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Authors: Christian Jacq

Tags: #Esoterismo, Histórico, Intriga

El monje y el venerable (18 page)

BOOK: El monje y el venerable
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—¿Y dónde está el buen camino?

—Su Gran Arquitecto lo abandona. Normal. El buen camino es Dios. Él es la puerta, la verdad y la vida. Todo aquél que renuncie a Él está condenado a morir.

—Es usted un intolerante, padre. O convierte, o excomulga. Yo sólo quiero ser testigo. Testigo de la luz.

—¿Qué va a saber usted de la luz divina?

—Al menos lo mismo que usted; y seguramente un poco más, porque usted no es un iniciado —respondió el venerable—. Ha seguido un mal camino y ya no tiene el valor de retroceder.

—Hemos hecho una apuesta, venerable.

—La mantengo, padre. Sólo tengo una palabra.

—Haría bien en renunciar. Dios le perdonaría.

—El Gran Arquitecto no aprecia a quienes renuncian.

En el exterior se escuchaba ruido de botas. Delante de la enfermería, el murmullo de un cadáver al que arrastran por los pies. Órdenes en alemán.

—La vida sigue —observó el monje.

Capítulo 17

—Felicidades, señor Branier —dijo el comandante, en tono sentencioso.

El venerable había sido conducido a su despacho poco después del anochecer. Llevaba en la enfermería desde la noche anterior. Un trabajo agotador, y más enfermos: astrólogos y videntes checos, la mayoría en un estado lamentable. Aquellos hombres habían sido torturados. Ninguno sobrevivía mucho tiempo. El monje les había dado la extremaunción.

—Es usted un excelente líder —prosiguió el comandante—. Aun estando ausente, sus hermanos lo obedecen. Estoy convencido de que mantienen un contacto… telepático.

Los ojos le brillaban. Pasaba una y otra vez aquellos dedos sobre una bola de metal que le servía de pisapapeles. Helmut, el ayudante de campo, tomaba nota en un gran cuaderno que tenía apoyado sobre un atril.

—No domino esa técnica —replicó el venerable.

—¿En serio?

—En serio.

—¿Y cómo se explica usted que su hermano Guy Forgeaud haya rechazado la magnífica turbina que yo le había ofrecido como cebo? ¡Un modelo ultra secreto sobre el que un técnico como él habría tenido que abalanzarse!

François Branier sonrió, sin insolencia, como una fiera que se divierte con la carantoña de alguien más débil que ella.

—Eso demuestra que Guy Forgeaud es un simple mecánico sin habilidades especiales.

—Olvide ese estúpido argumento, señor Branier. ¡Prefiero que me diga que mi estrategia era ordinaria, que mi trampa era ingenua!

—No sé…

Un silencio sostenido siguió a las palabras del venerable. El ayudante de campo dejó de escribir, esperando la reacción del comandante. Éste posó la bola de metal en la mesa, encendió un cigarrillo y empezó a pasearse ante la ventana de su despacho. Se movía como una maquinaria bien regulada.

—Hay otra explicación, venerable. No es cuestión de telepatía ni de ingenuidad. Existe una red de espionaje en el interior de la fortaleza. La experiencia demuestra que ni las peores mazmorras impiden que los presos se comuniquen entre ellos. No será demasiado difícil identificar a los culpables. ¿Qué le parece?

El venerable estaba en apuros. El comandante jugaba a ganador. Si Forgeaud hubiera cometido la imprudencia de sabotear la turbina, habría revelado sus competencias. Al no tocarla, desvelaba la existencia de una organización resistente en el mismísimo interior de la fortaleza. Pero ¿en verdad lo ignoraba el comandante? ¿No dejaría actuar al monje, a la joven alemana y a algunos otros para controlarlos mejor? A menos que el monje fuera el peor de los traidores y colaborara con el comandante. En ese caso, la joven alemana era su cómplice. ¿Y cómo estar seguro de que Forgeaud no había caído en la trampa? La información procedía del comandante, fuente poco menos que dudosa.

Una vez más, había que detener el huracán, encontrar un punto de referencia, un anclaje. La víspera de su iniciación, el padrino de François Branier le había dicho: «Llegará un día en que no tendrás ninguna certeza, ninguna esperanza, ningún deseo. Estarás perdido en una negra noche y no podrás recurrir a nadie, porque serás el maestro de la logia. Tus hermanos lo esperarán todo de ti. Serás el hombre más solo que la tierra haya acogido jamás. En ese momento, o te hundirás, o empezarás a entender qué es la iniciación».

El momento anunciado por el viejo sabio había llegado.

—¿Qué sabe usted de esa red, señor Branier?

—Estoy al corriente de todo —respondió el venerable.

El comandante titubeó un instante, y luego reanudó su marcha mecánica.

—Le escucho.

