—Pero chico, sí que gritas.
—Perdone.
—¿Quieres café, no?
—Sí, pero...
—Tenemos un pequeño establecimiento aquí al lado.
Acompañaron a la mujer por un pequeño sendero detrás del café. Mientras iban andando, ella preguntó:
—¿Sois nuevos por aquí?
—Tendremos que admitir que sí —contestó Alberto.
—Bueno, bueno, bienvenidos a la eternidad, hijos míos.
—¿Y usted?
—Yo vengo de un cuento de la colección de los hermanos Grimm, de hace casi doscientos años. ¿Y de dónde proceden los recién llegados?
—Venimos de un libro de filosofía. Yo soy el profesor de filosofía, Sofía es mi alumna.
—Ji-ji, eso es una novedad.
Salieron a un claro en el bosque. Allí había varios edificios muy bonitos. En un prado abierto, entre dos casas, se había encendido una gran hoguera y alrededor de la hoguera había un montón de gente variopinta. Sofía reconoció a muchos de ellos. Allí estaba Blancanieves y algunos de los enanos, Ceniciento y Sherlock Holmes, Peter Pan y Pipi Calzaslargas, y también Caperucita Roja y Cenicienta. Alrededor de la hoguera se hablan congregado muchas figuras muy queridas pero que no tenían nombre: gnomos y elfos, faunos y brujas, ángeles y diablillos. Sofía también vio por allí a un auténtico troll.
—¡Qué lío! —exclamó Alberto.
—Bueno, es la noche de San Juan —contestó la anciana—. No hemos tenido un encuentro como éste desde la Noche de Walpurgis. La celebramos en Alemania. Yo estoy pasando aquí unos días para devolver la visita. Querías café, ¿no?
—Sí, por favor.
Ahora Sofía se dio cuenta de que todas las casas estaban hechas de masa de pastel, azúcar quemada y adornos pasteleros. Algunos de los personajes se servían directamente de las casas. Pero habla por allí una pastelera que iba reparando los daños conforme se iban produciendo. Sofía cogió un trozo de tejado. Le supo mejor y más dulce que todo lo que había probado a lo largo de su vida.
La mujer volvió en seguida con una taza de café.
—Muchas gracias —dijo Alberto.
—¿Y qué queréis pagar por el café?
—¿Pagar?
—Solemos pagar con una historia. Por el café basta con un trocito.
—Podríamos contar toda la increíble historia de la humanidad —dijo Alberto—. Pero lo malo es que tenemos muchísima prisa. ¿Podemos volver y pagar en otra ocasión?
—Claro que si. ¿Por qué tenéis tanta prisa?
Alberto explicó lo que tenían que hacer, y la mujer dijo al final:
—Bueno, ha sido agradable ver caras nuevas. Pero deberíais cortar pronto el cordón umbilical. Nosotros ya no dependemos de la carne y de la sangre de cristianos. Pertenecemos al pueblo invisible.
Un poco más tarde, Sofía y Alberto estaban de vuelta en el césped, delante del café Cinderella justo al lado del pequeño deportivo rojo, había una madre muy nerviosa que estaba ayudando a su pequeño hijo a hacer pis.
Cogiendo un par de atajos espontáneos por sitios insólitos, no tardaron mucho en llegar a Lillesand.
El vuelo SK-876, procedente de Copenhague, aterrizó en Kjevik a las 21.35 como estaba previsto. Mientras el avión salía del aeropuerto de Copenhague, el mayor abrió el último sobre que había encontrado en el mostrador de embarque. En una notita dentro del sobre ponía:
Al comandante Knag, en el momento en que entrega la carta de embarque en Kastrup, la noche de San Juan de 1990.
Querido papá. A lo mejor pensabas que iba a aparecer en Copenhague. No, papá, mi control sobre ti es más complicado que eso. Te veo por todas partes, papá. He ido a ver a una familia gitana tradicional, que una vez, hace muchísimos años, vendió un espejo mágico de latón a mi bisabuela. Ahora también he conseguido una bola de cristal. En este momento estoy viendo que acabas de sentarte en el avión. Te recuerdo que te ajustes el cinturón de seguridad y que mantengas el respaldo del asiento recto hasta que se haya apagado la señal de «abróchense los cinturones». En cuanto el avión esté en el aire, podrás reclinar el asiento y echarte un sueño. Debes estar descansado cuando llegues a casa. El tiempo aquí en Lillesand es inmejorable, pero la temperatura es algo más baja que en el Líbano. Te deseo un buen viaje.
Abrazos de tu hija bruja, la Reina del Espejo y la mayor protectora de la Ironía.
Albert no había podido determinar del todo si estaba enfadado o simplemente cansado y resignado. Pero de pronto se echó a reír. Se reía tan ruidosamente que los pasajeros se volvieron hacia él para mirarle. Entonces el avión despegó.
En realidad Hilde le había dado a probar su propia medicina. ¿Pero no había una diferencia importante? Su medicina había caído principalmente sobre Sofía y Alberto y ellos no eran más que imaginación.
Hizo como Hilde le había sugerido. Echó el asiento hacia atrás y se dispuso a dormir un rato. No se volvió a despertar del todo hasta después de haber pasado el control de pasaportes. Fuera, en el gran vestíbulo del aeropuerto de Kjevik, se encontró con una manifestación.
Eran ocho o diez personas, la mayoría de la edad de Hilde. En sus pancartas ponía «BIENVENIDO A CASA PAPA» «HILDE TE ESPERA EN EL JARDÍN» y «LA IRONÍA EN MARCHA» Lo peor era que no podía meterse en un taxi rápidamente, porque tenía que esperar al equipaje. Mientras tanto los amigos de Hilde pasaban por delante de el, obligándole a leer los carteles una y otra vez. Pero se derritió cuando una de las chicas se acercó a él con un ramo de rosas. Albert buscó en una de las bolsas y dio una barra de mazapán a cada uno de los manifestantes. Sólo quedaban dos para Hilde. Cuando llegó el equipaje por la cinta, apareció un joven que le explicó que estaba bajo el mando de la Reina del Espejo y que tenía órdenes de llevarle a Bjerkely. Los demás manifestantes desaparecieron entre la multitud.
Cogieron la carretera E-18. En todos los puentes y entradas a túneles había carteles y banderitas con distintos textos:
«¡Bienvenido a casa!», «El pavo espera», «Te veo, papá».
Albert Knag suspiró aliviado y dio al conductor un billete de cien coronas y tres botes de cerveza Elephant de Carlsberg, cuando el coche paró delante de la verja de Bjerkely.
Fue recibido por su mujer Marit delante de la casa. Tras un largo abrazo, preguntó:
—¿Dónde está?
—Está sentada en el muelle, Albert.
Alberto y Sofía aparcaron el deportivo rojo en la plaza de Lillesand, delante del Hotel Norge. Eran las diez y cuarto. Vieron una gran hoguera en uno de los islotes de la bahía.
—¿Cómo vamos a encontrar Bjerkely? —preguntó Sofía.
—Buscando. Supongo que recordarás la pintura de la Cabaña del Mayor.
—Pero tenemos que darnos prisa. Quiero estar allí antes de que él llegue.
Empezaron a dar vueltas por pequeñas carreteras, pero también pasaron por piedras y montículos. Lo que si sabían es que Bjerkely estaba al lado del mar.
De pronto Sofía gritó.
—¡Allí está! Lo hemos encontrado.
—Creo que tienes razón, pero no grites tanto.
—Pero si nadie puede oírnos.
—Querida Sofía, después de ese largo curso de filosofía me decepciona que saques conclusiones tan apresuradamente.
—Pero...
—¿No creerás que este lugar está totalmente carente de gnomos, trolls y hadas buenas?
—Ah, perdona.
Atravesaron la verja y subieron por el caminito de grava delante de la casa. Alberto aparcó el coche en el césped, junto al balancín. Un poco más abajo había una mesa puesta para tres personas.
—¡La veo! —susurró Sofía—. Está sentada en el borde del muelle, igual que en el sueño.
—¿Ves cómo se parece este jardín al tuyo?
—Si, es verdad. Con balancín y todo. ¿Puedo acercarme a ella?
—Claro que sí. Yo me quedo aquí...
Sofía bajó corriendo al muelle. Estuvo a punto de tropezar con Hilde, pero la esquivó y se sentó tranquilamente a su lado.
Hilde estaba manoseando una cuerda de la barca de remos, que estaba amarrada al muelle. En la mano izquierda tenía un papel con anotaciones. Era evidente que estaba esperando. Miró varias veces el reloj.
A Sofía le pareció muy hermosa. Tenía el pelo largo, rubio y rizado. Y sus ojos eran de un verde intenso. Llevaba puesto un vestido de verano amarillo. Le recordaba un poco a Jorunn.
Sofía intentó hablarle, aunque sabía que no serviría de nada.
—¡Hilde! —Soy Sofía.
Hilde no daba señales de haber oído nada.
Sofía se puso de rodillas y le gritó al oído:
—¿Me oyes, Hilde? ¿Estás ciega y sorda?
¿Se volvió interrogante la mirada de Hilde? ¿Era una pequeña señal de que había oído algo, por muy débil que fuese?
Luego se giró y miró directamente a los ojos de Sofía. No enfocó del todo la mirada, era como si mirase a través de ella.
—No tan alto, Sofía.
Era Alberto el que hablaba desde el deportivo.
—Prefiero el jardín lleno de sirenitas.
Sofía se quedó muy quieta. Se sentía bien estando tan cerca de Hilde.
De pronto se oyó una voz muy grave de hombre: «¡Hildecita! ».
Era el mayor, en uniforme y con casco azul. Estaba arriba en el jardín.
Hilde se levantó rápidamente y fue corriendo hacia él. Se encontraron entre el balancín y el deportivo rojo. Él la cogió en brazos, y empezó a dar vueltas.
Hilde se había sentado en el muelle para esperar a su padre. Cada cuarto de hora que pasaba desde que él había aterrizado en Kastrup, ella había intentado imaginarse dónde estaría, lo que haría y cómo reaccionaría; tenía anotado todo el horario en un papelito que había llevado en la mano todo el día.
¿Se enfadaría? No podía pensar que todo volvería a ser como antes, después de haberle escrito un libro tan misterioso.
Vivió a mirar el reloj. Eran las diez y cuarto. Podía llegar en cualquier momento.
¿Pero qué era eso? ¿No oía como un débil rumor, exactamente igual que en el sueño de Sofía?
Se volvió bruscamente. Había algo allí, de eso estaba segura, pero no sabía qué.
¿Podría ser la noche de verano?
Durante unos instantes, tuvo miedo de ser vidente.
—¡Hildecita!
Tuvo que volverse en dirección contraria. Era papá. Estaba arriba en el jardín.
Hilde se levantó y fue corriendo hacia él. Se encontraron junto al balancín. El la cogió en brazos y empezó a dar vueltas.
Hilde empezó a llorar, y también el mayor tuvo que tragarse las lágrimas.
—Pero si estás hecha una mujer, Hilde.
—Y tú estás hecho un inventor de historias.
Hilde se secó las lágrimas con las mangas del vestido amarillo.
—¿Podemos decir que estamos en paz? —preguntó ella.
—Estamos en paz.
Se sentaron a la mesa. Lo primero que pidió Hilde fue una descripción detallada de lo que había sucedido en Kastrup y durante el camino de vuelta. Todo fue recibido con grandes risas.
