—Creo que lo entiendo —dijo Sofía—. Es más o menos como que podemos saber que hay tormenta tanto viendo los relámpagos como oyendo los truenos.
—Correcto. Aunque seamos ciegos podemos oír que truena. Y aunque seamos sordos podemos ver los relámpagos. Lo mejor es, claro está, ver y oír. Pero no hay ninguna «contradicción» entre lo que vemos y lo que oímos. Al contrario, las dos impresiones se complementan.
—Entiendo.
—Déjame añadir otra imagen. Si lees una novela, por ejemplo Victoria de Knut Hamsun...
—De hecho la he leído...
—¿Conoces algo sobre el autor leyendo simplemente la novela que ha escrito?
—Al menos puedo saber que existe un autor que la ha escrito.
—¿Puedes saber algo más de él?
—Tiene una visión bastante romántica del amor.
—Cuando lees esta novela, que es creación de Hamsun, obtienes una impresión de la naturaleza de Hamsun. Pero no puedes contar con encontrar datos personales sobre el autor. Por ejemplo, ¿puedes saber mediante la lectura de Victoria la edad que tenía el autor al escribir la novela, dónde vivía o cuántos hijos tenía?
—Claro que no.
—Ese tipo de datos los podrás encontrar en una biografía sobre Knut Hamsun. Solamente en una biografía o autobiografía, sabrás más acerca del autor como «persona».
—Sí, así es.
—Más o menos así es la relación entre la obra de creación de Dios y la Biblia. Sólo mediante la observación de la naturaleza podemos reconocer que hay un Dios. No resulta difícil ver que ama las flores y los animales, si no, no los hubiera creado. Pero sólo en la Biblia encontramos información sobre la persona de Dios, es decir, en su «autobiografía».
—¡Qué ejemplo más bueno!
—Mmm...
Por primera vez Alberto se quedó pensativo, sin decir nada.
—¿Esto tiene algo que ver con Hilde? -se le escapó a Sofía.
—Pero si no sabemos con seguridad si existe alguna «Hilde»
—Pero sabemos que se colocan señales de ella en muchos sitios. Postales y pañuelos de seda, una cartera verde, un calcetín...
Alberto asintió.
—Y parece que esas señales dependen de dónde quiera colocarlas el padre de Hilde. Pero hasta ahora sólo sabemos que hay una persona que nos manda todas las postales. Ojalá hubiera escrito un poco sobre él también. Bueno, ya volveremos a ese asunto.
—Son las 12. Tengo que volver a casa antes de que se acabe la Edad Media.
—Acabaré con unas palabras sobre cómo Tomás de Aquino se quedó con la filosofía de Aristóteles en todos los puntos en los que ésta no contradecía la teología de la Iglesia. Este es el caso de la lógica de Aristóteles, de su filosofía del conocimiento así como la de la naturaleza. ¿Te acuerdas de la descripción de Aristóteles de una cadena evolutiva desde plantas y animales a seres humanos?
Sofía asintió.
—Aristóteles pensaba que esta escala señalaba a un Dios que constituía una especie de cumbre de existencia. Este esquema se adaptaba fácilmente a la teología cristiana. Según Tomás hay un grado evolutivo de existencia, desde plantas y animales hasta seres humanos, desde los seres humanos a los ángeles, y desde los ángeles a Dios. El hombre tiene, al igual que los animales, un cuerpo con órganos sensoriales, pero el ser humano tiene también una razón con «pensamientos profundos». Los ángeles no tienen tal cuerpo, por lo tanto tienen también una inteligencia inmediata e instantánea. No necesitan «pensárselo» como los seres humanos, no necesitan deducir algo de un punto a otro. Saben todo lo que pueden saber los hombres sin tener que ir paso a paso como nosotros. Como los ángeles no tienen cuerpo, tampoco morirán nunca. No son eternos como Dios, porque también ellos fueron creados por Dios. Pero no tienen ningún cuerpo del que puedan separarse; por tanto, no morirán nunca.
—Suena maravilloso.
—Pero por encima de los ángeles domina Dios. Él puede verlo y saberlo todo en una sola y continua visión.
—Entonces nos está viendo ahora.
—Sí quizás nos esté viendo. Pero no ahora. Para Dios no existe el tiempo como existe para nosotros. Nuestro «ahora» no es el «ahora» de Dios. Aunque para nosotros pasen unas semanas, no necesariamente pasan unas semanas para Dios.
—Eso es un poco horrible —se le escapó a Sofía.
Se tapó la boca con una mano. Alberto la miró, y Sofía prosiguió.
—He recibido otra postal del padre de Hilde. Escribió algo así como que si pasa una semana o dos para Sofía no significa necesariamente que pase tanto tiempo para nosotros. ¡Casi lo mismo que lo que acabas de decir sobre Dios!
