—Creo que se está levantando viento —dijo la joven. Sofía volvió corriendo al lado de Alberto.
—¡No me escuchan! —dijo, y al decir esto, se acordó del sueño sobre Hilde y la cruz de oro.
—Ése es el precio que tenemos que pagar. Si nos hemos salido a escondidas de un libro, no podemos esperar tener exactamente los mismos privilegios que el autor del libro. Pero estamos aquí. A partir de ahora no tendremos ni un día más de los que teníamos cuando abandonamos la fiesta filosófica de tu jardín.
—¿Tampoco tendremos nunca un contacto real con la gente que nos rodea?
—Un auténtico filósofo jamás dice
—Son las ocho.
—Que es la hora que era cuando salimos de tu casa, sí.
—Es hoy cuando el padre de Hilde vuelve del Líbano.
—Por eso tenemos que darnos prisa.
—¿Por qué?
—¿No tienes interés en saber lo que pasará cuando el mayor llegue a Bjerkely?
—Claro, pero...
—¡Ven!
Empezaron a bajar hacia el centro. Se cruzaban con la gente, pero todo el mundo les pasaba como si fueran aire.
Caminaban al lado de los coches aparcados. De pronto Alberto se detuvo delante de un coche deportivo rojo, con la capota plegada.
—Creo que podemos utilizar éste —dijo—. Pero me tengo que asegurar de que es nuestro coche.
—No entiendo nada.
—Entonces tendré que explicártelo. No podemos coger sin más un coche que pertenezca a alguien de esta ciudad. ¿Cómo crees que reaccionaria la gente al descubrir que el coche va sin conductor? Y además, tampoco creo que lográramos arrancarlo.
—¿Y el deportivo rojo?
—Creo que lo reconozco de una vieja película.
—Perdona, pero para ser sincera tengo que decirte que todas esas misteriosas insinuaciones están empezando a molestarme.
—Es un coche imaginario, Sofía. Es exactamente como nosotros. La gente sólo ve aquí un lugar vacío. De eso es de lo que nos tenemos que asegurar, antes de ponernos en marcha.
Se pusieron a esperar. Al cabo de unos instantes, llegó un chico montado en bicicleta por la acera. De pronto, pasó a través del coche rojo.
—Ya ves. ¡Es como nosotros!
Alberto abrió la puerta delantera derecha.
—¡Adelante! —dijo, y Sofía se metió en el coche.
Alberto se sentó en el asiento del conductor, la llave estaba puesta, la giró y el coche arrancó.
Pronto se encontraban en la carretera hacia el sur. Poco a poco empezaron a ver grandes hogueras de San Juan.
—Estamos en la noche de San Juan, Sofía. Es maravilloso, ¿verdad?
—Y el viento sopla fuerte en los coches descapotables. ¿Es verdad que nadie nos ve?
—Sólo aquellos que son como nosotros. Quizás nos encontremos con alguno de ellos. ¿Qué hora es?
—Las ocho y media.
—Entonces tenemos que coger un atajo; no podemos seguir detrás de este camión.
Alberto se metió en un campo de trigo. Sofía miró hacia atrás y vio que dejaban tras ellos una ancha franja de mieses aplastadas.
—Mañana dirán que ha sido el viento, que ha pasado por el campo —dijo Alberto.
El mayor Albert Knag había aterrizado en Kastrup, el aeropuerto de Copenhague. Eran las cuatro y media del sábado 23 de junio. El día había sido muy largo. La penúltima etapa del viaje la había hecho en avión desde Roma.
Pasó el control de pasaportes vestido con ese uniforme de las Naciones Unidas del que siempre había estado tan orgulloso. No se representaba sólo a sí mismo, tampoco representaba sólo a su propio país. Albert Knag representaba un sistema de derecho internacional, y una tradición de siglos que ahora abarcaba todo el planeta.
Llevaba una pequeña bolsa en bandolera, el resto del equipaje lo había facturado desde Roma. Sólo tuvo que presentar su pasaporte rojo.
«Nada que declarar»
El mayor Albert Knag tenía que pasar tres horas en Kastrup a la espera de que saliera el avión para Kristiansand. Podría comprar algunos regalos para la familia. Hacia casi dos semanas había enviado a Hilde el regalo más grande que había hecho jamás. Marit lo había dejado sobre su mesilla para que lo tuviera al despertarse en su cumpleaños. Albert no había hablado con Hilde después de la llamada de aquella noche.
Albert se compró algunos periódicos noruegos. Pero sólo le había dado tiempo a echar un vistazo a los titulares cuando escuchó algo por los altavoces: «Comunicado personal para el señor Albert Knag. Se ruega al señor Albert Knag que se presente en el mostrador de la SAS. »
¿Qué sería? Albert sintió que una oleada de miedo le subía por la espalda. ¿No le mandarían de nuevo al Líbano? ¿Habría sucedido algo en casa?
Se presentó en seguida en el mostrador de información.
—Soy Albert Knag.
—¡Tenga! Es urgente.
