El Mundo de Sofía (58 page)

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Authors: Jostein Gaarder

Tags: #narrativa

BOOK: El Mundo de Sofía
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—Lo comprendo, pero hay algo que me gustaría saber.

—Dime.

—¿De dónde vino esa «célula primigenia»? ¿Tenía Darwin alguna respuesta a esa pregunta?

—Te he dicho ya que Darwin era un hombre muy prudente. No obstante, sobre este punto que mencionas, se aventuró a adivinar. Escribió: «…si pudiéramos imaginarnos una pequeña charca cálida en la que se encontraran toda clase de sales, en la que hubiera amoniaco y fósforo, luz, calor, electricidad, etc., y que se formase químicamente un compuesto proteínico en esta charca, dispuesto a someterse a cambios aún más complicados... ».

—¿Sí, qué?

—Darwin filosofa sobre cómo la primera célula podría haber surgido en una materia inorgánica. Y vuelve a dar en el clavo. La ciencia de hoy se imagina precisamente que la primera y primitiva forma de vida surgió en esa charquita cálida que describió Darwin.

—¡Cuenta!

—Bastará con un esbozo superficial, y recuerda que estamos a punto ya de despedirnos de Darwin. Vamos a dar el salto hasta lo más nuevo en la investigación sobre el origen de la vida en la Tierra.

—Estoy a punto de ponerme nerviosa. Nadie conoce la respuesta a cómo ha surgido la vida, ¿no?

—Quizás no, pero se han ido colocando cada vez más piezas en ese rompecabezas sobre cómo pudo haber comenzado la vida.

—¡Sigue!

—Afirmemos en primer lugar que toda clase de vida en la Tierra, plantas y animales, está construida alrededor de exactamente las mismas sustancias. La definición más sencilla de «vida» es que vida es una sustancia que en una disolución nutritiva tiene la capacidad de dividirse en dos partes idénticas. Este proceso es dirigido por una sustancia que llamamos ADN. Con el ADN se indican los cromosomas o materiales genéticos que se encuentran en todas las células vivas. También hablamos de la molécula ADN, porque el ADN es en realidad una complicada molécula, o una macromolécula. La cuestión es cómo se produjo la primera molécula ADN.

—¿Si?

—La Tierra se formó cuando surgió el sistema solar hace 4. 600 millones de años. Al principio era una masa incandescente, pero poco a poco la corteza terrestre se fue enfriando. La ciencia moderna opina que la vida se produjo hace entre 3. 000 y 4. 000 millones de años.

—Suena completamente improbable.

—Eso no lo puedes decir hasta no haber oído el resto. En primer lugar tienes que darte cuenta de que el planeta tenía un aspecto muy distinto al que tiene hoy. Como no había vida, tampoco había oxígeno en la atmósfera. El oxígeno libre no se forma hasta la fotosíntesis de las plantas. El hecho de que no hubiera oxígeno es muy importante. Es impensable que los ladrillos de la vida, que a su vez pueden formar el ADN, hubieran podido surgir en una atmósfera que contuviera oxígeno.

—¿Por qué?

—Porque el oxígeno es un elemento muy reactivo. Mucho antes de haberse podido formar moléculas tan complicadas como la de ADN, los ladrillos de la molécula ADN se habrían oxidado.

—Vale.

—Por eso sabemos también con seguridad que no surge nueva vida hoy en día, ni siquiera una bacteria o un virus. Esto quiere decir que toda la vida en la Tierra tiene que tener la misma edad. Un elefante tiene un cuadro genealógico tan largo como la bacteria más simple. Podrías decir que un elefante, o una persona, en realidad son una continua colonia de animales unicelulares. Porque en cada célula del cuerpo tenemos exactamente el mismo material genético. Toda la receta sobre quiénes somos se encuentra, por lo tanto, escondida en cada célula minúscula del cuerpo.

—Es curioso.

—Uno de los grandes enigmas de la vida es que las células de un animal pluricelular sean capaces de especializar su función. Porque todas las distintas propiedades genéticas no están activas en todas las células. Algunas de esas propiedades, o genes, están «apagadas» y otras están «encendidas». Una célula del hígado produce unas proteínas diferentes a las que produce una neurona o una célula de la piel. Pero tanto en la célula del hígado, como en la neurona y en la célula de la piel, existe la misma molécula ADN, que contiene, como ya indicamos, toda la receta del organismo del que estamos hablando.

—¡Sigue!

—Cuando no había oxígeno en la atmósfera, tampoco había ninguna capa protectora de ozono alrededor del planeta. Es decir, que no había nada que obstaculizara las radiaciones del universo. Esto es muy importante, porque precisamente esta radiación jugaría un papel relevante en la formación de las primeras moléculas complicadas. Esa radiación cósmica fue la propia energía que hizo que las distintas sustancias químicas de la tierra comenzaran a unirse en complicadas macromoléculas.

—Vale.

—Puntualizo: para que esas moléculas complicadas de las que está compuesta toda clase de vida pudieran formarse, tuvieron que haberse cumplido al menos dos condiciones: no pudo existir oxígeno en la atmósfera, y tuvo que haber existido la posibilidad de radiación del universo.

—Entiendo.

—En la «pequeña charca cálida», o «caldo primigenio la suelen llamar los científicos de hoy en día, se formó en una ocasión una macromolécula enormemente complicada, la cual tenía la extraña cualidad de poder dividirse en dos partes idénticas. Y con ello se pone en marcha esa larga evolución, Sofía. Si simplificamos un poco, vemos que ya estamos hablando del primer material genético, el primer ADN o la primera célula viva. Ésta se dividió y se volvió a dividir, pero desde el principio ocurrieron también constantes mutaciones. Después de un tiempo inmensamente largo ocurrió que esos organismos unicelulares se unieron para formar organismos pluricelulares más complicados. Así se puso también en marcha la fotosíntesis de las plantas, y se formó una atmósfera que contenía oxigeno. Esta atmósfera tuvo una doble importancia: en primer lugar, debido a ella, se pudieron desarrollar los animales que respiraban con pulmones. La atmósfera defendió, además, la vida contra las radiaciones dañinas del universo. Porque precisamente esa radiación, que quizás fuera una importante «chispa» para la formación de la primera célula, también es muy dañina para toda clase de vida.

—Pero supongo que la atmósfera no se formó de un día para otro, ¿no?

—La vida se produjo primero en ese pequeño «mar» que hemos llamado «caldo primigenio». Allí se podía vivir protegido contra la peligrosa radiación. Mucho más tarde, y después de que la vida del mar hubiese formado una atmósfera, subieron a tierra firme los primeros anfibios. Y de todo lo demás ya hemos hablado. Estamos sentados en una cabaña del bosque mirando hacia atrás a un proceso que ha durado unos tres o cuatro mil millones de años. Precisamente en nosotros el largo proceso ha llegado a tomar conciencia de si mismo.

—¿Pero tú crees, a pesar de todo, que todo esto ha sucedido por pura casualidad?

—No, yo no he dicho eso. La lámina muestra que la evolución puede tener una dirección. En el curso de millones de años se han ido formando animales con un sistema nervioso cada vez más complicado y poco a poco también con un cerebro cada vez más grande. Personalmente no creo que esto sea casual. ¿Tú qué crees?

—El ojo humano no puede haber sido creado por pura casualidad. ¿No crees que significa algo el que podamos ver el mundo que nos rodea?

—Lo del desarrollo del ojo también asombró a Darwin. No le encajaba muy bien que una cosa tan maravillosa como un ojo pudiera surgir solamente por la selección natural.

Sofía se quedó mirando a Alberto. Pensó en lo extraño que era que viviera justo en este momento, que viviera solamente esta vez y que jamás volviera a la vida. De pronto exclamó:

—«Qué significa la eterna Creación, si todo lo creado ha de desaparecer para siempre!»

Alberto la miró severamente.

—No deberías hablar así, hija mía. Son palabras del diablo.

—¿Del diablo?

—O de Mefisto, del Fausto de Goethe: «Was solí uns denn das ewge Schaffen! / Ceschaifenes zu nichts hinwegzuraffen! »

—¿Pero qué significan exactamente esas palabras?

—Justo en el instante antes de morir, Fausto mira hacía atrás en su larga vida y exclama triunfante:

Deténte, eres tan hermosa.

La huella de mi vida

no puede quedar envuelta en la nada.

Basta el presentimiento de aquella

felicidad sublime

para hacerme gozar mi hora inefable.

—¡Qué palabras tan bonitas!

—Pero luego le toca al diablo. En cuanto Fausto expira, Mefisto exclama:

¡Acabó!

¡Estúpida palabra!

¿Por qué acabó?

¿No equivale esto a decir que todo quedó

reducido a la nada?

¡Qué significa la eterna Creación,

si todo lo creado ha de desaparecer para siempre!

El mundo, al dejar de existir,

será como si no hubiese existido nunca,

y, sin embargo, lo vemos agitarse incesante

como si realmente fuese algo.

En verdad, prefiero aún mi eterno vacío.

—¡Qué pesimista! Me ha gustado más la primera cita. Aunque su vida acababa, Fausto veía un significado en las huellas que dejaba tras sí.

—¿No es también una consecuencia de la teoría de la evolución de Darwin que formamos parte de algo grande, y que cada minúscula forma de vida tiene importancia para el gran contexto? ¡Nosotros somos el planeta vivo, Sofía! Somos el gran barco que navega alrededor de un sol ardiente en el universo. Pero cada uno de nosotros también es un barco que navega por la vida cargado de genes. Si logramos llevar esta carga al próximo puerto, entonces no habremos vivido en vano. Bjornstjerne Bjornson expresó la misma idea en el poema «Psalmo II»:

¡Honremos la primavera eterna de la vida

que todo lo creó!;

hasta lo minúsculo tiene su creación merecida,

sólo la forma se perdió.

De estirpes nacen estirpes

que alcanzan mayor perfección;

de especies nacen especies,

millones de años de resurrección.

¡Alégrate tú que tuviste la suerte de participar

como flor en su primer abril

y, en honor a lo eterno, el día disfrutar

como ser humano

y de poner tu grano

en la tarea de la eternidad;

pequeño y débil inhalarás

un único soplo

del día que no acaba jamás!

—¡Qué bonito!

—Bueno, entonces no decimos nada más por hoy. Yo digo simplemente «Final del capítulo».

—Pero entonces tienes que dejar esa ironía tuya.

—¡«Final del capítulo»!, he dicho. Debes obedecer mis palabras.

Freud

... ese terrible deseo egoísta que había surgido en ella...

Hilde Møller Knag se levantó de la cama de un salto, con la pesada carpeta de anillas en los brazos. Dejó la carpeta sobre el escritorio, cogió su ropa volando y se la llevó al baño, donde se metió unos minutos debajo de la ducha. Finalmente se vistió en un abrir y cerrar de ojos, y bajó corriendo a la cocina.

—Ya está el desayuno, Hilde.

—Antes tengo que salir a remar un poco.

—¡Pero Hilde!

Salió de la casa y bajó a toda prisa por el jardín. Soltó la barca y se metió en ella de un salto. Empezó a remar. Dio una vuelta por toda la bahía a remo; al principio, estaba muy excitada, luego se fue calmando.

«¡Nosotros somos el planeta vivo, Sofía! Somos el gran barco que navega alrededor de un sol ardiente en el universo. Pero cada uno de nosotros también es un barco que navega por la vida cargado de genes. Si logramos llevar esta carga al próximo puerto, entonces no habremos vivido en vano... » Sabía esa frase de memoria. Se había escrito para ella; no para Sofía, sino para ella. Todo lo que había en la carpeta de anillas era una carta de papá a Hilde.

Soltó los remos de las horquillas y los puso dentro. De esta manera la barca quedó balanceándose sobre el agua. Sonaban suaves chasquidos contra el fondo.

La barca flotaba en la superficie de una pequeña bahía en Lillesand, y ella misma no era más que una cáscara de nuez en la superficie de la vida.

¿Dónde encajaban Sofía y Alberto en todo esto? Bueno, ¿dónde estaban Alberto y Sofía?

No le pegaba que sólo fueran unos «impulsos electromagnéticos» del cerebro del padre. No le cuadraba que sólo fuesen papel y tinta de una cinta impresora de la máquina de escribir portátil de su padre. Entonces igual podría decir que ella misma era simplemente una acumulación de compuestos proteínicos que en algún momento se habían unido en una «pequeña charca». Pero ella era algo más. Era Hilde Møller Knag.

Claro que la gran carpeta de anillas era un regalo de cumpleaños fantástico. Y claro que su padre había dado en un núcleo eterno dentro de ella con este regalo. Pero lo que no le gustaba del todo era ese tono un poco descarado que utilizaba cuando hablaba de Sofía y Alberto.

Pero Hilde le daría qué pensar ya en el viaje de vuelta a casa. Se lo debía a esos dos personajes. Hilde se imaginaba a su padre en el aeropuerto de Copenhague. Tal vez se quedara por allí vagando como un tonto.

Pronto Hilde se había serenado del todo. Volvió remando hasta el muelle y amarró la barca. Luego se quedó mucho tiempo sentada junto a la mesa del desayuno con su madre.

Muy tarde aquella noche volvió por fin a sacar la carpeta de anillas. Ya no quedaban muchas páginas.

De nuevo sonaron golpes en la puerta.

—Podríamos taparnos los oídos, ¿no? —dijo Alberto. Y así tal vez dejen de golpear.

—No, quiero ver quién es.

Alberto la siguió.

Fuera había un hombre desnudo. Se había colocado en una postura muy solemne, pero lo único que llevaba puesto era una corona en la cabeza.

—¿Bien? —preguntó—. ¿Qué opinan los señores del nuevo traje del emperador?

Alberto y Sofía estaban atónitos, lo cual desconcertó un poco al hombre desnudo.

—¡No me hacen ustedes reverencias! —exclamó.

Alberto hizo de tripas corazón y dijo:

—Es verdad, pero el emperador está totalmente desnudo.

El hombre desnudo se quedó en la misma postura solemne. Alberto se inclinó sobre Sofía y le susurró al oído:

—Cree que es una persona decente.

El rostro del hombre desnudo adquirió una expresión de enfado.

—¿Acaso se practica en esta casa algún tipo de censura?

—preguntó.

—Lo siento —dijo Alberto—. En esta casa estamos completamente despiertos y en nuestro sano juicio en todos los sentidos. No podemos permitir al emperador que entre en esta casa en el estado tan vergonzoso en que se encuentra.

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