Sofía tuvo el tiempo justo para meterse en casa antes de que su madre llegara de trabajar. Así no tuvo que explicar que un ganso manso la había ayudado a bajarse de un árbol.
Después de comer, empezaron a preparar la fiesta. Bajaron al jardín un tablero de tres o cuatro metros de largo que había en el ático, y caballetes para poner debajo.
Colocarían la mesa debajo de los árboles frutales. La última vez que se utilizó el tablero había sido en el décimo aniversario de boda de los padres de Sofía. Ella sólo tenía ocho años entonces, pero se acordaba muy bien de la gran fiesta al aire libre, a la que habían acudido todos los familiares y amigos.
El pronóstico del tiempo era inmejorable. No había llovido ni una gota después de aquella terrible tormenta el día anterior al cumpleaños de Sofía. De todos modos tendrían que esperar al sábado por la mañana para decorar y poner la mesa, pero su madre quería tener el tablero y los caballetes ya preparados en el jardín.
Un poco más tarde hicieron panecillos y pan francés con dos masas diferentes. Habría pollo y ensaladas. Y Coca-Cola y Fanta. A Sofía le daba un poco de miedo que alguno de los chicos trajera cerveza, porque no quería problemas.
Antes de acostarse Sofía, su madre quiso asegurarse una vez más de que Alberto iría de verdad a la fiesta.
—Claro que va a venir. Incluso ha prometido hacer un juego de manos filosófico.
—¿Un juego de manos filosófico? ¿Y eso qué es?
—No sé, si fuera prestidigitador podría haber hecho un truco de esos de magia. Quizás hubiera sacado un conejo blanco de un sombrero de copa negro...
—¿Otra vez?
—... pero como es filósofo, hará un juego de manos filosófico Como va a ser una fiesta filosófica...
—Eres una muchacha muy respondona.
—¿Tú has pensado en contribuir con algo a la fiesta?
—Sí, Sofía. Algo haré.
—¿Un discurso?
—No digo nada. ¡Buenas noches!
A la mañana siguiente, la madre de Sofía despertó a su hija antes de ir a trabajar. Le dio una lista de cosas que tenía que comprar en el centro.
Nada más irse su madre, sonó el teléfono. Era Alberto. Al parecer ya sabía exactamente cuándo estaba sola en casa y cuándo no.
—¿Cómo van tus secretos?
—¡Chsss... ! ¡No digas nada! No le des ocasión de meditar sobre ello.
—Creo que logré llamar su atención ayer.
—Muy bien.
—¿Queda más curso de filosofía?
—Por eso te llamo. Ya hemos llegado a nuestro siglo. A partir de ahora deberías saber orientarte por tu cuenta. Lo importante ha sido la base. No obstante, debemos vernos para tener también una pequeña charla sobre nuestra época.
—Ahora tengo que ir al centro.
—Muy bien. Ya te dije que íbamos a hablar de nuestra época.
—¿Sí?
—Estaremos bien allí, quiero decir.
—¿Quieres que vaya a tu casa?
—No, no, aquí no. Está todo patas arriba. He estado buscando micrófonos ocultos por todas partes.
—Ah...
—Hay un nuevo café al otro lado de la Plaza Mayor. Se llama Café Pierre. ¿Sabes dónde está?
—Sí, si. ¿Cuándo quieres que vaya?
—¿Te parece bien a las doce?
—A las doce en el café.
—Será mejor no decir nada más ahora.
—Hasta luego.
Pasaban unos minutos de las doce, cuando Sofía se asomó por el Café Pierre. Era uno de esos cafés de moda con mesas redondas y sillas negras, baguettes y boles individuales con ensalada.
No era un local grande, y lo primero en lo que Sofía se fijó fue en que Alberto no estaba. A decir verdad, fue lo único en lo que se fijó. Había mucha gente en las mesas, pero Alberto no estaba.
No estaba acostumbrada a ir sola a los cafés. ¿Debería salir y volver al cabo de un rato para ver si Alberto había llegado?
Se acercó al mostrador de mármol y pidió un té con limón. Se llevó la taza a una de las mesas libres. Miraba constantemente a la puerta de entrada. Mucha gente entraba y salía, pero Sofía sólo estaba pendiente de Alberto.
¡Ojalá hubiera tenido un periódico!
Pasado un tiempo, no pudo evitar mirar un poco a su alrededor. Algunos le devolvían la mirada. Por un instante Sofía se sintió una joven mujer. Sólo tenía quince años, pero podría pasar por diecisiete, o al menos dieciséis y medio.
¿Qué pensaría toda esta gente del café sobre eso de existir? Tenían pinta de simplemente estar, como si se hubiesen sentados de mentira. Hablaban y gesticulaban intensamente, pero no parecían hablar de nada importante.
De repente se acordó de Kierkegaard, que había dicho que la característica más destacada de la multitud era esa palabrería sin compromiso». ¿Toda esa gente vivía en la fase estética, o qué? ¿O había, al fin y al cabo, algo que era existencialmente importante para ellos?
