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Authors: Christian Jacq

Tags: #Esoterismo, Histórico, Intriga

El monje y el venerable (16 page)

BOOK: El monje y el venerable
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¿Por qué tanta urgencia? ¿Por qué el tiempo se convertía en el adversario de quien creía controlarlo? ¿Acaso a los alemanes les había entrado miedo de perder la guerra? ¿O es que los libertadores se acercaban a la fortaleza? Una nueva esperanza. Si la hipótesis era acertada, el venerable podía considerar que había ganado la partida; o que la había perdido demasiado rápido, si no… En el supuesto de que el comandante se sintiera acorralado, habría recurrido a métodos más bárbaros para lograr sus objetivos.

—¡La Regla! ¡Es lo único que sabe decir! Una máscara para ocultar su verdadero secreto. Estoy harto de sus símbolos, venerable. Son cortinas de humo.

—Sabe perfectamente que no es así.

La voz de François Branier, autoritaria, había resonado como durante una «tenida», para rectificar o desviar una intervención errónea. El comandante se llevó un breve sobresalto.

El venerable lo había provocado expresamente, para intentar corroborar la pertinencia de su hipótesis. Los ojos del alemán brillaron, pero su reacción se quedó en eso. Cogió un cigarrillo de un estuche nacarado. El ayudante de campo se lo encendió.

—Hablaremos de símbolos y esoterismo más tarde, mucho más tarde, cuando haya obtenido resultados. Ése será el postre, venerable. El plato fuerte es la organización secreta de su logia y la red que ha tejido por toda Europa. Pero no cambiemos de tema… ¿Y si reconstruyéramos sus viajes?

El venerable creyó discernir un resplandor de diversión en la mirada normalmente apagada de Helmut, el ayudante de campo.

—Efectivamente, me he movido mucho para atender asuntos profesionales. Con el estallido de la guerra, se creó una internacional de médicos combatientes y…

—Deje eso a un lado —interrumpió el comandante—. No me lo creo. Usted ha utilizado esta coartada para acometer una misión secreta. Eso es lo que vamos a reconstruir juntos, empezando por Berlín, el día siguiente a la declaración de guerra. Viajaba con el nombre de Hans Brunner, cardiólogo. ¿El de la foto es usted, verdad?

El ayudante de campo presentó al venerable una fotografía ampliada. En el interior de un restaurante lleno de humo, se observaban a numerosos oficiales nazis y a algunos civiles. En una mesa, François Branier y dos ancianos de cabello cano.

—¿Para qué negar lo evidente?

—Excelente respuesta, venerable. ¿Quiénes son esos dos hombres, por qué ocultaba usted su verdadera identidad, y qué hacía en Berlín por aquellas fechas?

—Dos colegas a los que quería ayudar a abandonar el país.

—¿Por qué no? —rió sarcásticamente el comandante—. Pero esos colegas, en efecto médicos, también eran miembros de dos logias berlinesas que habían sido desmanteladas dos meses antes. ¡Esos dos masones, ex venerables, habían logrado escapar a la persecución e, incluso, se habían atrevido a permanecer en los límites del partido! Los detuvimos unas semanas después de su visita, y murieron sin revelar más que tonterías. ¿De qué habló con ellos, señor Branier?

El venerable estaba al corriente de la muerte de sus dos hermanos. Formaban parte de quienes conocían el «Número», la Regla secreta de la masonería. Aquel mismo día, en el momento en que el nazismo se disponía a invadir Europa, le habían indicado el itinerario que debía recorrer para reconstituir los elementos dispersos destinados a preservar la existencia de, al menos, una logia capaz de transmitir la integridad de la iniciación. Branier había asumido todos los riesgos para reunirse con los hermanos alemanes que se negaban a abandonar el país y a quienes podían seguir siendo útiles.

—Hablamos de las logias francesas y alemanas pertenecientes al Rito Escocés Antiguo y Aceptado. Los masones por fin tomaban conciencia de la gravedad de la situación. Pensábamos…

—¿Me está tomando el pelo? —gritó el comandante, al tiempo que daba un puñetazo sobre la mesa. Esos dos hombres eran revolucionarios. Lucharon contra el Reich, negaron la verdad predicada por el
Führer
. ¡Ellos le confiaron la misión de combatir el pensamiento nazi, de utilizar la masonería como una red de sabotaje y subversión! Ésa es la realidad. Usted es el jefe secreto del movimiento de resistencia más poderoso del nuevo orden. Utiliza armas y hombres que nosotros debemos destruir. Su logia es el último foco de oscurantismo.

El comandante aplastó el cigarrillo en el reborde del cenicero. Al venerable le pareció nervioso, inquieto. Recurría a una retórica pomposa, como para sosegarse y animarse.

—¿Cómo iba a ser tan poderosa una pequeña logia como «Conocimiento»? —preguntó el venerable—. Sus últimos hermanos son vuestros prisioneros. El poco poder que tenemos está en sus manos.