Abrió el sobre inmediatamente. Dentro había un sobre más pequeño. Y en ese sobre ponía: «Mayor Albert Knag c/o Información de SAS, Aeropuerto de Kastrup Copenhague».
Albert estaba nervioso. Abrió el pequeño sobre y encontró una notita:
Querido papá. Te doy la bienvenida. Como ves, no podía aguantar hasta que llegaras a casa. Perdona que te haya hecho llamar por los altavoces. Era lo más sencillo.
P.D. Desgraciadamente, ha llegado una demanda de indemnización del asesor fiscal Ingebugtsen por el percance ocurrido a un Mercedes robado.
P.D. P.D. Quizás esté sentada en el jardín cuando llegues. Pero también puede ser que sepas algo más de mi antes.
P.D. P.D. P.D. Tengo miedo de quedarme demasiado tiempo en el jardín. En esos sitios es muy fácil hundirse en el suelo.
Un abrazo de Hilde, que ha tenido mucho tiempo para preparar tu regreso.
Albert Knag sonrió ligeramente, pero no le gustaba ser manipulado de esa manera. Siempre había apreciado llevar un buen control sobre su propia vida. Y ahora esa pequeña hija suya estaba dirigiendo desde su casa en Lillesand, los movimientos de su padre en el aeropuerto de Copenhague. ¿Cómo lo había conseguido?
Metió el sobre en un bolsillo de la camisa y empezó a pasear por las galerías comerciales. Al entrar en la tienda donde vendían alimentos típicos de Dinamarca vio un pequeño sobre que estaba pegado al cristal de la puerta. «MAYOR KNAG», ponía en el sobre, escrito con un rotulador gordo. Albert despegó el sobre y lo abrió:
Mensaje personal al mayor Albert Knag c/o Alimentos de Dinamarca. Aeropuerto de Kastrup.
Querido papá, me gustaría que nos compraras un salami danés grande, de dos kilos si puede ser. Y a mamá seguro que le gustará el fuet al coñac.
P. D. El caviar de Linfjord tampoco se despreciará.
Abrazos, Hilde.
Albert miró a su alrededor. ¿No estaría Hilde cerca? ¿No le habría regalado Marit un viaje a Copenhague para que se encontrara con él allí? Era la letra de Hilde...
De pronto, el observador de las Naciones Unidas empezó a sentirse él mismo observado. Tenía la sensación de que todo lo que hacía estaba dirigido por control remoto. Se sintió como un muñeco en manos de un niño.
Entró en la tienda y compró un salami de dos kilos, un fuet al coñac y tres frasquitos de caviar de Limfjord. Luego continuó su paseo por las galerías comerciales. Quería comprarle un buen regalo de cumpleaños a Hilde. ¿Estaría bien una calculadora? ¿O una pequeña radio? Sí, eso...
Al entrar en la tienda de electrónica, vio que también allí había un sobre pegado al cristal del escaparate. «Mayor Albert Knag c/o la tienda más interesante de Kastup», ponía. En una notita dentro del sobre blanco, leyó el siguiente mensaje:
Querido papá. Muchos recuerdos para ti de Sofía, que también quiere darte las gracias por una radio con FM y con un mini-televisor que le regaló su generosísimo papá. Demasiado generoso, pero por otra parte, una simple nimiedad. No obstante, tengo que admitir que comparto el interés de Sofía por las nimiedades.
P. D. Si no has estado aún, hay unas instrucciones en la tienda de alimentación y en la tienda libre de impuestos, donde venden vino y tabaco.
P. D. P. D. Me regalaron algo de dinero para mi cumpleaños, de, modo que puedo contribuir con 350 coronas para el mini-televisor.
Abrazos de Hilde, que ya ha rellenado el pavo y hecho la ensalada Waldorf.
El mini-televisor costó 985 coronas danesas. Y sin embargo podría considerarse una nimiedad, en comparación con cómo se sentía Albert Knag por dentro, al ser dirigido a todas partes por los astutos caprichos de su hija. ¿Estaba ella allí o no?
Ahora miraba hacia todos los lados. Se sentía como un espía y como una marioneta a la vez. ¡Había perdido su libertad!
Entonces también tendría que ir a la tienda grande libre de impuestos. Allí había, en efecto, otro sobre blanco con su nombre. Era como si todo el aeropuerto se hubiera transformado en un juego de ordenador en el que él era la flecha. En la notita ponía:
Mayor Knag c/o la gran tienda libre de impuestos de Kastrup.
Todo lo que te pido aquí es una bolsa de gominolas y un par de cajitas de mazapán de Anton Berg. ¡Recuerda que todas esas cosas son muy caras en Noruega! Si no recuerdo mal a mamá le gusta mucho el Campari.
P. D. Ten tus sentidos bien abiertos durante todo el viaje de vuelta. Supongo que no querrás perderte ningún mensaje importante.
Abrazos de tu hija Hilde, que aprende con mucha rapidez.
Albert suspiró con resignación, pero entró en la tienda y cumplió con la lista de compras. Con tres bolsas de plástico y su bolsa en bandolera, se acercó a la puerta 28 para esperar el embarque. Si había más notitas, allí se quedarían.
