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Authors: Christian Jacq

Tags: #Esoterismo, Histórico, Intriga

El monje y el venerable (15 page)

BOOK: El monje y el venerable
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Contribuir a su destrucción sería para él un título de gloria. El monje era el peor adversario de la logia, más temible aún que el comandante de las SS.

—Vino hace más de un mes —prosiguió el monje—. Los agentes de las SS estaban almorzando, y la vigilancia se había relajado. Ella llevaba puesto el uniforme. Al entrar, se puso un dedo delante de la boca en señal de silencio. Dejó en el suelo una cajita llena de medicamentos y se fue. Un soplo de aire fresco. Una aparición. Hoy se me ha agotado la reserva. Y ella no ha vuelto, puede que a causa de su presencia.

—¿Quiere que me sacrifique? —interrogó el venerable.

—Usted tiene la respuesta. Faltaría que el sacrificio sirviera de algo.

—¿Alguna idea?

—Sobre todo, no quisiera influir en su decisión.

—Gracias por su humanidad, padre. No esperaba menos. ¿Le queda un poco de sopa fría?

El venerable tenía hambre. En su interior renacía una formidable energía, porque la situación al fin le parecía clara. Había identificado a su principal enemigo, el más vicioso. El monje era el señor del infierno.

Capítulo 14

El venerable esperaba. Klaus, el jefe de las SS, había venido a buscarlo temprano, para llevarlo al despacho de la torre en el que debía anotar los secretos de la logia «Conocimiento». Pero sobre la mesa de trabajo no había papel. La pluma de oro también había desaparecido. No quedaba el menor rastro de escritura.

¿Broma sádica? ¿Descuido? ¿Una nueva prueba concebida por un cerebro enfermo? El venerable dejó de interrogarse en vano. La única solución era seguir esperando. Soportar el aislamiento, aceptar la presencia del mal, convencerse de que se reuniría con sus hermanos para celebrar una «tenida» en honor del Gran Arquitecto del Universo.

El venerable se sentó en la única silla del cuarto desnudo, frente a la mesa de trabajo. El vacío. François Branier tenía la paciencia pegada al cuerpo. El tiempo no lo asustaba. Dejaba que pasara por él, sin resistirse. La vida iniciática le había enseñado que, en verdad, el tiempo no existía. Estaban el día y la noche, las estaciones, el envejecimiento, los ciclos… pero siempre era la primera mañana del mundo, el primer instante en que los destinos de los seres se fundían en uno, en que la vida no se degradaba. François Branier, como todo iniciado, albergaba en su interior una juventud que se regeneraba. Sus muertos vivían en él; su mujer, el anciano profesor de francés, Pierre Laniel… ellos lo animaban a resistir, a domesticar las tinieblas.

Antes de celebrar los misterios, los hermanos de «Conocimiento» habían mencionado en varias ocasiones la posibilidad de una detención y hasta de la destrucción de su obra por la barbarie. El venerable no había dado respuesta a las inquietudes expresadas. No reconfortaba. No ocultaba la realidad. Con honda satisfacción, había constatado que sus hermanos estaban listos. Les asustaba la prueba, pero no se dejaron llevar por el pánico. El Mal estaba en el orden de las cosas. El suelo de la logia se denominaba «pavimento de mosaico», por estar compuesto de cuadros negros y blancos. Camuflada en el blanco, una parcela de negro; escondida en el negro, un destello de blanco. La fortaleza nazi pretendía ser el Mal absoluto. Sin embargo, había una parcela de luz en aquella oscuridad. Le correspondía al venerable distinguirla y hacer uso de ella. Después de todo, ése era su cometido.

