El Mundo de Sofía (27 page)

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Authors: Jostein Gaarder

Tags: #narrativa

BOOK: El Mundo de Sofía
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Sofía miró el reloj. Había dormido un par de horas. Se incorporó en la cama y se puso a pensar en el extraño sueño. Había sido tan intenso y tan claro que parecía haberlo vivido. Estaba convencida de que la casa y el muelle del sueño existían de verdad en algún sitio. ¿No se parecían a aquel cuadro que había visto en la Cabaña del Mayor? Por lo menos no cabía duda de que la niña del sueño era Hilde Møller Knag y que el hombre era su padre que volvía del Líbano En el sueño le había recordado un poco a Alberto Knox..

Al hacer la cama descubrió una cadena con una cruz de oro debajo de la almohada En la parte de atrás de la cruz estaban grabadas tres letras: «HMK»

Desde luego no era la primera vez que Sofía soñaba con que se encontraba alguna alhaja. Pero era la primera vez que lograba traerse la alhaja del sueño.

—¡Maldita sea! se dijo en voz alta

Estaba tan enfadada que abrió la puerta del armario y tiró la valiosa cadena al estante, junto al pañuelo de seda, el calcetín blanco y todas las postales del Líbano.

El domingo por la mañana la madre despertó a Sofía con un gran desayuno compuesto de panecillos calientes y zumo de naranja, huevos y ensaladilla rusa. No era normal que su madre se levantara antes que ella los domingos. Pero cuando ocurría, se esforzaba en preparar un sólido desayuno dominical antes de despertar a Sofía.

Mientras desayunaban la madre dijo:

—Hay un perro desconocido en el jardín. Ha estado dando vueltas por el viejo seto toda la mañana. ¿Sabes que esta haciendo aquí?

—¡Ah sí! —exclamó Sofía, pero en el mismo instante se mordió los labios.

—¿Ha estado aquí antes?

Sofía se levantó y se a cercó a la ventana del salón que daba al gran jardín. Como se estaba imaginando, Hermes estaba tumbado delante de la entrada secreta al Callejón.

¿Qué podía decir? La madre se colocó a su lado sin darle tiempo a pensar en una respuesta.

—¿Has dicho que ese perro ya ha estado aquí antes.

—Habrá enterrado un hueso aquí. Y ahora ha vuelto para recoger su tesoro. También los perros tienen memoria.

—Quizás sea eso, Sofía. Tú tienes más psicología que yo. Sofía pensó intensamente.

—Yo le acompañaré a su casa-dijo.

—¿Pero sabes dónde vive? Se encogió de hombros.

—Tendrá un collar con las señas.

Un par de minutos más tarde Sofía estaba saliendo al jardín. Cuando Hermes la vio fue corriendo hacia ella, moviendo alegremente el rabo.

—Hermes, buen chico —dijo Sofía.

Sabía que su madre la estaba mirando desde la ventana. ¡Ojalá el perro no atravesara el seto! Pero no, se dirigió al caminito de gravilla delante de la casa y dio un salto hacia la verja.

Cuando ya habían salido a la calle, Hermes seguía andando un par de metros delante de Sofía. Dieron un largo paseo por las calles de chalets; no eran los únicos que estaban dando un paseo dominical. Había familias enteras caminando, y Sofía sintió algo de envidia.

De vez en cuando Hermes se alejaba para oler a algún otro perro o alguna cosa al borde de la cuneta, pero en cuanto Sofía lo llamaba volvía a su lado.

Habían cruzado ya un viejo corral, un gran polideportivo y un parque infantil cuando llegaron a un barrio más transitado. Continuaron bajando hacia el centro por una calle ancha y adoquinada, con trolebuses en medio.

Ya en el centro, Hermes la llevó por la Gran Plaza y luego por la Calle de la Iglesia. Salieron al barrio antiguo, donde había grandes casas de principios de siglo. Era casi la una y media.

Se encontraban en la otra punta de la ciudad. Sofía no venía por aquí a menudo. Pero una vez cuando era pequeña había visitado a una vieja tía suya en una de estas calles.

Pronto salieron a una pequeña plaza entre unas casas viejas. La plaza se llamaba Plaza Nueva a pesar de la pinta de viejo que tenía todo. La ciudad en si era muy vieja, de la Edad Media.

Hermes se acercó al portal 14, donde se quedó esperando a que Sofía abriera la puerta. Ella notó como un vacío en el estómago.

Dentro del portal había un montón de buzones verdes. Sofía descubrió una postal pegada en uno de los buzones de la fila superior. En la postal había un sello con un mensaje del cartero que decía que el destinatario era desconocido. El destinatario era «Hilde Møller Knag, Plaza Nueva 14... ». Estaba sellada el 15 de junio. Faltaban aún dos semanas, un detalle en el que aparentemente, el cartero no se había fijado.

Sofía despegó la postal y leyó.