Pero sobre una columna, en la puerta 28 había otro sobrecito blanco: «Al mayor Albert Knag, puerta 28, aeropuerto de Kastrup». También ésta era la letra de Hilde, pero el número de la puerta parecía añadido y escrito con otra letra. No era fácil hacer averiguaciones, porque no tenía ninguna otra letra con la que comparar, solo números contra letras.
Se sentó en un asiento con la espalda pegada a una ancha pared. El orgulloso mayor se quedó así sentado, mirando fijamente al aire como si fuera un niño pequeño que viajaba solo por primera vez en la vida. Si ella estuviera allí, al menos no tendría el gusto de encontrarle a él primero.
Miraba pusilánimemente a los pasajeros conforme iban llegando. A ratos se sentía como un enemigo de la seguridad del reino. Cuando empezaron a embarcar, suspiró aliviado; él fue el último en entrar en el avión.
En el momento de entregar la tarjeta de embarque, cogió otro sobre que había pegado al mostrador.
Sofía y Alberto habían pasado ya el puente de Brevik, y un poco más tarde la salida para Kragero.
—Vas a 180—dijo Sofía.
—Son casi las nueve. Ya no falta mucho para que aterrice en el aeropuerto de Kjevik, y a nosotros no nos pararán en ningún control de tráfico.
—¿Y si chocamos?
—Si es con un coche normal no pasa nada. Pero si es con uno de los nuestros...
—¿Si?
—Entonces tendríamos que tener cuidado.
—No es fácil adelantar a nadie por aquí, hay árboles por todas partes.
—No importa, Sofía. ¿Cuándo te vas a enterar?
Dicho esto, Alberto se salió de la carretera, se metió por el bosque y atravesó los espesos árboles.
Sofía suspiró aliviada.
—¡Qué susto me has dado!
—Ni siquiera nos enteraríamos si atravesáramos una pared de acero.
—Eso significa que somos simplemente unos ligeros espíritus respecto del entorno.
—No, lo estás viendo al revés. Es la realidad de nuestro entorno la que es para nosotros un ligero cuento.
—Me lo tendrás que explicar más a fondo.
—Entonces escúchame bien. Hay un extendido malentendido acerca de que el espíritu es algo más «ligero» que el vapor de agua. Pero es al contrario. El espíritu es más sólido que el hielo.
—Nunca se me había ocurrido.
—Entonces te contaré una historia. Érase una vez un hombre que no creía en los ángeles. No obstante, recibió un día la visita de un ángel, mientras estaba trabajando en el bosque.
—¿Sí?
—Caminaron juntos un trecho. Al final, el hombre se volvió hacia el ángel y dijo: «Bueno, he de admitir que los ángeles existen. Pero no existís de verdad como nosotros». «¿Qué quieres decir con eso?», preguntó el ángel. Y el hombre contestó: «Al llegar a una piedra grande yo he tenido que rodearía, pero me he dado cuenta de que tú simplemente la has atravesado. Y cuando nos encontramos con un gran tronco de árbol caído sobre el sendero, yo tuve que ponerme a gatas para pasarlo, pero tú lo atravesaste sin más». El ángel se quedó muy sorprendido al oír esto y dijo: «¿No te diste cuenta de que también pasamos por un pequeño pantano, y de que los dos nos deslizamos a través de la niebla? Eso es porque los dos tenemos una consistencia más sólida que la niebla».
—Ah...
—Lo mismo pasa con nosotros, Sofía. El espíritu puede atravesar puertas de acero. Ni tanques ni bombarderos pueden destrozar algo hecho de espíritu.
—Qué curioso.
—Pronto pasaremos Risor, y sólo hace una hora que salimos de Oslo. Me está apeteciendo un café.
Llegaron a Fiane y se encontraron a su izquierda con una cafetería que se llamaba Cinderella (Cenicienta). Alberto se salió de la carretera y aparcó el coche en el césped.
En la cafetería, Sofía intentó coger una botella de coca-cola del mostrador frigorífico, pero no pudo moverla. Estaba como pegada. Luego, Albedo intentó sacar café en un vaso de plástico que había encontrado en el coche; sólo tenía que bajar una palanquita, pero aunque se esforzó al máximo, no fue capaz de moverla.
Se enfadó tanto, que se dirigió a los demás clientes pidiendo ayuda. Como nadie reaccionaba, se puso a gritar tan fuerte que Sofía tuvo que taparse los oídos:
—¡Quiero café!
Su enfado no iba muy en serio, porque en seguida se estaba tronchando de risa.
—Ellos no pueden oírnos, y nosotros tampoco podemos servirnos en sus cafeterías, claro.
Estaban a punto de marcharse, cuando una anciana se levantó de una silla y se acercó a ellos. Llevaba una falda de un color rojo chillón, una chaqueta azul de punto, y un pañuelo blanco en la cabeza. Tanto sus colores como su figura eran, de alguna manera, más nítidos que todo lo demás en la pequeña cafetería.
La anciana se acercó a Alberto y dijo: