—Y sin embargo no fue éste el mayor reto. Cuando Newton señaló que las mismas leyes físicas rigen en todo el universo podría pensarse que al mismo tiempo estaba planteando dudas sobre la omnipotencia de Dios. Pero la fe de Newton no se alteró. Consideró la naturaleza un testimonio del Dios grande y todopoderoso. Peor fue quizás la imagen que la gente tenía de sí misma.
—¿Qué quieres decir?
—Desde el Renacimiento el hombre ha tenido que habituarse a la idea de que vive su vida en un planeta casual en el inmenso espacio. No sé si nos hemos habituado todavía. Pero ya en el Renacimiento alguien señaló que ahora cada individuo tendría un lugar más central que antes.
—Eso no lo entiendo,
—Antes la Tierra había sido el centro del mundo. Pero cuando los astrónomos declararon que no había ningún centro absoluto en el universo, entonces surgieron tantos centros como individuos.
—Entiendo.
—El Renacimiento también dio lugar a una «nueva relación con Dios». A medida que la filosofía y la ciencia se iban independizando de la teología, iba surgiendo una nueva devoción cristiana. Y luego llegó el Renacimiento con su visión individualista del hombre, que también tuvo sus repercusiones en la vida de la fe. La relación del individuo con Dios se volvía ahora mucho más importante que la relación con la Iglesia como organización.
—¿Por ejemplo la oración de la noche?
—Sí, eso también. En la Iglesia católica de la Edad Media, la liturgia en latín y las oraciones rituales habían constituido la columna vertebral de los oficios divinos. Sólo los sacerdotes y los frailes leían la Biblia, porque sólo existía en latín. Pero a partir del Renacimiento la Biblia se tradujo del hebreo y del latín a las lenguas vulgares, lo que tuvo mucha importancia para lo que llamamos Reforma.
—Martín Lutero...
—Sí, Lutero fue importante pero no fue el único reformador También hubo reformadores eclesiásticos que optaron por quedarse dentro de la Iglesia Católica Apostólica Romana. Uno de ellos fue Erasmo de Rotterdam.
—¿Lutero rompió con la Iglesia católica porque no quería pagar las indulgencias?
—Eso también, pero se trató de algo mucho más importante. Según Lutero, el hombre no necesita pasar a través de la Iglesia o de sus sacerdotes para recibir el perdón de Dios. Y el perdón de Dios aún dependía menos de pagar o no las indulgencias a la Iglesia. El llamado comercio de las indulgencias se prohibió también dentro de la Iglesia católica a mediados del siglo XVI.
—Seguro que Dios se alegró de eso.
—Lutero se distanció de muchos hábitos y costumbres religiosos que habían entrado en la Iglesia en el transcurso de la Edad Media. Quería volver al cristianismo original, tal como lo encontramos en el Nuevo Testamento. «Únicamente las Escrituras», dijo. Con esta consigna Lutero deseaba volver a las fuentes del cristianismo, de la misma manera que los humanistas del Renacimiento querían volver a las fuentes de la Antigüedad en el arte y la cultura. Tradujo la Biblia al alemán y fundó con ello la lengua alemana escrita. Cada uno podía leer la Biblia y de alguna manera ser su propio sacerdote.
—¿Su propio sacerdote? ¿No era eso exagerar demasiado?
—Él pensaba que los sacerdotes no tenían ninguna posición especial respecto a Dios. También las congregaciones luteranas, por razones prácticas, tenían sacerdotes que hacían los oficios religiosos y llevaban los asuntos eclesiásticos a diario, pero Lutero pensaba que el hombre no recibía la absolución y la salvación a través de los ritos de la Iglesia. Los hombres reciben la salvación totalmente gratis mediante la fe, decía. Llegó a esta conclusión leyendo la Biblia.
—¿Y Lutero se convirtió en un hombre típicamente renacentista?
—Sí y no. Un rasgo típicamente renacentista en él era el énfasis que ponía en el individuo y en la relación personal del individuo con Dios. A los 35 años aprendió griego y comenzó la dificultosa labor de traducir la Biblia al alemán. El paso del latín a la lengua popular también fue típico del Renacimiento. Pero Lutero no era renacentista como lo fueron Ficino o Leonardo da Vinci. También fue refutado por humanistas como Erasmo de Rotterdam porque opinaban que Lutero tenía un concepto demasiado negativo del ser humano, que estaba convencido de que el hombre había quedado totalmente destruido tras el pecado original. El hombre puede legitimarse únicamente por la gracia de Dios. Porque la suerte del pecado es la muerte.
—Suena un poco triste.
Alberto Knox se levantó, recogió la canica verde y negra de la mesa y se la metió en el bolsillo de la camisa.
—¡Son más de las cuatro! —exclamó Sofía.
—Y la próxima gran época en la historia de los seres humanos es el Barroco. Pero eso lo guardaremos para otro día, mi querida Hilde.
—¿Qué has dicho?
Sofía se levantó de un salto del sillón.
—¡Has dicho «Querida Hilde»!
—Ha sido un lapsus.