Querida Hilde. Sofía está llegando a casa del profesor de filosofía. Pronto cumplirá quince años, pero tú ya los cumpliste ayer ¿O es hoy Hildecita? Si es hoy al menos será muy entrado el día. Pero nuestros relojes no andan siempre completamente igual. Una generación envejece mientras que otra crece. Mientras tanto la tanto la Historia sigue su curso. ¿Has pensado en que la historia de Europa puede compararse con la vida de una persona. En ese caso la Antigüedad es la infancia de Europa. Luego viene la larga Edad Media que es la jornada escolar de Europa. Pero luego llega el Renacimiento. Ha acabado la larga jornada de colegio y la joven Europa esta impaciente por lanzarse a la vida. A lo mejor podríamos decir que el Renacimiento es el decimoquinto cumpleaños de Europa. Estarnos a mediados de junio, hijita mía, y la vida es maravillosa.

P D. Qué pena que hayas perdido tu cruz de oro. ¡Tendrás que aprender a cuidar mejor de tus cosas! Saludos de tu papá, que está ya a la vuelta de la esquina.

Hermes estaba ya subiendo las escaleras. Sofía se llevó la postal y le siguió. Tenía que correr para no perderlo, él movía enérgicamente el rabo. Pasaron el segundo piso, el tercero, el cuarto y el quinto. Desde allí sólo había una estrecha escalera que continuaba. ¿Se dirigían a la azotea? Pero Hermes siguió también por la escalera estrecha. Luego se detuvo ante una puerta estrecha que comenzó a arañar con las uñas.

Sofía oyó pasos que se acercaban detrás de la puerta. La puerta se abrió y allí estaba Alberto Knox. Se había cambiado de traje, pero también hoy estaba disfrazado. Llevaba unas medias blancas hasta las rodillas, unos pantalones anchos y rojos y una chaqueta amarilla con los hombros abultados. A Sofía le recordó a los comodines de la baraja. Si no se equivocaba, se trataba de un traje renacentista.

—¡Payaso! —exclamó Sofía dándole un empujón para entrar en el piso.

Había vuelto a hacer del pobre profesor de filosofía víctima de una especie de mezcla de temor y timidez. Ella estaba además muy excitada a causa de la postal que había encontrado abajo en el portal.

—No seas tan irascible, hija mía —dijo Alberto cerrando la puerta tras él.

—Aquí está el correo —dijo Sofía, alcanzándole la postal como si él la hubiera escrito.

Alberto leyó la postal con un gesto de desagrado.

—Se está volviendo cada vez más descarado. A lo mejor nos está utilizando como una especie de diversión con motivo del cumpleaños de su hija.

Cogió la postal y la rompió en cien pedazos que tiró a una papelera.

—En la postal ponía que Hilde ha perdido una cruz de oro —dijo Sofía.

—Ya lo he visto, ya.

—Pues justamente he encontrado esa cruz en mi cama. ¿Sabes cómo pudo llegar hasta allí?

Alberto la miró fijamente a los ojos.

—Puede parecer fascinante, pero no es más que un truco barato que no le cuesta el menor esfuerzo. Mejor concentrémonos en el gran conejo que se saca del negro sombrero de copa del universo.

Entraron en la salita, que era de lo más raro que Sofía había visto en toda su vida.

Alberto vivía en un gran ático abuhardillado. En el techo había una ventana que dejaba entrar directamente la luz del cielo. Pero la habitación también tenía una ventana con vistas a la ciudad y por la que se podían ver todos los tejados de los viejos edificios.

Pero lo que más asombraba a Sofía era todo lo que había en la salita. Estaba repleta de muebles y objetos de muy distintas épocas de la Historia. Un sofá que podía ser de los años treinta, un viejo escritorio de principios de siglo, una silla que seguramente tenía unos cientos de años. Pero no eran solo los muebles lo que le asombraba. En estantes y armarios había utensilios y objetos de decoración totalmente mezclados. Había viejos relojes y vasijas, morteros y frascos de cristal, cuchillos y muñecos, plumas antiguas y pisapapeles octantes y sextantes, brújulas y barómetros. Había una pared entera repleta de libros, pero no de esos libros que se pueden comprar en las librerías. También la colección de libros era como un corte transversal a lo largo de cientos de años de producción de libros. En las paredes colgaban dibujos y cuadros; algunos seguramente hechos hacia pocos años, otros muy antiguos. También había varios mapas antiguos.

Sofía se quedó mirando mucho rato sin decir nada. Giró la cabeza en todas las direcciones hasta haber visto todos los ángulos posibles.

—Veo que coleccionas muchos cachivaches —dijo por fin.

—Bueno, bueno. Piensa que en esta sala se conservan muchos siglos de Historia. Yo no los llamaría cachivaches.

—¿Coleccionas antigüedades o algo así?

La cara de Alberto adquirió una expresión casi melancólica.

—No todo el mundo puede dejarse llevar por la corriente de la Historia, Sofía. Algunos tienen que detenerse y recoger aquello que se queda en sus orillas.

—Qué manera tan extraña de hablar.

—Pero es verdad, hija mía. No vivimos únicamente en nuestro propio tiempo. También llevamos con nosotros nuestra historia. Recuerda que todas las cosas que ves en esta habitación fueron nuevas alguna vez. Esa pequeña muñeca de madera del siglo XVI a lo mejor fue hecha para una niña en su quinto cumpleaños. Quizás por un viejo abuelo... Luego se hizo adolescente, Sofía. Y luego adulta y a lo mejor se casó. Quizás tuvo una hija que heredó su muñeca. Luego envejeció y un día dejó de existir. Había vivido una larga vida, pero luego desapareció del todo. Y no volverá nunca. En realidad sólo estuvo aquí en una breve visita. Pero su muñeca, su muñeca está aquí sobre el estante.

—Todo se vuelve tan triste y solemne cuando lo expresas así.

—Pero la vida misma es triste y solemne. Entramos en un mundo maravilloso, nos conocemos, nos saludamos, y caminamos juntos un ratito. Luego nos perdemos y desaparecemos tan de repente y tan sin razón como llegamos.

—¿Puedo preguntar algo?

—Ya no estamos jugando al escondite.

—¿Por qué te mudaste a la Cabaña del Mayor?

—Para no vivir tan lejos el uno del otro cuando sólo nos

Comunicábamos por carta. Sabia que aquella cabaña estaba vacía.

—¿Y simplemente te metiste?

—Simplemente me metí.

—Entonces a lo mejor también me puedes explicar cómo lo supo el padre de Hilde.

—Si no me equivoco es un señor que lo sabe casi todo.

—De todos modos, no entiendo cómo se consigue que un cartero entregue el correo en medio de un bosque.

Alberto sonrió astutamente.

—Incluso eso debe de ser una menudencia para el padre de Hilde. Trucos baratos, engaños vulgares. A lo mejor vivimos bajo la vigilancia más rígida del mundo.

Sofía se estaba enfadando.

—Si algún día me encuentro con él, le sacaré los ojos.

Alberto se acercó al sofá y se sentó. Sofía le siguió y se dejó caer en un gran sillón.

—Sólo la filosofía puede acercarnos al padre de Hilde —dijo Alberto—. Hoy te hablaré del Renacimiento.

—De acuerdo.

—Pocos años después de la muerte de Santo Tomás de Aquino, la cultura unitaria cristiana empezó a agrietarse. La filosofía y la ciencia se iban desprendiendo cada vez más de la teología de la Iglesia, lo cual, por otra parte, contribuyó a que la fe tuviera una relación más libre con la razón. Cada vez había más voces que decían que no nos podemos acercar a Dios por medio de la razón, porque Dios es de todos modos inconcebible para el pensamiento. Lo más importante para el hombre no era comprender el misterio cristiano, sino someterse a la voluntad de Dios.

—Entiendo.

—El hecho de que la fe y la ciencia tuvieran una relación más libre entre ellas dio paso a un nuevo método científico y también a un nuevo fervor religioso. De esa manera se establecieron las bases para dos importantes cambios en los siglos XV y XVI, me refiero al Renacimiento y a la Reforma.

—¿No hablaremos de los dos cambios a la vez, no?

—Por Renacimiento entendemos un extenso florecimiento cultural desde finales del siglo XIV. Comenzó en el norte de Italia, pero se extendió rápidamente hacia el resto de Europa durante los siglos XV y XVI.

—¿«Renacimiento» significa «nacer de nuevo», no?

—Si, y lo que volvió a nacer fue el arte y la cultura de la Antigüedad. También solemos hablar del «humanismo renacentista», porque se volvió a colocar al hombre en el centro tras esa larga Edad Media que todo lo había visto con una perspectiva divina. Ahora la consigna era ir a «los orígenes», lo que significaba ante todo volver al humanismo de la Antigüedad. El excavar viejas esculturas y escritos de la Antigüedad se convirtió en una especie de deporte popular. Así que se puso de moda aprender griego, lo que facilitó un nuevo estudio de la cultura griega. Estudiar el humanismo griego tenía también un objetivo pedagógico, porque el estudio de materias humanistas proporcionaba una «educación clásica» y desarrollaba lo que podríamos llamar «cualidades humanas». «Los caballos nacen», se decía, «pero las personas no nacen, se hacen».

—¿Tenemos que educarnos para llegar a ser personas?

—Sí, ésa era la idea. Pero antes de estudiar más detalladamente las ideas del humanismo renacentista diremos unas palabras sobre la situación política y cultural en el Renacimiento.

Alberto se levantó del sofá y comenzó a caminar por la habitación. Al cabo de un rato se detuvo y señaló un viejo instrumento sobre un estante.

—¿Qué crees que es esto? —pregunto.

—Parece una vieja brújula.

—Correcto.

Señaló un viejo fusil que colgaba en la pared sobre el sofá.

—¿Y eso?

—Un fusil con muchos años.

—De acuerdo, ¿y esto?

Alberto sacó un libro grande de la estantería.

—Es un libro viejo.

—Para ser más preciso, es un incunable.

—¿Un incunable?

—En realidad significa «infancia». La palabra se utiliza para los libros impresos en la infancia de la imprenta. Es decir, antes del año 1500.

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