Lo más insoportable era la ausencia de «sesiones». Vivir en comunión con sus hermanos, celebrar los ritos, trabajar en honor del Gran Arquitecto, formar la cadena de unión, avanzar paso a paso por el camino del conocimiento con la Regla como guía… aquellos momentos lo embriagaban. Para ellos no había otro paraíso. El venerable entendía a los antiguos que acompasaban el año con los ritos y dedicaban días, e incluso semanas enteras, a recrear lo sagrado, a vivir en armonía con las leyes del Universo. Esta realidad, que pocos hombres conocían, el venerable la había vivido en lo más secreto de la logia. Los iniciados no trabajaban para sí mismos. Como los monjes de la Edad Media, laboraban en el silencio de una comunidad que resplandecía sin ostentación, manteniendo el equilibrio del mundo. Como los monjes… Este pensamiento disgustó a François Branier.

La llave dio vueltas en la cerradura. Klaus, el jefe de las SS, abrió la puerta.

El venerable contuvo una exclamación hostil. Junto al jefe, estaba la joven rubia, con un uniforme de las SS. Así que ella lo había traicionado. Lo vendía a los nazis con la mirada; le seguía el juego al monje. Sacrificaban al masón. Herido en lo más hondo de su ser, el venerable adoptó una expresión impasible.

—¿Algún problema, señor Branier?

El venerable se apartó, para ir a apoyarse a la mesa de trabajo.

—Necesito hacer un poco de ejercicio. Si hay que recoger hierbas, me ofrezco voluntario.

Esperaba una reacción inmediata por parte de la joven. Pero ella seguía callada detrás del jefe.

—Los paseos sanitarios no me competen a mí, señor Branier. ¿Algún otro deseo?

El venerable negó con la cabeza. Klaus se divertía, como un gato que se prepara para dar el zarpazo. Con un testimonio directo como prueba, acusaría al venerable de tentativa de evasión o de cualquier otra cosa.

—Vamos.

La orden sonó como un restallido. La joven se dirigió hacia François Branier. Él no la miró, para facilitarle la labor. Denunciar a alguien violenta al menos durante un instante al peor de los traidores. Además, sólo quería guardar de ella un recuerdo claro, una sonrisa en un bosque inundado de luz.

Ella alargó el brazo hacia la mesa de trabajo y se alejó, nerviosa, hasta volver a ocupar su lugar detrás del jefe de las SS.

—Que trabaje bien, señor Branier —dijo Klaus al salir, acompañado de su secuaz.

Sobre el escritorio, la joven le había dejado hojas de papel y un bote de tinta negra.

—Hay que averiguar dónde tienen encerrado al venerable —exigió el aprendiz Jean Serval.

—Pues no veo cómo —confesó Dieter Eckart.

—Yo montaré guardia todo el tiempo que me sea posible. Acabaré por verlo en el patio —manifestó Guy Forgeaud.

Dos soldados de las SS habían devuelto a Forgeaud a su barracón entrada la noche. Durante una hora larga, y antes de caer en un profundo sueño, el mecánico había descrito su primera jornada de trabajos forzados. Los hermanos estaban de acuerdo: la puerta de acceso a la armería escondía una trampa. Pero Forgeaud no perdía la esperanza de comprobarlo sin dejarse atrapar. Estaba satisfecho con las primeras soldaduras que había hecho en la auto ametralladora. El sabotaje era invisible. Faltaba comprobar su eficacia.

—Si Guy logra traernos armas —dijo el compañero Raoul Brissac—, pasamos a la ofensiva.

—Lo cachean a la salida del taller —objetó Dieter Eckart—. Sería una locura asumir semejante riesgo. Ya hemos perdido a uno de nuestros hermanos.

—¡Pues iremos todos al matadero si actuamos como mansos corderitos! —se dejó llevar Brissac.

—Yo no creo que un compañero deba emplear ese tono ante un maestro —espetó Eckart, con mucha frialdad.

Un doloroso silencio se instaló en el barracón rojo. El aprendiz Jean Serval y el compañero Spinot desviaron la mirada de su hermano Brissac. Éste último se dio la vuelta.

