes amaron.

—Entonces… debería hablarle a mamá de la señora Chivers —le dije—. Así podrá hablar con el espíritu de Alma y será feliz de nuevo…

—No, señorita: no debe usted decirle nada; de ningún modo debe decirle nada de lo que le he contado, o perderé mi trabajo. Señorita: su papá no aprueba el espiritismo, lo sé. Y, además, las damas no van a casa de la señora Chivers: sólo van las cocineras y las sirvientas como Violet y yo.

—Entonces, ¿a las damas no se les permite ser espiritistas?

—No es eso, señorita, pero las damas tienen sus propias reuniones… las que creen. He oído que hay una sociedad de damas y caballeros en Lamb's Conduit Street, pero… recuerde, señorita: yo no se lo he dicho.

Tuve la intención de contárselo todo a mamá aquella misma tarde, pero, como siempre, aquel primer impulso murió frente a su rostro de plomiza indiferencia. Y, además, temía que pudiera causarle algún problema a la señora Greaves. A la mañana siguiente, durante el desayuno, le pregunté a papá qué era el espiritismo, diciéndole que había oído hablar de él en la escuela. Por entonces ya se me consideraba lo suficientemente mayor como para desayunar en el comedor, siempre que no hablara mientras papá leía su
The Times
; mamá ya no desayunaba con nosotros desde que el doctor Warburton le prescribiera un somnífero más fuerte.

—Se trata de una superstición primitiva con ropajes nuevos —me contestó papá, y abrió el periódico con una sacudida de desaprobación.

Ese gesto fue lo más cerca que estuve de ver a papá enfadado. Yo ya había comenzado a sospechar que papá no creía en Dios. Ni siquiera había hecho ninguna objeción cuando dejé de ir a la iglesia, después de que Annie nos dejara, y más adelante descubrí que el libro en el que estaba trabajando se titulaba
Fundamentos racionales de la moralidad
. Su propósito, por lo que pude averiguar a partir de los escuetos indicios que dejó caer, era probar que uno debe ser bueno aunque no crea que podría arder en el infierno para siempre si fuera malo. A menudo me preguntaba por qué algo tan obvio precisaba un libro que lo demostrara, pero nunca me atreví a decirlo.

Tiempo después, cuando volví a preguntarle a la señora Greaves sobre el espiritismo, ella cambió de conversación, comportándose del mismo modo que Annie cuando le pregunté sobre los huérfanos. Pero la idea de que los espíritus de los muertos se encontraban todos a nuestro alrededor, separados sólo por un delgadísimo velo, comenzó a formar parte de mi mitología privada, junto a los dioses y las diosas del inframundo.

Permanecí en el colegio de la señorita Hale hasta que casi cumplí los dieciséis años, creciendo en una suerte de limbo en el cual era perfectamente libre para leer lo que me apetecía y pasear por donde me apetecía, al tiempo que se acrecentaba en mí el sentimiento de que a nadie le importaría si yo desaparecía de la faz de la Tierra. Mi libertad también me apartaba del resto de las jóvenes, y puesto que yo no las podía invitar a mi casa, ellas casi nunca me invitaban a las suyas. Mamá no mejoraba. Bien al contrario: a medida que pasaban los años, cada vez estaba más abatida y aletargada, deambulando por toda la casa… de la cual ya no salía jamás, ni siquiera para visitar la tumba de Alma, como si estuviera siendo aplastada bajo un peso invisible.

Finalmente, Violet fue despedida, pocos meses antes de que yo abandonara el colegio de la señorita Hale, y fue sustituida (por recomendación de la señora Greaves) por Lettie: una muchacha avispada e inteligente no mucho mayor que yo. La madre de Lettie había muerto cuando ella tenía doce años y la niña había estado sirviendo desde entonces. Aunque hablaba como una muchacha londinense, tenía sangre irlandesa y española por parte de padre, y su piel era bastante morena, como sus ojos, grandes y con párpados gruesos y largas pestañas rizadas. Tenía los dedos largos y estaban arrugados y encallecidos después de fregar durante tantos años, aunque se frotaba con piedra pómez todos los días. Lettie me gustó desde el principio, y a menudo la ayudaba a quitar el polvo o a limpiar, simplemente por hablar con ella. Las tardes de los sábados ella se reunía en los jardines de St George con sus amigas —la mayoría eran criadas, como ella, que servían en casas de Holborn y Clerkenwell— y se iban de paseo juntas. A menudo deseé poder acompañarlas…

Mi vida prosiguió de este modo tan poco formal hasta que una mañana, a la hora del desayuno, sin que se produjera el menor aviso, mi padre anunció que nos abandonaba.