—Pero los lapsus no son nunca del todo fortuitos.
—Quizás tengas razón. A lo mejor es el padre de Hilde el que ha empezado a ponernos las palabras en la boca. Creo que aprovecha la situación cuando estamos agotados, que es cuando menos fuerzas tenemos para defendernos.
—Has dicho que no eres el padre de Hilde. ¿Me prometes que eso es verdad?
Alberto asintió.
—¿Pero yo soy Hilde?
—Estoy cansado, Sofía, tienes que entenderlo. Llevamos aquí más de dos horas y he hablado yo casi todo el tiempo. ¿No tenías que ir a casa a comer?
Sofía casi tuvo la sensación de que la estaba echando. Cuando se dirigía hacia la salida pensó en como se había ido de la lengua Alberto. Él la siguió.
Bajo un perchero donde había colgado un montón de ropa curiosa, que recordaba a disfraces de teatro, estaba Hermes dormido. Alberto señaló al perro y dijo:
—El te irá a buscar.
—Gracias por todo —dijo Sofía.
Dio un saltito y abrazó a Alberto.
—Eres el profesor de filosofía más listo y bueno que jamás he tenido —dijo.
Abrió la puerta y en el momento de volverse a cerrar tras ella, Alberto dijo:
—No tardaremos mucho en volvernos a ver, Hilde.
Y con estas palabras Sofía quedó sola de nuevo.
¡Había vuelto a equivocarse el granuja! Sofía tuvo ganas de volver a llamar a la puerta, pero algo la retuvo.
Ya abajo en la calle se acordó de repente de que no llevaba nada de dinero, lo que significaba que tendría que volver andando a casa. Estaba muy lejos. ¡Qué paliza! Seguro que su madre se preocuparía y se enfadaría si no volvía antes de las seis.
Apenas había dado algunos pasos cuando descubrió una moneda de diez coronas en el suelo. Un billete de autobús con derecho a un transbordo costaba exactamente diez coronas.
Encontró la parada y cogió un autobús que la llevó a la Plaza Mayor; desde donde podía coger otro autobús que la llevaría casi hasta casa.
Esperando el autobús en la Plaza Mayor se le ocurrió de repente la suerte que había tenido al encontrar una moneda de diez coronas precisamente cuando tanto lo necesitaba.
¿No sería el padre de Hilde quien lo había colocado allí? Pues era un experto en colocar objetos diversos en sitios suma-mente oportunos.
¿Pero cómo podía haberlo hecho si estaba en el Líbano?
¿Y por qué Alberto se había equivocado de nombre? No una sola vez, sino dos.
Sofía sintió un escalofrío por la espalda.
... del mismo material del que se tejen los sueños...
Pasaron unos días sin que Sofía supiera nada de Alberto, pero miraba en el jardín varias veces al día para ver si venia Hermes. Había contado a su madre que el perro encontró el camino de vuelta por su cuenta y que el dueño la había invitado a entrar en su casa, que era un viejo profesor de física y que le había explicado el sistema solar y la nueva ciencia que surgió en el siglo XVI.
A Jorunn le contó más cosas: la visita a casa de Alberto la postal en el portal y las diez coronas que encontró de camino a casa.
El martes 29 de mayo Sofía estaba en la cocina secando los cacharros mientras su madre se había ido al salón para ver el telediario. De repente oyó en la televisión que un mayor del batallón noruego de las Naciones Unidas había sido alcanzado y matado por una granada.
Sofía dejó caer el trapo de secar sobre el banco de la cocina y corrió al salón. Durante unos instantes pudo ver la foto del soldado de las Naciones Unidas en la pantalla antes de que el telediario pasara a otros temas.
—¡Oh no! —exclamó.
La madre se volvió hacia su hija.
—Pues sí, la guerra es cruel.
Entonces Sofía se echó a llorar.
—Pero Sofía, hija, no te lo tomes así.
—¿Dijeron su nombre?
—Sí, pero no me acuerdo. Era de Grimstad, creo.
—Eso es lo mismo que Lillesand, ¿verdad?
—¡Qué cosas dices!
—Si eres de Grimstad a lo mejor vas al colegio en Lillesand.
Ya no lloraba. Ahora fue la madre la que reaccionó. Se levantó del sillón y apagó la televisión.
—¿Qué tonterías estás diciendo, Sofía?
—No es nada...
—¡Sí, algo pasa! Tienes un amigo, y empiezo a pensar que es muchísimo mayor que tú. Contéstame, ¿conoces a algún hombre que esté en el Líbano?
—No, no exactamente...
—¿Has conocido al hijo de alguien que está en el Líbano?
Que no, que no he dicho. Ni siquiera he conocido a su hija.
—¿A la hija de quién?
—No es asunto tuyo.
—¿Ah no?
—Quizás debería yo empezar a hacerte preguntas a ti. ¿Por qué no está papi nunca en casa? ¿Es porque sois demasiado cobardes para divorciaros? ¿O es que tienes un amigo secreto? Etcétera, etcétera, etcétera. Las dos podemos ponemos a preguntar.
