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Authors: Christian Jacq

Tags: #Esoterismo, Histórico, Intriga

El monje y el venerable (17 page)

BOOK: El monje y el venerable
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—Señor Branier… ¿acaso espera convencerme? ¿No será tan ingenuo como para creer que me voy a tragar ese cuento de hadas? ¿Y la coartada médica? En sus viajes sólo se ha cruzado con médicos. He estudiado muy de cerca los lugares en los que residió y las personalidades con las que se reunió. Muchos físicos, industriales, especialistas en tecnología punta. En cada país, visitó al menos una fábrica y un laboratorio de investigación. Y ahora que conozco a los miembros de su logia entiendo por qué.

El venerable echó mano de su poder de concentración para no doblegarse ante el ataque final que el comandante se preparaba a lanzar.

—Pierre Laniel —explicó el de las SS—, era industrial, gran conocedor de la metalurgia. El profesor Eckart es uno de los principales especialistas del mundo en historia técnica. Hay empresas francesas y alemanas dispuestas a contratarlo como asesor. André Spinot no sólo se dedica a fabricar gafas; se pasa el tiempo estudiando sistemas de propulsión. Es autor de numerosas patentes, algunas de las cuales han sido retenidas por organismos oficiales. Raoul Brissac tiene predilección por un aspecto en concreto: la resistencia de los materiales. Su experiencia como compañero le ha enseñado «trucos» de profesión que ningún ingeniero conoce. Jean Serval es el hijo de un eminente físico francés. Él mismo ha recibido una formación científica muy avanzada. Su tesis doctoral versaba sobre la propagación de las ondas. La literatura es una mera coartada. En cuanto a Guy Forgeaud, su mecánico, mantiene la apariencia de un buen peón sin habilidades especiales. Salvo la del camuflaje. En total, un equipo coherente del que usted es el moderador. Un equipo que ha recibido la orden de concebir y fabricar un arma ultramoderna para derrotar a Alemania. ¿Cuál, señor Branier?

El comandante creyó haber mermado las últimas defensas del venerable. Pero éste último permaneció inerte, ausente.

—No sé a qué se refiere… aparte de la medicina, sólo tengo una cultura científica muy limitada.

El tono del de las SS resultaba amenazante:

—¡Espero que me haya escuchado bien! Su mayor astucia es la de aparecer en primera línea, usted que no es ni técnico ni científico. Utiliza la masonería para disimular un equipo de saboteadores, y se ha creído que nadie descubriría sus manejos. Ha olvidado que el
Führer
dio orden de destruir las sociedades secretas, reductos del mal.

El venerable dio un paso hacia el escritorio. El comandante contuvo el aliento. El ayudante de campo sacó el revólver con gesto nervioso y apuntó con él a François Branier.

—Me cuesta entender semejante rosario de estupideces —dijo el venerable, presa de un arrebato de cólera.

—Hablarán. Usted y sus cómplices.

—Sólo le podemos hablar de la logia, la Regla y la iniciación. Porque no hay nada más.

—Su posición pronto será insostenible, señor Branier. Como la de su hermano Forgeaud.

—¿Qué le ha hecho?

El venerable se mostraba amenazador, como si pudiera ejercer algún tipo de poder. El comandante sonrió.

—Lo he trasladado a su medio natural. Un taller mecánico. Pronto sabremos si es sólo un modesto operario.

Capítulo 16

—Si me lo permite, venerable, lo veo nadando en la sopa.

El venerable estaba postrado, y no había dicho palabra desde que los agentes de las SS lo habían devuelto a la enfermería. El monje lo había dejado un buen rato en ese estado, sin siquiera pedirle que se ocupara de los enfermos. Pero aquello no podía ir para largo. Le horrorizaban los depresivos.

—Me gustaría saber por qué…

La voz del monje era apremiante. El venerable levantó la mirada hacia él.

—Quieren cargarse a un hermano.

—¿A quién?

—A Guy Forgeaud, el mecánico. El comandante lo ha enviado al taller.

—¿Con qué intención?

—Para tenderle una trampa. Ignoro cuál. Ayúdeme.

El monje, incómodo, se atusó los pelos de la barba.

—¿Yo? ¿Cómo?

El venerable miró fijamente al monje con tal intensidad que lo hizo casi estremecerse.

—La rubia… estoy convencido de que ella y usted han organizado una red en el interior del campo. Arriésguese a utilizarla para prevenir a Forgeaud. Que mantenga la calma y juegue al mecánico cifrado de mollera.

El monje tosió varias veces.

—¿Le ha cogido el frío?

—No. Una vieja bronquitis que se resiste. No lo entiendo. ¿Por qué Forgeaud debe hacerse el incompetente?

—Es un mecánico genial. Es capaz de reparar lo que sea, incluso aquello que desconoce. El comandante está convencido de que, en realidad, es un ingeniero de alto nivel.

—¿Y se equivoca?

—Evidentemente.

—¿Y a usted, por quién le toma?

—Por el coordinador de un equipo de terroristas que se esconde tras el velo de la masonería.