—Ya es hora de que dejes la escuela —me dijo, o tal vez se lo dijo a su plato, porque evitó mirarme a los ojos mientras me hablaba—. Ya eres lo suficientemente mayor como para ocuparte de la casa en vez de tu madre, y yo necesito paz y tranquilidad hasta que concluya mi libro. Así que me voy con mi hermana a Cambridge. Lo he dispuesto todo para que puedas sacar dinero del banco… el suficiente para mantener la casa como hasta ahora, y también he pagado una suscripción a Mudie
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, aunque muchos de mis libros se quedarán aquí, y puedes utilizarlos si quieres. Sólo me voy a llevar los libros de trabajo.

Ya entonces supe que jamás regresaría. Le había pedido muchas veces una suscripción, y siempre me había dicho que no podíamos permitírnoslo.

—Pero… papá —le dije—. Yo ya me ocupo de la casa… —me había estado dando dinero para el mantenimiento todos los jueves por la mañana durante un año o más—. ¿Y cómo vas a vivir más tranquilamente en Cambridge que aquí…?

Un reflejo centelleó en los cristales de sus lentes.

—Estoy seguro de que sabes lo que quiero decir —contestó—, y no creo que saquemos nada en claro de una discusión. Te he permitido que hicieras lo que quisieras, en todos los aspectos, Constance, y te ruego que seas tan amable de complacerme en esto. Ya he informado a la señorita Hale de que abandonarás el colegio al final de este curso. Hoy mismo te dirá algo al respecto.

Dobló el periódico con pulcritud, se levantó y se fue antes de que ni siquiera pudiera preguntarle si se lo había dicho a mamá.

El día transcurrió en una especie de estupor. Recuerdo que la señorita Hale me llamó a su despacho; era una mujer muy pequeña y rolliza, como si fuera un balón medicinal con piernas… Pero soy incapaz de recordar ni una palabra de lo que me dijo. Sólo cuando regresé a casa aquella tarde y oí el amortiguado sonido de los sollozos de mi madre en su habitación, cuando subía a mi cuarto, se abatió sobre mí el terror absoluto ante la situación en que me encontraba. Me quedé allí plantada, durante una mínima eternidad, en el rellano, esperando que los sollozos cesaran, antes de subir a mi habitación.

Yo había pensado muy poco en el futuro, aparte de aquellas ensoñaciones al final de mis días en el colegio, cuando imaginaba que me casaría con un intrépido explorador y viajaría alrededor del mundo con él, mientras papá y mamá seguían como siempre. Ahora comprendía que mi padre lo había planeado todo: me quedaría aprisionada en casa mientras mi madre siguiera con vida, a menos que mi corazón se endureciera tanto como para abandonarla, como había hecho él. Y ni siquiera podría hacerlo hasta que cumpliera veintiún años y pudiera buscarme una ocupación para subsistir.

Lettie y la señora Greaves, a pesar de toda la simpatía que me demostraban, no se sorprendieron por el abandono de mi padre tanto como a mí me hubiera gustado. La señora Greaves dijo que había sido un milagro que se hubiera quedado tanto tiempo y Lettie apuntó que al menos a nosotras no nos había dejado en la calle, como había hecho su padre con ella. Y quizá, dijo la señora Greaves, podría persuadir a mi madre para que se uniera a la Sociedad de Espiritismo de Holborn una vez que mi padre se marchara de casa; quizá era eso exactamente lo que necesitaba para animarse un poco. Lettie y yo intercambiamos algunas miradas cuando dijo aquello; Lettie me había dicho en secreto que la señora Veasey, que algunas veces presidía las sesiones de espiritismo en Lamb's Conduit Street, le sonsacaba información a los criados sobre sus señores.

Al final reuní el suficiente valor para subir las escaleras de nuevo y llamar a la puerta de mi madre. La encontré sentada en cuclillas, en una sillita baja que guardaba justo a la entrada de la habitación de Alma. Tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar, y parecía tan vieja y encogida que me remordió la conciencia. Me arrodillé y rodeé sus hombros rígidos y aletargados con mis brazos.

—¿Ya te lo ha dicho tu padre…? —me preguntó en un tono grave y desoladoramente monótono.

—Sí, mamá.

—Ése ha sido mi castigo.

—¿Por qué, mamá?

—Por haber dejado morir a Alma.

—Pero mamá… no pudiste hacer nada por ella. Y Alma ahora está en el Cielo, y un día estaremos de nuevo con ella…

—Si pudiera estar…
segura
—susurró.

—Mamá, ¿cómo puedes dudarlo? Era una niña inocente, ¿cómo no iba a ir directamente al Cielo?

—Me refería… a estar segura de que hay Cielo.

Escuché esas palabras con el eco de las preguntas que yo misma le había hecho a la señora Greaves: en vez de intentar persuadir a mamá para que se uniera a la Sociedad, ¡yo misma me reuniría con el espíritu de Alma!