—No he querido ser agresivo —explicó, crispado—. Estoy seguro de que nuestra supervivencia pasa por la acción. Y empieza por hacer pagar a esos cabrones la muerte de Pierre.

—Tú no eres quien para tomar ninguna decisión, hermano mío.

Esta intervención puso fin a la discusión. Pero Dieter Eckart no era tonto. La ausencia del venerable pronto se convertiría en un obstáculo insuperable. No tardarían en desmembrarse.

«Cuánto los necesito», se decía a sí mismo el venerable, incapaz de escribir. Sólo los rostros de los hermanos de su logia le permitían salir del pozo sin fondo hacia el que se veía arrastrado. «Cuánto los necesito, porque ellos existen de verdad, porque han nacido en la conciencia, en la vida real».

Como cada noche, el venerable recordó el rostro de cada uno de sus hermanos, uno tras otro. Estudiaba sus posibilidades ocultas, sus trabas, los progresos que habían hecho en el camino, las causas de sus éxitos y también de sus fracasos. Los éxitos, los debían sólo a sí mismos y a sus esfuerzos. De los fracasos, él se hacía responsable. No había sabido entenderlos en el momento adecuado, indicarles la dirección, la manera en que deberían haber actuado. Muchas veces, pasaba largos minutos meditando sobre la logia, olvidando el sueño, olvidándose de sí mismo.

Se pasó la mano derecha por la cabeza. Sí que era pesada la carga de venerable que los maestros de la logia se transmitían de generación en generación. Ningún rey, ningún emperador, ningún presidente de ninguna República podía imaginar lo que descansaba sobre los hombros del venerable de una logia iniciática. Según la Regla, éste último no compartía su carga con nadie. Al término de la vida comunitaria en la que cada hermano encontraba el apoyo que necesitaba, independientemente de las circunstancias, estaba esta inmensa soledad, este desierto en llamas donde faltaba el alimento, ese país ignoto donde todos los caminos eran vírgenes. Maravillosos, los tiempos en que aún no era venerable, en que pedía consejo a los maestros, a los vigilantes, al maestro de la logia. Ahora ya no había intermediarios entre él y el Gran Arquitecto del Universo. «El venerable es el mediador entre el cielo y la tierra», afirmaba la Regla. ¿Qué quedaba del individuo François Branier, de sus gustos, de sus fantasmas, de sus ambiciones? Todavía existían, sin duda; pero lejos de él, en una esfera exterior a la de su persona. La función de venerable se le había impuesto. No se sentía ni triste ni orgulloso por ello.

Formaba parte de los riesgos y las necesidades del oficio. Un venerable dejaba de ser él mismo, pasaba a estar al servicio de la comunidad. Y servir significaba darlo todo. François Branier no era ni un místico ni un romántico. No le quedaba opción, y en aquella ausencia de opción residía la libertad. Él ya no se preocupaba de sí mismo. Se había unido a un destino, sin fatalismos. El futuro de la logia dependía, en gran parte, de la vía recorrida por el barco que él tripulaba.

A veces, le habría gustado abandonar el timón, confiárselo a un hermano más experimentado, más competente. Maldecía sus carencias, su vanidad, su mediocridad ante la gran misión que correspondía. Pero la Obra continuaba, su logia evolucionaba, sin darle tiempo a recrearse en sus miserias. Aquí, en esta fortaleza donde el tiempo humano había desaparecido, resurgían como sombras distorsionadas. ¿Qué valor tenía un venerable privado de su comunidad? Ninguno, sin duda. ¿Cómo percibir el camino de la luz? Si se degradaba él, degradaba la logia. Pero tampoco tenía derecho a engañarse, a considerarse un superhombre, a inventar motivos de esperanza. Sólo el ritual hacía de él un venerable.

Ahora más que nunca, la logia le pedía que hiciera de venerable; ahora que le era imposible.