—En esto no va tan desencaminado —apreció el monje.

Al venerable le había parecido correcto decir la verdad. Si el monje estaba conchabado con los alemanes, le costaría reconocer que Branier había sido sincero. El venerable había titubeado. Pero sólo existía una manera de prevenir a Forgeaud: utilizando al monje dándole los menos datos posibles. Tratar de despertar su curiosidad, obligarlo a transmitir un mensaje para intrigar a Forgeaud. Una estrategia más bien miserable y peligrosa. Con escasa probabilidad de éxito. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?

—Tiene usted la talla para dar semejante golpe —determinó el monje—. Su masonería es de pacotilla. Una engañifa. En cambio, usted y su equipo… me habría gustado formar parte de un comando de élite como el que usted dirige.

—¡No somos un comando de élite! —profirió el venerable—. ¡Somos una logia, que ha caído en las manos de locos criminales!

El monje se rascó la mejilla, con aire apenado.

—Usted no confía en mí, venerable. A lo mejor se cree que he firmado un pacto moral con los nazis.

François Branier guardó silencio. El monje sacaría sus propias conclusiones. Mientras la duda persistiera, no sabría cómo actuar.

—¿Qué mensaje quiere hacer llegar a Forgeaud?

—Que no toque nada —respondió el venerable.

Guy Forgeaud se acostumbraba al ceremonial. Cada mañana, las SS venía a buscarlo con el alba para llevárselo al taller. Y cada mañana, como si éstos no existieran, él daba a sus hermanos el abrazo fraternal.

Cuando la puerta del taller lo aisló del exterior, Guy Forgeaud no le prestó atención. Su mirada se vio atraída por el objeto gris acerado que alguien había dejado en el caballete. Un cilindro metálico, una especie de turbina en miniatura, provista de alerones, que recordaba a un cohete futurista. Enseguida despertó la curiosidad del mecánico. Creía haber visto los motores y propulsores más extravagantes, pero aquello… dio una vuelta alrededor del artefacto con respeto, y se fijó en que tenía varias abolladuras. Sintió unas ganas tremendas de desmontarlo, la imperiosa necesidad de ver lo que aquel monstruo llevaba dentro. Forgeaud puso la palma de su mano derecha sobre el metal helado, como para acariciarlo.

Entonces retrocedió. ¿Y si aquella máquina saltara por los aires? ¿Y si se le echaba encima? Puede que los nazis hubieran decidido ofrecerle una bella muerte mecánica, por diversión.

Dominó su miedo. Y recuperó el anhelo de desmontar pieza por pieza, de comprender. Si saltaba por los aires, saltaba por los aires. Antes de empezar, Forgeaud se subió a su puesto de vigilancia para ver qué pasaba en el patio. Una bocanada de evasión. Un pellizco de libertad robada. Se entretuvo en lo alto del andamio.

Un «clic» muy débil, casi inaudible. Se abrió la puerta del taller. Forgeaud, paralizado, no tuvo tiempo de bajarse de la percha. Había caído en la trampa. Entró el primer uniforme, y el maestro masón se abalanzó sobre él. Se lanzó al suelo y se encontró cara a cara con una mujer.

—No toque ese artefacto —articuló en un francés chapurreado.

Luego dio media vuelta y abandonó el taller. La puerta se cerró tras ella, y él volvió a quedar aislado del exterior.

El monje dormía a pierna suelta, agotado tras una dura jornada de trabajo. Dos muertos. Había colocado los cadáveres en el umbral de la enfermería, con los pies por delante. Las SS se los había llevado al caer la noche.

El venerable había pasado el día en el habitáculo de la torre que le servía de despacho. No le habían dado ni de beber ni de comer. Lo habían despojado de pluma y papel. Sus confesiones ya no parecían interesar al comandante. François Branier había dormido como un gato, continuamente alerta, despertándose al menor ruido. Un falso sueño, un falso reposo. La sensación de absoluta soledad era dolorosa. Dejó la mente en blanco y se redujo a una existencia vegetativa, a un estado primitivo en el que recuerdos y deseos quedaban anulados.

Cuando los dos agentes de las SS lo devolvieron a la enfermería, ya hacía un buen rato que el sol se había puesto. Al pasar por el patio, el venerable había captado un perfume de flores primaverales. En los alrededores de la fortaleza, el invierno se retiraba. Dentro del barracón, su olfato enseguida se vio asaltado por la muerte, la enfermedad, el sufrimiento. Procuró no despertar al monje. Iba a acostarse cuando oyó que alguien lo llamaba desde el fondo de la enfermería. Era la voz desarticulada del viejo astrólogo nizardo.

Estaba incorporado, con el busto erguido. Se aferraba a la sábana con rabia, como si fuera su último vínculo con la vida. François Branier lo agarró por las muñecas. El anciano, sorprendido, se quedó con la boca abierta.

—¿Quién anda ahí? —murmuró, espantado.

—El doctor Branier. Voy a curarle. Cálmese.

El astrólogo intentó levantarse, pero el venerable se lo impidió.