A la mañana siguiente evité encontrarme con mi padre y desayuné en la cocina, y cuando regresé a casa desde la escuela, ya se había ido. Lettie me dijo que mi padre no había ido al museo aquel día; a las nueve y media habían venido dos hombres con una carreta llena de cajas y se lo habían llevado todo a la nueva dirección de mi padre, y hacia las dos ya estaba en camino hacia St Pancras. El doctor Warburton había venido media hora después. Mi padre me había dejado una carta en la mesa del recibidor; toda ella consistía en instrucciones que yo debía seguir, excepto la frase final, que decía: «No es necesario que me escribas, salvo en caso de emergencia. Tu afectuoso padre,
THEO LANGTON
».

No recuerdo haber sentido nada en absoluto; subí aturdida a mi habitación y comencé a ensayar de cara a mi sesión de espiritismo, observándome a mí misma en el espejo, a través de los ojos medio cerrados, e intentando recordar cómo era el sonido de la voz de Alma. Todo lo que obtuve fue una vaga impresión de sus cantarinas palabras incomprensibles cuando rezaba; y no podría decir si era un recuerdo cierto o algo que mamá me había contado, o quizá una confusa recopilación de algo que yo misma había inventado.

Mi madre parecía algo menos abatida aquella tarde; me pregunté si el doctor Warburton le habría dado un sedante. Sentada en una silla, frente a ella, cerré los ojos y me dejé llevar por la calidez de la chimenea. Entonces comencé a cantar con una voz muy aguda y muy bajito, imitando la música del himno «Todas aquellas cosas brillantes y maravillosas»
[9]
, hasta que oí que mi madre me hablaba, con una voz que temblaba por la emoción.

—¿Alma…?

—Sí, mamá… —contesté, con aquella misma vocecilla infantil, manteniendo los ojos cerrados.

—¡Alma…! ¿De verdad eres tú…?

—Sí, mamá…

—¿Dónde estás?

—Aquí, mamá. El ángel me ha permitido venir a verte.

—¿Por qué no has venido antes, cariño? Se me rompió el corazón cuando te perdí…

No esperaba que me hiciera esa pregunta, y no supe qué contestar.

—No quiero que estés triste, mamá —dije finalmente—, porque yo soy feliz en el Cielo, y un día volveremos a estar juntas y ya nunca nos separaremos.

—Ojalá sea pronto… Mi vida aquí es un tormento… Ojalá todo hubiera pasado ya…

—Debes intentar ser feliz, mamá —repetí desesperada—. Me entristece verte llorar.

—¿Puedes verme siempre, cariño?

—Sí, mamá.

—Entonces… ¿
por qué
no has venido antes?

—No pude… encontrar el camino —dije con voz infantil, y evité cualquier pregunta posterior comenzando a cantar de nuevo, dejando que mi voz se fuera apagando gradualmente y mi respiración se tranquilizara. Unos instantes después simulé que me despertaba de repente y, al abrir los ojos, me encontré con mi madre, que tenía la mirada clavada en mí, observándome de un modo que jamás había visto antes.

—Creo que me he quedado dormida, mamá. He soñado con Alma.

—No, hija: has entrado en trance, y Alma ha hablado a través de ti.

—¿En trance? ¿Qué es…?

—Es… lo que hacen los espiritistas… Yo hubiera querido intentarlo, pero él me lo prohibió… Me dijo que me abandonaría si alguna vez se me ocurría acercarme a una sesión de espiritismo… y, ya ves, de todos modos me ha abandonado…

La emoción ahogó sus palabras, y estalló en un amargo y ruidoso sollozo. Me acerqué y la rodeé con mis brazos, y sentí, por vez primera durante todos aquellos años, desde que Alma muriera, un abrazo consciente, y entonces mis lágrimas se mezclaron con las suyas.

Aquella noche me fui a la cama más feliz que nunca, pensando que mamá finalmente volvía a la luz. Pero la noche inmediatamente posterior quiso que yo volviera a entrar en trance; le dije que no sabía cómo lo había conseguido, pero que lo intentaría… Mientras fingía que me quedaba dormida, me esforcé en pensar en algo nuevo que decir, pero sólo pude reunir vagas imágenes de figuras ataviadas de blanco, bañadas en luz dorada. ¿Qué se supone que se hace en el Cielo, aparte de cantar y tocar el arpa? La señora Greaves había hablado de Summerland; puede que el Cielo fuera como un maravilloso día de verano en el campo, con Alma montando en un pony celestial por campos de flores maravillosas. Pero si Alma aún se mantenía con dos años, esperando que mamá llegara al Cielo (para que no se perdiera sus años de infancia), seguramente sería demasiado pequeña para montar un pony, incluso aunque fuera un pony celestial… En fin, renuncié a intentarlo de nuevo y abrí los ojos, y entonces volví a ver aquella familiar mirada de desolación grabada de nuevo en su rostro.

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