El monje había terminado la ronda matutina de «visitas». Había aseado a los enfermos encamados, limpiado las camas, suministrado curas. Auténticas curas. Porque la joven rubia de uniforme nazi había vuelto, al rayar el alba, para entregarle más medicamentos. El monje sólo había percibido una silueta. Luego había manipulado con delicadeza el pequeño paquete que esperaba en el suelo de la enfermería. Ya tenía con qué aguantar unos días más, con qué conseguir algunas victorias sobre el sufrimiento.

¿Cuánto hacía que el monje no salía a recoger plantas? No lo sabía. Se había olvidado de contar. Mala señal. Alguna negligencia más como aquélla y se hundiría en la resignación, la peor de las dimisiones.

Fray Benoît tenía el hábito de cumplir sus obligaciones. En el último monasterio en el que había vivido, el de Saint Wandrille (Normandía), se hablaba de él como futuro abad, función que ya ejercía de manera oficiosa debido a la avanzada edad del titular. Pero aquel recuerdo ya no le atañía. Se limitaba a revivir sus paseos por el inmenso parque, las horas de meditación en el bosque, la presencia divina, los goces del trabajo manual, el placer de la lectura. Lo que más echaba en falta era el refectorio. Una sala romana del siglo
XI
con proporciones tan perfectas que santificaba a todo aquél que entraba. Las mesas estaban dispuestas en forma de T. Al fondo, el abad. Los cubiertos siempre estaban puestos, como si unos seres invisibles celebraran un banquete mientras los monjes de carne y hueso atendían sus trabajos cotidianos. En cuanto Benoît ponía el pie en el refectorio, se sentía transportado a otro mundo, lejos de bajezas y mezquindades. Entre aquellas paredes eternales había mucho más que bienaventuranza: armonía. Cuando cada monje ocupaba su lugar experimentaba una beatitud que borraba fatiga, preocupaciones, dudas. El hecho de comer juntos, beber juntos, pensar juntos, reportaba a la comunidad una luz que perduraba largo tiempo en el interior y en la soledad de las celdas.

El monje estaba convencido de que sólo los benedictinos conocían este secreto, hasta el instante en que conoció al venerable. Benoît, que no creía que una logia masónica tuviera nada en común con una comunidad monacal, se quedó sorprendido ante la exigencia espiritual que impulsaba a aquel hombre, ante su respeto a una Regla que parecía considerar su bien más preciado.

Un ataque de tos sacudió el enorme pecho del monje. La falta de aire, sin duda.

Capítulo 15

—Venerable, no estoy nada satisfecho con su trabajo.

Con las narinas apretadas, los labios pálidos y los ojos inquisidores, el comandante del campo miraba a François Branier como un profesor furioso por el mal ejercicio de un alumno. Entre sus manos, tenía las páginas que el venerable había redactado a lo largo del día con letra fina, apretada y regular.

—Lo que usted acaba de leer es totalmente exacto. Le doy mi palabra.

—Ya lo creo, venerable. En revelar detalles sin importancia no hay quien lo supere.

—¿Sin importancia, el plano de la logia de aprendiz? ¿La significación simbólica del mallete y del cincel, del pavimento de mosaico? Le he señalado elementos esenciales en nuestra vida iniciática.

El comandante tendió los papeles a su ayudante de campo, que los archivó cuidadosamente.

—Sólo habla de iniciación, de simbolismo, de búsqueda… inservible. No es lo que yo le pido.

—Pues no sé hacer otra cosa.

En pie ante el escritorio del comandante, François Branier hacía gala de una calma absoluta. El de las SS mentía. Por fuerza estaba interesado en el esoterismo y la búsqueda iniciática. Sabía que aquello formaba parte de la Regla. Además, le habían asignado la misión de investigar aquellas cuestiones. Se enojaba porque hacía frente a un obstáculo imprevisto: el tiempo. Su mejor baza se volvía contra él. Ahora, parecía tener prisa por llegar a la esencia, al secreto de la logia, a sus aplicaciones prácticas.

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