—Quiero irme. Quiero volver a Niza.

—Cuando se recupere. Ahora está demasiado débil para viajar.

El enfermo alzó los ojos hacia el techo de la enfermería, como si hubiera oído una voz celestial.

—Es una ciudad muy bonita, Niza. Tiene sol, mucho sol… y flores, también… ¿sabe cómo aman, las flores? Esperan que pase la noche y luego se abren, pétalo a pétalo, para no perder ni una gota de luz. El zodíaco es una flor. Se abre cuando se observa al trasluz. Yo he visto el futuro. Fuego. Moriremos todos quemados, calcinados como la madera vieja carcomida por los gusanos. Sólo yo conozco la fecha y la hora.

Había tanta pasión, tanta emoción en la voz del anciano, que el venerable le siguió la corriente.

—¿Y por qué sólo usted?

El astrólogo sonrió. Al fin le hacían la pregunta correcta.

—Porque soy el único que ha augurado el estallido de esta guerra… y también su fin. Pero nadie verá más que fuego, una bola de fuego en el cielo.

François Branier cogió al astrólogo por los hombros y lo obligó a mirarlo a los ojos.

—¿Cuándo? ¿Cuándo se acabará esta pesadilla?

El astrólogo contuvo el aliento.

—Un fuego, una hoguera, pronto… este mundo está perdido.

—¿Pronto? ¿Qué significa «pronto»?

—En el caso de los astros, no es un mes… ellos no viven el mismo tiempo que nosotros.

Un loco. Un pobre loco. Por un instante, el venerable había creído que el anciano era un vidente, que había presentido un acontecimiento futuro. Pero no hacía más que divagar, seguir caminos sin salida en el paisaje de su demencia.

De repente, colocó las dos manos temblorosas alrededor del cuello de François Branier y apretó. El venerable no forcejeó.

—¡No tiene derecho! ¡No tiene derecho a destruir este mundo, aunque esté podrido… Júreme que usted tampoco escupirá fuego!

—Cálmese —recomendó el venerable, mientras notaba que las uñas se le clavaban en la carne.

—Entonces… ¿es usted el incendiario? ¿Quién prenderá fuego al mundo?

Lo que quedaba de vida en aquel cuerpo enfermo y demacrado se concentró en la punta de los dedos. François Branier entendió que el anciano había decidido luchar. Para eliminar el peligro; para convencerse de que acabaría con la desgracia anunciada. El venerable ya no podía respirar. Las manos del estrangulador se endurecían en un último esfuerzo.

El venerable le dio al astrólogo un puñetazo en el pecho. Pero éste último no lo soltó. Al contrario, el golpe leve le sirvió de acicate. El cuello de François Branier se iba perlando de sangre. Con la mano izquierda, apartó bruscamente al anciano.

El astrólogo se desplomó sobre su lecho. Tuvo suaves estertores y luego cerró los ojos. El venerable puso la oreja derecha en el pecho del anciano. Ya no percibía los latidos de su corazón.

Cuando el venerable despertó, el sol lucía en lo alto del cielo. Un rayo se filtraba bajo la puerta de la enfermería.

—Le he dejado dormir —dijo el monje—. El campo parece muerto, esta mañana. Algo raro pasa. Ni siquiera han venido a recoger el cadáver que he dejado fuera.

—¿El astrólogo nizardo?

—No. Uno más joven. Un vidente.

—El astrólogo también está muerto.

El monje pareció sorprendido.

—Le he dado de comer, hace menos de una hora.

El venerable se levantó y se dirigió al fondo del barracón. En su lecho, el anciano tenía estertores casi imperceptibles. François Branier se paró unos minutos a escuchar aquella respiración de ultratumba que parecía interrumpirse a cada instante y que continuaba, incansable.

Después regresó al cuartucho donde el monje preparaba los medicamentos.

—Anoche su corazón había dejado de latir.

—Los milagros existen, venerable. Incluso aquí. ¿En qué punto estamos con el comandante?

—Calma absoluta. Mis revelaciones ya no le interesan.

—Desengáñese. Es una táctica como otra. Él las prueba todas. Quiere su secreto. Es su razón de vivir. Tiene casi todos los triunfos en la mano.

—¿Por qué dice «casi todos»?

—Porque se hace ilusiones… Y sólo hay un secreto. El conocimiento de Dios.

—Demasiado místico, padre. No olvide que yo dirijo una célula de terroristas encargados de poner a punto la nueva arma que acabará con Alemania.

Fray Benoît se encogió de hombros.

—Puede. Pero sería demasiado que a los masones se les ocurriera una idea tan genial. Usted es un verdadero masón: cree en su iniciación. Y me temo que su logia es sólo un montón de valientes perdidos en el mal camino.

El venerable hundió la cabeza entre los hombros y miró al suelo. Aquel discurso lo había oído miles de veces. El monje era demasiado sutil para pronunciarlo sin segundas. Predicaba lo falso para saber la verdad. Lo empujaba al fallo, como un jugador de ajedrez que comete un error aparente.

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