La decisión se impuso fulgurante al venerable. Se había llevado por delante los argumentos razonables. Poco importaba saber si se trataba de un error; en ese caso, la decisión sería definitiva. François Branier no disponía de un clima de reflexión. El mero hecho de aplazar su respuesta habría sido un indicio. El comandante no dejaba nada al azar; ése era un concepto ajeno a su manera de pensar. La menor palabra, el más anodino de sus gestos estaban calculados. El venerable conocía bien aquel método por haberlo usado. Pero allí, en aquellas condiciones, sería incapaz. Su única arma era la espontaneidad, la visión instantánea con el máximo riesgo. Como solía decir Pierre Laniel: «el todo por el todo».

—Esa red no existe.

—Ándese con cuidado, señor Branier. No aceptaré…

—Es mucho más simple que lo que usted se imagina. Ninguno de los hermanos de mi logia actúa sin una orden formal por mi parte. Forgeaud tampoco. Cuando se les presenta una dificultad, esperan.

—Es usted un auténtico dictador —observó el comandante, escéptico.

—La logia funciona según una jerarquía indiscutible. ¿Lo entiende, no?

El de las SS siguió con su vaivén.

—¿Y cómo les hace llegar sus órdenes formales?

—Mediante signos.

—¿Cuáles?

El venerable le puso la mano derecha sobre el hombro izquierdo, muy cerca del cuello.

El ayudante de campo enseguida esbozó un croquis en el gran cuaderno.

—Eso no es masónico. Es un signo cualquiera.

—En efecto, no se trata de un signo habitual. Es propio de mi logia. Una simple medida de seguridad.

—¿No tienen mensajes codificados para comunicarse entre sí?

—Sí. Siempre que lleguen.

—¿Y qué código usan?

—Cruces y puntos en una casilla. El más clásico, con unas variantes. Lo ponían en práctica en las logias alemanas. Seguramente ustedes tengan algunos ejemplares en su poder. Pero yo no he vuelto a ver a Forgeaud y, por lo tanto, no he podido hacerle llegar el menor mensaje. Al igual que los demás, no hará nada mientras que no reciba instrucciones mías y solamente mías.

El comandante se sentó a su despacho y abrió una carpeta.

—Helmut, que devuelvan el venerable a la enfermería.

—Menuda paliza —constató Raoul Brissac al ver a su hermano Forgeaud, con el rostro cubierto de magulladuras.

El mecánico acababa de despertarse, tras haber pasado una noche agitada. Tenía golpes por todo el pecho.

—¿Por qué no lo han enviado a la enfermería? —preguntó el aprendiz Serval.

—Seguramente para que no vea al venerable —avanzó Dieter Eckart.

Guy Forgeaud, con un ojo a la funerala, el labio superior reventado y los pómulos amoratados, esbozó una sonrisa.

—Hermanos, he cometido una gran estupidez.

Los supervivientes de la logia «Conocimiento» rodearon a su hermano, que estaba tendido en el suelo del barracón rojo.

—Antes, la comida —exigió André Spinot.

No habían tocado su última ración de col hervida para reservarle un festín a Forgeaud. Lo ayudaron a incorporarse y comer. Masticó cada bocado con la alegría de seguir vivo.

—Estupendo —valoró.

Su elocución dejaba que desear. Pero sus hermanos no se perdieron ni una de sus explicaciones.

—No he tocado su maldito artilugio: una especie de bomba volante provista de aletas metálicas. Me apetecía desmontar aquella cabronada, pero habría dejado pistas forzosamente. Presentarme aquella máquina como una tarta de cumpleaños, era cuando menos un poco fuerte. Luego apareció una joven con uniforme de las SS que me recomendó no tocar nada y desapareció. El problema fue la inacción. Había terminado el sabotaje de mi encargo, y ya sólo me quedaba abrir la armería. No me pude resistir. Nada de armas, sólo botellas de vino blanco. No tuve tiempo de probarlo. Los agentes de las SS se abalanzaron sobre mí. Me sacudieron duro. Caí redondo. Y cuando volví en mí ya estaba aquí. Al ver vuestras caras, ¡creía haber llegado al paraíso de los masones!

Por quinta vez en un mismo día, el monje recitó la plegaria de los muertos. Evocaba el reino celeste que, en su mente, adoptaba la forma de las construcciones de la abadía de Saint Wandrille, del refectorio donde los monjes celebraban el banquete ritual, de la biblioteca donde descifraban las escrituras, del claustro donde ponían en orden sus ideas caminando con un paso eternal, de las celdas donde vivían un cara a cara con la Presencia. Se superponía a aquellas imágenes la del cementerio escondido en un bosque, sobre la colina que dominaba la abadía. Allí estaban enterrados los hermanos, descansando al ritmo de las estaciones, en el silencio de días y noches que incitaba a las plegarias rituales. Aquel cementerio donde a fray Benoît tanto le habría gustado descansar.

Muy cerca, había un oratorio bajo los robles. Algunos hermanos venían allí a meditar durante largas horas, con la mirada perdida en la lejanía del valle. Benoît, el más forzudo de la comunidad, el más trabajador, el más enérgico, también era el más contemplativo. Llegaba a olvidar las santas horas en que los hermanos rezaban. Y entonces enviaban al más joven a buscarlo.