—No viste el sobre de la cafetería?
—No tuve ni tiempo para sentarme a tomar algo, pesada. Ahora estoy hambriento.
—Pobre papá.
—¿Era una broma lo del pavo?
—En absoluto. Yo lo he preparado, y mamá lo va a servir.
Luego hablaron detalladamente de la carpeta de anillas y de la historia sobre Alberto y Sofía. Pronto estuvieron sobre la mesa el pavo y la ensalada Waldorf, el vino rosado y el pan trenzado hecho por Hilde.
El padre estaba diciendo algo sobre Platón, cuando de pronto fue interrumpido por Hilde.
—¡Calla!
—¿Qué pasa?
—¿No has oído? Es como si alguien estuviera silbando...
—No...
—Estoy segura de haber oído algo. Bueno, será un ratón.
Lo último que dijo el padre antes de que la madre volviera con el vino fue:
—Pero el curso de filosofía no está totalmente acabado.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Esta noche te hablaré del espacio.
Antes de empezar a comer, el padre dijo:
—Hilde ya está muy grande para estar sentada sobre mis rodillas. ¡Pero tú no!
Y dicho esto, capturó a Marit y la sentó sobre sus rodillas. Allí tenía que estar mucho tiempo antes de dejarle empezar a comer.
—Pensar que tienes ya casi cuarenta años...
Después de que Hilde se hubiera ido corriendo al encuentro de su padre, Sofía notó que las lágrimas estaban a punto de brotarle.
¡No la alcanzaría nunca!
Sofía sentía envidia de Hilde que podía ser un ser humano de carne y hueso.
Cuando Hilde y el mayor se hubieron sentado a la mesa Alberto tocó el claxon del coche.
Sofía levantó la cabeza. ¿No hizo Hilde lo mismo? Subió al coche y se sentó al lado de Alberto.
—¿Nos quedamos un rato mirando lo que pasa? —dijo—.
Sofía asintió con la cabeza.
—¿Has llorado?
Volvió a asentir con la cabeza.
—¿Pero qué pasa?
—Ella tiene mucha suerte de poder ser una persona «de verdad». Ahora crecerá y se hará una mujer «de verdad». Y seguro que también tendrá hijos «de verdad».
—Y nietos, Sofía. Pero todo tiene dos caras. Eso es algo que he procurado enseñarte desde el principio del curso de filosofía.
—¿En qué estás pensando?
—Yo opino, como tú, que ella es muy afortunada. Pero a quien le toca la lotería de la vida también le toca la de la muerte. Pues la condición humana es la muerte.
—¿Pero no es al fin y al cabo mejor haber vivido, que no vivir nunca de verdad?
—Nosotros no podemos vivir como Hilde... bueno, o como el mayor. En cambio no moriremos nunca. ¿No te acuerdas de lo que dijo la anciana en el bosque? Pertenecemos al «pueblo invisible». También dijo que tenía casi doscientos años. Pero en aquella fiesta de San Juan vi a algunos personajes que tienen más de tres mil...
—Quizás lo que más envidie de Hilde sea su... su vida en familia.
—Pero tú también tienes una familia. ¿No tienes un gato, un par de pájaros, una tortuga... ?
—Pero ya abandonamos esa realidad.
—De ninguna manera. Sólo la ha abandonado el mayor. Ha puesto punto final, hija mía. Y nunca nos volverá a encontrar.
—¿Quieres decir que podemos volver?
—Todo lo que queramos. Pero también nos vamos a encontrar con nuevos amigos en el bosque, detrás del café Cinderella.
La familia Møller Knag se sentó a cenar. Por un instante, Sofía tuvo miedo de que la cena se desarrollara en la misma dirección que la fiesta filosófica en el jardín del Camino del Trébol, porque daba la impresión de que el mayor iba a tumbar a Marit en la mesa. Pero en lugar de eso, Marit cayó encima de las rodillas de su marido.