En una de sus primeras cartas, Alberto había dicho que existía un fuerte parentesco entre niños y filósofos. Y de nuevo Sofía pensó en que tenía miedo de hacerse mayor. ¿Y si también ella llegara a meterse dentro de la piel del conejo blanco que se saca del negro sombrero de copa del universo?
Mientras estaba pensando en todo esto, miraba fijamente a la puerta de entrada. De pronto entró Alberto vagando desde la calle. Aunque era verano llevaba una boina negra y un abrigo bastante largo. La vio en seguida y fue derecho hacia ella. Sofía pensó que era algo nuevo tener una cita con él así, en público.
—Son más de las doce y cuarto, tardón.
—Eso se llama «margen de cortesía». ¿Puedo ofrecerle algo de comer a la joven señorita?
Alberto se sentó y la miró directamente a los ojos. Sofía se encogió de hombros.
—Me da igual. Una medianoche, tal vez.
Alberto se acercó al mostrador. Al instante volvió con una taza de café y dos grandes baguettes con queso y jamón.
—¿Ha sido caro?
—Nada, Sofía.
—Tendrás al menos una excusa para haber llegado tan tarde.
—No, no la tengo, porque he venido tarde a propósito. Me explicaré.
Dio un par de grandes mordiscos al bocadillo y dijo:
—Vamos a hablar de nuestro siglo.
—¿Ha sucedido algo de importancia filosófica en este siglo?
—Mucho. Tanto que diverge en todas las direcciones. Primero diremos unas palabras sobre una corriente importante: el existencialismo, que es una denominación común que abarca varias corrientes filosóficas que toman como punto de partida la situación existencial del hombre. Solemos denominarla «filosofía existencialista del siglo XX». A algunos de los filósofos existencialistas les sirvió de base Kierkegaard, pero también Hegel y Marx.
—Entiendo.
—Otro filósofo que tendría una gran importancia para el siglo XX fue el alemán Friedrich Nietzsche, que vivió desde 1844 a 1900. También Nietzsche reaccionó frente a la filosofía de Hegel y el «historicismo» alemán. Contra un anémico interés por lo que él llamaba «una moral de esclavos cristiana», exalta la vida misma. Quería hacer una «revaluación de todos los valores» para que el despliegue vital de los fuertes no fuera impedido por los débiles. Según Nietzsche, tanto el cristianismo como la tradición filosófica habían dado la espalda al mundo real, señalando hacia el «cielo» o el «mundo de las Ideas». No obstante, precisamente este mundo, que había sido considerado el «verdadero» mundo, es en realidad «un mundo» en apariencia. «Sed fieles a la tierra», dijo. «No escuchéis a aquellos que os ofrecen esperanzas celestiales. »
—Bueno...
—El filósofo existencialista alemán Martin Heidegger estaba influenciado por Kierkegaard y por Nietzsche. Pero ahora nos vamos a centrar en el existencialista francés Jean-Paul Sartre, que vivió entre 1905 y 1980. Fue el más conocido de los existencialistas, al menos entre el gran público. Su existencialismo se desarrolló particularmente en los años cuarenta, justo después de finalizar la Segunda Guerra Mundial. Más tarde se adhirió al movimiento marxista francés pero nunca fue miembro de ningún partido.
—¿Por eso querías que nos viéramos en un café francés?
—No ha sido totalmente casual, no. El propio Sartre era un asiduo de los cafés. En un café como éste, se encontró con su compañera Simone de Beauvoir, que también era filósofa existencialista.
—¿Una mujer filósofa?
—Correcto.
—Me consuela ver que la humanidad haya empezado por fin a civilizarse.
—Aunque nuestra época también es una época de nuevas preocupaciones.
—Ibas a hablar del existencialismo.
—Sartre dijo que «el existencialismo es un humanismo», con lo cual quería decir que los existencialistas no toman como punto de partida otra cosa que el propio ser humano. Tal vez debamos añadir que se trata de un humanismo con una visión mucho más sombría de la situación del hombre de la que tenía el humanismo que conocimos en el Renacimiento.
—¿Por qué?
—Tanto Kierkegaard como algunos de los filósofos existencialistas de nuestro siglo eran cristianos. Sartre, por otra parte, pertenece a lo que podemos llamar el existencialismo ateo. Su filosofía puede considerarse como un despiadado análisis de la situación del hombre cuando «Dios ha muerto». La expresión «Dios ha muerto» viene de Nietzsche.
—¡Sigue!
—La palabra clave de la filosofía de Sartre es, como para Kierkegaard, la palabra «existencia». Ahora bien, no se entiende por existencia lo mismo que por «ser». Las plantas y los animales también «son», pero no tienen que preocuparse por lo que esto significa. El hombre es el único ser vivo que es consciente de su propia existencia. Sartre dice que las cosas físicas solamente son «en ellas mismas», pero el ser humano también es «para él mismo». Ser persona es algo muy diferente a ser cosa.
—En eso estoy de acuerdo.
—Sartre dice que la existencia del hombre precede a cualquier significado que pueda tener El que yo exista precede, por lo tanto, a lo que soy «La existencia precede a la esencia», dice.
—Es una frase muy enredada.
—Por «esencia» entendemos aquello de lo que algo consta, es decir la naturaleza de una cosa. Pero, según Sartre, el hombre no tiene una naturaleza innata. Por tanto el hombre tiene que crearse a sí mismo. Tiene que crear su propia naturaleza o «esencia» porque esto no es algo que venga dado de antemano.
—Creo que entiendo lo que quieres decir.
—A través de toda la historia de la filosofía, los filósofos han intentado dar una respuesta a qué es el hombre, o qué es la naturaleza humana. Pero Sartre pensaba que el hombre no tiene una tal «naturaleza» eterna en que refugiarse. Por eso tampoco sirve preguntar por el «sentido» de la vida en general. Estamos, en otras palabras, condenados a improvisar. Somos como actores que entran en el escenario sin tener ningún papel estudiado de antemano, ningún cuaderno con el argumento, ningún apuntador que nos pueda susurrar al oído lo que debemos hacer. Tenemos que elegir por nuestra cuenta cómo queremos vivir.
—En cierta manera es verdad. Si en la Biblia, o en un libro de texto de filosofía, pudiéramos consultar cómo debemos vivir, estaría muy bien.
—Has cogido el significado. Pero cuando el hombre se da cuenta de que existe y de que va a morir, y de que no tiene nada a lo que agarrarse, entonces esto crea angustia, según Sartre. Recordarás que la angustia también era característica de la descripción de Kierkegaard de un hombre que se encuentra en una situación existencial.
—Sí.
—Sartre dice además que el hombre se siente extranjero en un mundo sin sentido. Al describir la «alienación» del hombre, recoge al mismo tiempo pensamientos centrales de Hegel y Marx. La sensación del hombre de ser un extranjero en el mundo, crea un sentimiento de desesperación, aburrimiento, asco y absurdo.
—Sigue siendo bastante corriente sentirse «deprimido» o pensar que todo es «un rollo».
—Sí, Sartre describió al ser urbano del siglo XX. Recordarás que los humanistas del Renacimiento habían señalado casi triunfalmente la libertad y la independencia del ser humano. Sartre, por el contrario, consideró la libertad del hombre como una condena. «El hombre está condenado a ser libre», dijo. «Condenado porque no se ha creado a sí mismo y sin embargo es libre. Porque una vez que ha sido arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace. »
—No hemos pedido a nadie que nos cree como individuos libres.
—Éste es precisamente el punto clave de Sartre. Pero somos individuos libres, y debido a nuestra libertad estamos condenados a elegir durante toda la vida. No existen valores o normas eternas por las que nos podamos regir. Precisamente por eso resultan tan importantes las elecciones que hacemos. Porque somos completamente responsables de todos nuestros actos. Sartre destaca precisamente que el hombre jamás debe eludir la responsabilidad de sus propios actos. Por eso tampoco podemos librarnos de nuestra responsabilidad amparándonos en que «tenemos que ir al trabajo» o que «tenemos que» dejarnos dirigir por ciertas normas burguesas sobre cómo debemos vivir. La persona que, de esta forma, va entrando en la masa anónima, se convierte en un hombre impersonal de esa masa. Él o ella se ha refugiado en la mentira de la vida. Porque la libertad humana nos exige poner algo de nosotros mismos, existir «auténticamente».
—Comprendo.
—Esto es aplicable ante todo a nuestras elecciones éticas. No podemos echar nunca la culpa a la «naturaleza humana», a la «fragilidad humana» o cosas parecidas. Ocurre de vez en cuando que hombres algo entrados en años se comportan como cerdos y que en último término echan la culpa al «viejo Adán». Pero un tal «viejo Adán» no existe. No es más que una figura a la que nos agarramos para eludir la responsabilidad de nuestros propios actos.
—No hay nada de lo que no se eche la culpa al pobre.
—Aunque Sartre mantiene que la existencia no tiene ningún sentido inherente, no significa que a él le guste que sea así. No es lo que llamamos un «nihilista».
—¿Qué es eso?
—Es alguien que opina que nada importa nada y que todo está permitido. Sartre opina que la vida debe tener algún sentido. Es un imperativo. Y somos nosotros los que tenemos que darle ese sentido a nuestra propia vida. Existir es crear tu propia existencia.
—¿Podrías explicar esto con un poco más de detalle?
—Sartre intenta demostrar que la conciencia no es nada en sí misma antes de percibir algo. Porque la conciencia siempre es conciencia de algo. Y ese «algo» es tanto nuestra propia aportación como la del entorno. También nosotros participamos en decidir lo que percibimos, ya que seleccionamos lo que tiene importancia para nosotros.