—Análisis superficial. Los hermanos que usted ha iniciado siguen en libertad en diferentes países. Ha dejado en pie nudos de resistencia. Y yo quiero hacer una buena limpieza. En estos momentos, no hay ni una sola una logia en Alemania, y nunca más volverá a haberla. Así debería ser en todas partes.

El comandante se calmó. Prosiguió con su reconstrucción de los hechos.

—Después de Berlín, viajó a Roma y a Bolonia. Allí, se presentaba como el doctor Renato Sciuzzi, miembro influyente del movimiento fascista. Durante una ceremonia de condecoración celebrada en Roma, contactó con un ingeniero y, en la Pascua de Bolonia, con un ebanista. Siempre el mismo método: ocultarse entre la multitud, en manifestaciones oficiales, atreverse a aparecer en público con agentes subversivos… Soberbia táctica, señor Branier. Con un solo fallo: la fotografía. Ha dejado pistas. Tan visibles, en la prensa, que nadie había reparado en ellas. Excepto yo, hace menos de un año. Realizadas las comprobaciones, he visto demasiadas veces su cara junto a la de esos agentes subversivos. ¿Qué hacía usted en Italia, señor Branier?

El venerable recordó momentos dramáticos que había pasado en una Italia soleada, cálida, radiante. Roma, la apasionada; Bolonia, la secreta… un país a la deriva, presa de una oleada de violencia. Una etapa más que decepcionante en el periplo de François Branier. Los masones temblaban, pero no creían en lo peor. Consideraban que el reino del
Duce
permitiría la supervivencia de la masonería y no habían adoptado ninguna precaución especial para proteger los archivos; simplemente los habían trasladado fuera de la capital, precisamente a Bolonia, donde François Branier había consultado los documentos concernientes a la Regla. Al poco tiempo de hacerlo, unos masones declarados «peligrosos» habían sido ejecutados sumariamente y aquellos documentos, destruidos.

—Me reuní con hermanos a los que había conocido en París. Intenté hacerles ver la tragedia que acabaría con ellos. En vano. Fueron conversaciones sin importancia.

—En Roma, se entiende… Pero ¿por qué Bolonia, si no para contactar con una célula clandestina?

El ayudante de campo anotaba con mecánica regularidad las palabras pronunciadas por los dos interlocutores. El comandante las releería de noche con objeto de hallar un desliz en la argumentación del venerable, una indicación que a él le hubiera pasado inadvertida.

—No existen células de masones iniciados. Únicamente logias. Nosotros no funcionamos como los comunistas. En Bolonia, ni siquiera había logias; solamente el más grande historiador italiano de nuestra hermandad.

El comandante del campo sacó una fotografía de la carpeta que tenía sobre la mesa.

—¿Este hombre?

Un rostro atractivo de sexagenario, con el cabello plateado, gafotas de carey y un fino bigote blanco.

—Exacto —respondió el venerable.

—Murió dos días después de su visita y unas horas antes de llevar a cabo nuestro registro. Curiosa coincidencia. En su casa, encontramos mandiles rituales, medallas, emblemas… pero ni un solo documento sobre su organización subversiva. ¿No lo habrá eliminado usted mismo porque él no quería seguirlo y corría el riesgo de traicionarlo?

El venerable conservó la calma. Aunque estuviera de pie, no sentía el cansancio.

—Usted conoce perfectamente nuestros ritos. El masón que rompe su juramento, está muerto. Se condena a sí mismo. No es necesario ejecutarlo.

—¿Quiere usted decir que se suicidó?

—Yo no quiero decir nada. Está muerto.

—¿Insinúa que su visita a Bolonia fue en vano?

—En absoluto. Allí descubrí un antiquísimo rito de iniciación en el grado de compañero basado en los poliedros, los cuerpos platónicos y el pitagorismo. Gracias a él, la logia «Conocimiento» tiene previsto restituir este grado en su pureza original.

El comandante, harto ya, encendió otro cigarrillo.

—¿Y no estableció usted contacto alguno con los comandos antifascistas?

—Durante una estancia tan breve, habría resultado difícil… y yo nunca he pertenecido a la masonería política. Mis peores enemigos se lo confirmarán.

El alemán pasó una página más de su informe.

—En los años cuarenta, se le pierde la pista a menudo. No me consta que haya viajado al extranjero. ¿No salió de Francia?

—Recorrí casi quinientas ciudades. Cada noche dormía en una cama diferente.

El comandante se relajó. Le dio una larga calada al cigarrillo.

—¡Ya está!… Ponía a punto su red terrorista a partir de logias masónicas de las que usted había pasado a ser el jefe secreto.

El venerable no pudo evitar sonreír, por lo diferentes que eran sus recuerdos.