—Creo que es necesario que hablemos.
—Puede ser. Pero ahora estoy tan cansada y tan agotada que me voy a acostar. Además me ha venido la regla.
Y subió corriendo a su habitación, a punto de echarse a llorar.
En cuanto se hubo lavado y metido bajo el edredón, la madre entró en su habitación.
Sofía se hizo la dormida, aunque sabía que su madre no se lo iba a creer. Se dio cuenta de que su madre tampoco creía que Sofía pensara que su madre creía que estaba dormida. Pero también la madre hizo como si Sofía durmiera. Se quedó sentada en el borde de la cama acariciándole la nuca.
Sofía pensó en lo complicado que resultaba vivir dos vidas a la vez. Casi deseaba que se acabara el curso de filosofía. Quizás hubiese acabado para su cumpleaños o al menos para el día de San Juan, que era cuando el padre de Hilde volvería del Líbano...
—Quiero dar una fiesta el día de mi cumpleaños —dijo de repente.
—¡Que bien! ¿A quiénes quieres invitar?
—A mucha gente. ¿Me dejas?
—Claro que sí. Tenemos un jardín muy grande... Ojalá siga el buen tiempo.
—Lo que más me gustada sería celebrarlo la noche de San Juan.
—Entonces así lo haremos.
—Es un día muy importante —dijo Sofía, no pensando únicamente en su cumpleaños.
—Ah sí...
—Me parece que me he hecho muy mayor últimamente.
—Eso está bien, ¿no?
—No lo sé.
Todo el tiempo Sofía había mantenido la cara contra la almohada mientras hablaba. La madre dijo:
—Sofía, ¿por qué no me cuentas por qué estás tan... tan desequilibrada estos días?
—¿Tu no estabas desequilibrada cuando tenías quince años?
—Seguramente lo estuve. Pero sabes de lo que estoy hablando.
Sofía se volvió hacia su madre.
—El perro se llama Hermes —dijo.
—¿Ah sí?
—Pertenece a un señor que se llama Alberto.
—Bueno.
—Vive en el casco antiguo.
—¿Tan lejos acompañaste al perro?
—Pero eso no importa.
—¿No dijiste que ese mismo perro ya había estado aquí varias veces?
—¿Dije eso?
Tenía que pensar antes de hablar. Quería contar todo lo que pudiera a su madre, pero no todo todo.
—No estás casi nunca en casa —empezó a decir.
—Es verdad, estoy demasiado ocupada.
—Alberto y Hermes han estado aquí muchas veces.
—¿Pero, por qué? ¿Han estado dentro de casa también?
—Hazme una pregunta cada vez, por favor. No han entrado dentro de casa. Pero paran a menudo por el bosque. ¿Te parece eso muy misterioso?
—No, no tiene nada de misterioso.
—Como tantos otros, paseando pasaron por delante de nuestra casa. Saludé a Hermes un día que volvía del instituto. Así conocí a Alberto.
—¿Y qué pasa con el conejo blanco y todo eso?
—Eso es algo que dijo Alberto. Es un filósofo de verdad. Me ha hablado de todos los filósofos.
—¿Por encima de la valla del jardín?
—Nos hemos sentado, claro. Pero también me ha escrito cartas, muchas cartas, a decir verdad. Algunas veces las cartas han llegado con el cartero, otras veces simplemente las ha dejado en el buz6n cuando iba de paseo.
—¿Conque ésas eran las cartas de amor» de las que hablamos?
—Solo que no eran cartas de amor.
—¿Sólo ha escrito sobre los filósofos?
—Pues fíjate que sí. Y he aprendido más con él que en ocho años de colegio. ¿Tú has oído hablar, por ejemplo de Giordano Bruno, que fue quemado en la hoguera en el año 1600 ¿O de la ley de la gravitación de Newton?
—No, hay tantas cosas que yo no sé...
—Si te conozco bien, ni siquiera sabes por qué la Tierra se mueve en órbita alrededor del sol, y eso que se trata de tu propio planeta.
—¿Qué edad tiene aproximadamente?
—Ni idea. Por lo menos cincuenta años.
—¿Pero qué tiene que ver con el Líbano?
Esa pregunta era peor. Sofía pensó diez cosas a la vez. Y luego escogió la única que le serviría.
—Alberto tiene un hermano que es mayor del batallón de las Naciones Unidas. Es de Lillesand. Quizás fue él quien vivía en la Cabaña del Mayor.
—Alberto, ¿no es un nombre un poco extraño aquí en Noruega?
—Puede ser.
—Suena a italiano.
—Lo sé. Casi todo lo que tiene importancia viene de Grecia o de Italia.
—¿Pero habla noruego?
—Como tú y como yo.
—¿Sabes lo que pienso, Sofía?: deberías invitar a ese Alberto a casa. Yo nunca he conocido a ningún filósofo de verdad.
—Ya veremos.
—Podríamos invitarle a tu gran fiesta. Es bonito mezclar generaciones. Y así a lo mejor yo también podría participar, al menos para servir las cosas. ¿No es mala idea, verdad?