El monje ya nunca volvería a experimentar la felicidad absoluta de aquella luminosa soledad. Se reprochaba aquella falta de fe, el rechazo de un milagro todavía posible. Dios cumplía Su voluntad, no la de un individuo. Si aquel mundo tenía que ser destruido, ¿para qué rebelarse? Tal vez había llegado el fin de los tiempos. Ser testigo de semejante acontecimiento, del regreso de lo creado al Creador, no debía llevarlo a la desesperación. ¿Acaso la humanidad había tocado el fondo del horror? ¿Se trataba de un final o del principio de atroces convulsiones que harían desaparecer los últimos vestigios de armonía? Benoît pensaba en la primera comunidad de monjes que había civilizado un Occidente presa de las peores barbaries. Cruel había sido el día en que los hermanos, demasiado numerosos, habían tenido que escindirse en dos comunidades. Menudo el dilema que surgió en la abadía: designar a los hermanos que se marcharían a tierras lejanas para fundar un nuevo monasterio. El monje se sentía exiliado en un lugar extraño, en un mundo de tinieblas donde tenía órdenes de descubrir una parcela de luz. ¿Acaso le habían asignado una misión? Él no se vanagloriaba de ello, porque hacerlo no cambiaría la realidad. Pero Dios no era aficionado a los juegos de azar. Si había metido a un monje en aquel infierno, seguramente era para demostrar que el Mal no era absoluto.

Sufrimiento, esperanza, vida, muerte, luz, tinieblas… en la gran ruleta del destino, todo estaba decidido. A excepción de una incógnita: la presencia de aquel venerable. El monje debía admitir que había imaginado de otra manera al peor de los secuaces de Satán. El venerable. Tal vez el venerable también cumpliera una misión, pero ¿cuál? ¿Qué peso tendría el Gran Arquitecto frente al Dios todopoderoso? El monje, seguro de ganar la apuesta, se aclaró la voz, nervioso. Al hacerlo provocó otro ataque de tos, que se confundió con el siniestro aullido de sirenas de la fortaleza.

Capítulo 18

Raoul Brissac, el picapedrero, mantenía el ojo pegado a la abertura practicada en la parte inferior de la pared del barracón rojo que daba al gran patio. Esperaba, incansable. Habría esperado durante siglos. La herida en la oreja todavía le producía agudas punzadas, pero no tenía cura. El cabrón que le había robado el anillo de compañero y que había matado a Pierre Laniel lo pagaría con su propia vida. De momento, el intendente parecía intocable. Un carnicero de mirada ausente cuyo rostro obsesionaba a Raoul Brissac. No podría vivir tranquilo mientras aquel tipo existiera. La muerte de un hermano no queda impune.

Era imposible actuar solo. Ni hablar de poner a otros hermanos en peligro. Raoul Brissac acechaba pacientemente, observaba durante horas. Esperaba la mejor ocasión. Llegaría. La deseaba con tanta fuerza que propiciaba las condiciones como por arte de magia. En la logia «Conocimiento», durante la iniciación al grado de compañero, se revelaba el uso del poder personal, el manejo de las energías interiores. Ahora tenía la capacidad de modificar el curso de las cosas sólo de manera infinitesimal; y, pese a ello, de modificarlas proyectando su voluntad hacia el objetivo que quisiera alcanzar. El venerable posiblemente hubiera reprochado a Brissac el uso de un poder, el desvío de una fuerza espiritual hacia la materialidad. El compañero rechazaba aquella crítica de antemano. La protección de la logia pasaba por el combate. Había que atacar, destruir la maquinaria del adversario, demostrarle que su sistema no era infalible. Y, para empezar, vengar la muerte de Laniel.

Los acontecimientos ocurrieron tan rápido que Raoul Brissac no tuvo que pensárselo dos veces. Se dejó llevar por el instinto. Vio que un hombre salía tambaleándose de la torre central. Estaba envuelto en llamas. Ya no le quedaban fuerzas para gritar. Lo seguían dos agentes de las SS, también en llamas, con una enorme marmita de aceite de la que salían humo y llamaradas. Uno de ellos, un coloso, logró recorrer unos metros a costa de un increíble esfuerzo. Las manos se le quedaron pegadas al metal ardiendo. Finalmente, se desplomó contra la pared de un barracón que enseguida se incendió.

Las sirenas de la fortaleza se activaron en el preciso instante en que los primeros deportados abandonaron el barracón para evitar ser quemados vivos. Los agentes de las SS salieron de su caserna, arma en mano. Dispararon a los detenidos que, locos de esperanza, intentaban escalar los muros de la fortaleza. Otros empezaron a evacuar los barracones y obligaron a los presos a concentrarse ante la torre, junto a los lavabos. Los masones fueron los últimos en salir.

Durante unos minutos, reinó el caos. El fuego que se extendía, los quemados que gritaban, los equipos de emergencia que se organizaban con demasiada lentitud, los insensatos que intentaban huir sin importar adónde, la manga de incendio que no funcionaba correctamente, los cubos que no se encontraban, los agentes de las SS que disparaban al aire para no abatir a sus camaradas, los cabecillas que tomaban la precaución de abandonar las filas en cuanto éstas se formaban.

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