—No precisamente… Deseaba contactar con hermanos deseosos de salvaguardar la iniciación pese a las dificultades. Esperaba encontrar al menos un centenar en toda Francia. Y en todas partes fui rechazado como un apestado. Los supuestos hermanos se escondían. Temían las denuncias. Me tomaban por un provocador. Y, sobre todo, ni el término de «iniciación» ni su vocación masónica tenían ningún sentido para ellos. La guerra había hecho añicos su humanismo de pacotilla. Entonces entendí que la masonería estaba muerta, que sólo unas pocas logias merecían ser salvadas; porque de ellas renacería la vida iniciática.

Al venerable le había faltado decir «una sola logia». Eso habría sido confesar que «Conocimiento» había sido elegida depositada del secreto. Ahora bien, nada urgía más que sembrar la confusión en el espíritu del comandante. La verdad era tan simple, tan desconcertante… Al de las SS le costaría creerla.

—¿Completó usted este periplo sin resultados? ¿Y sostiene que su objetivo era de orden estrictamente iniciático?

—No sabría resumirlo mejor.

—Hace mal en subestimarme, venerable. Usted era un agente de enlace perfecto para la Resistencia. Su paso por las ciudades de Francia coinciden con atentados, sabotajes, asesinatos de oficiales alemanes… ¿Cuestión de azar, tal vez?

—Seguramente. Soy incapaz de manipular un explosivo sin hacerme saltar a mí mismo por los aires.

El comandante rió con sarcasmo.

—Normal… usted incita, dirige, no escucha. Los de la Resistencia me divierten. Nos hemos infiltrado en sus organizaciones. ¡Y luego los franceses son tan amigos de la delación! En la lista no figura su red de logias. La necesito.

—Yo sólo puedo ofrecerle mi logia.

—¿Nada más que revelar sobre la actividad subversiva de la masonería?

—No tiene que preocuparse a ese respecto.

El comandante guardó silencio durante un minuto largo, indiferente. Pasó una página más de su informe.

—De enero a marzo de 1942, estuvo en Inglaterra… y no precisamente solo. Lo acompañaba Dieter Eckart. Siempre por motivos… ¿espirituales?

Con la punta del cortapapeles, que había agarrado como un puñal, el comandante trazó unas figuras sobre un papel secante que había en el extremo del escritorio.

—Por supuesto. Teníamos que contactar con la gran logia de Inglaterra para rendirle cuentas de la situación. En Francia, me había decepcionado la cobardía de los masones. Y en Inglaterra, cogí una buena rabieta ante su insondable estupidez. Mucho decorado, muchas medallas, muchos notables anclados en sus reglamentos del siglo XIX, apartados de sus orígenes. Momias. Logias de momias. Dieter Eckart estaba atónito. Mantuvimos más de diez entrevistas con quienes pretendían dirigir la masonería y lo habían dejado correr.

El comandante estaba confuso. Se preguntaba si el venerable no estaría diciendo la verdad, por muy disparatada que le resultara. En vez del jefe secreto de una red de hombres dotados de temibles poderes, ¿no sería más bien una especie de dinosaurio, uno de los últimos iniciados? Suprema estrategia. Hacerse pasar por menos que nada; reducirse a la posición de un espiritualista leal y bondadoso, apolítico, consciente de los problemas que acucian su época. ¡La actitud del venerable, su humildad teñida de autoridad y su serenidad hacían que el personaje resultara tan verosímil! Menos para uno de los grandes responsables del Aneherbe, encargado de detectar los poderes ocultos de las sociedades secretas y usarlos en pro de la victoria del Reich. El comandante ya casi había olvidado el tiempo que había perdido en su interminable interrogatorio para llegar al fondo de la cuestión, a este François Branier, tan peligroso por sí solo.

—¿Entonces su estancia británica se saldó con otro fracaso? ¿No organizó usted la menor base terrorista?

—Nada de nada.

—¿Corrió mejor suerte en Escocia, adonde se dirigió en la primavera de 1942 y de donde no se retiraría hasta el final del verano?

—No exactamente —respondió el venerable—. Ya no me hacía muchas ilusiones. Pero quería ir a Kilwinning. Allí nació la forma medieval del Rito Escocés Antiguo y Aceptado. Una especie de peregrinaje. Una manera de recobrar las fuerzas.

A François Branier se le pasó decir que prácticamente todos los hermanos de «Conocimiento» habían acudido a Kilwinning para celebrar una «tenida» excepcional y regenerarse en la matriz de su rito.

El comandante del campo pasó mecánicamente las páginas restantes de su informe, una treintena de hojas en las que había entremetidas fotografías y recortes de prensa.

—Supongo que es inútil recordar sus otros viajes a España, Grecia, Bélgica, Países Bajos, Noruega… ¡porque la respuesta siempre será la misma! ¡Ninguna actividad revolucionaria, nada de maquinaciones subversivas ni de redes terroristas! ¡Una misión iniciática para reagrupar a los hermanos dispersos!

—Así es —confirmó el venerable—. Sólo que la palabra «misión» no es acertada. Yo no busco la conversión de nadie. Los iniciados son constructores y testigos, ni más ni menos.

El comandante se quedó helado.

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