Sofía pudo ver cómo la cara bajo la capucha se encogía en un gesto impetuoso.
—¡Debería avergonzarse!
Sofía no entendió lo que quería decir con eso, quizás sólo fuera una manera de hablar, Alberto prosiguió.
—Desgraciadamente Tomás de Aquino también se quedó con la visión que de la mujer tenía Aristóteles. Te acordarás de que Aristóteles pensaba que la mujer era algo así como un hombre imperfecto. Opinaba además que los hijos sólo heredaban las cualidades del padre. Como la mujer era pasiva y receptiva, el hombre era el activo y el que daba la forma. Estos pensamientos armonizaban, según Tomás de Aquino, con las palabras de la Biblia, donde se dice, entre otras cosas, que la mujer fue creada de una costilla del hombre.
—¡Tonterías!
—Conviene añadir que el que algún mamífero pone huevos no se supo hasta 1827. Por lo tanto quizás no fuera tan extraño que se pensara que el hombre era el que daba la forma y la vida en la procreación. Además debemos tener en cuenta que según Tomás la mujer es inferior al hombre sólo físicamente. El alma de la mujer tiene el mismo valor que la del hombre. En el cielo hay igualdad entre hombres y mujeres, simplemente porque dejan de existir todas las diferencias físicas entre los sexos.
—¡Qué desconsuelo! ¿No había filósofas en la Edad Media?
—La Iglesia estuvo fuertemente dominada por los hombres, lo cual no significa que no hubiese pensadoras. Una de ellas fue
Hildegarda de Fibingen
...
Sofía abrió los ojos de par en par.
—¿Tiene ella algo que ver con Hilde?
—¡Qué de preguntas haces! Hildegarda era una monja del valle del Rhin que vivió de 1098 a 1179. A pesar de ser mujer era predicadora botánica y científica. Podría simbolizar la idea de que a menudo las mujeres eran las más realistas, por no decir las más científicas, en la Edad Media.
—He preguntado que si tiene algo que ver con Hilde.
—Entre los judíos y los cristianos había una creencia que decía que Dios no sólo era hombre. También tenía un lado femenino o una «naturaleza materna». Porque también las mujeres están creadas a imagen y semejanza de Dios. En griego este lado femenino de Dios se llamaba Sophia. «Sophia» o «Sofía» significa «sabiduría».
Sofía se sentía abatida. ¿Por qué nadie le había contado esto antes? ¿Y por qué ella nunca había preguntado?
Alberto prosiguió:
—Tanto entre los judíos como en la iglesia ortodoxa Sophia, o la naturaleza materna de Dios, jugó cierto papel durante la Edad Media. En Occidente cayó en el olvido. Entonces llega Hildegarda. Cuenta que Sophia se le apareció. Iba vestida con una túnica dorada decorada con valiosas joyas.
Ahora Sofía se levantó del banco. Sophia se le había aparecido a Hildegarda...
—Quizás yo me aparezca a Hilde.
Se volvió a sentar. Por tercera vez Alberto le puso la mano en el hombro.
—Eso es algo que tenemos que averiguar. Pero ya es casi la 1. Tú tendrás que comer, y una nueva época se está acercando. Te convoco a una reunión sobre el Renacimiento. Hermes te buscará en el jardín.
Y el extraño monje se levantó y comenzó a caminar hacia la iglesia. Sofía se quedó sentada pensando en Hildegarda y Sophia, Hilde y Sofía. De pronto se sobresaltó. Se levantó del asiento y llamó al profesor de filosofía vestido de monje.
—¿También hubo un Alberto en la Edad Media?
Alberto caminó un poco más despacio, giró suavemente la cabeza y dijo:
—Tomás de Aquino tenía un famoso profesor de filosofía. Se llamaba Alberto Magno...
Metió la cabeza por la puerta de la Iglesia de María y desapareció.
Sofía no se resignó. Volvió a entrar en la iglesia. Pero no había absolutamente nadie. ¿Había desaparecido Alberto por el suelo?
Mientras salía de la iglesia se fijó en una imagen de la Virgen Maria. Se colocó muy cerca del cuadro y lo miró fijamente. De repente descubrió una gotita de agua bajo uno de los ojos de la Virgen. ¿Sería una lágrima?
Sofía salió corriendo de la iglesia y no paró hasta casa de Jorunn.
... oh estirpe divina vestida de humano...
Jorunn estaba en el jardín delante de su casa amarilla cuando sobre la una y media Sofía llegó sin aliento hasta la verja.
—¡Has estado fuera más de nueve horas! —exclamó Jorunn
Sofía negó con la cabeza.
—He estado fuera más de mil años.
—¿Pero dónde has estado?
—Tenía una cita con un monje medieval. ¡Un tipo divertido!.
—Estás chiflada. Tu madre llamó hace media hora.
—¿Qué le dijiste?
—Dije que te habías ido al quiosco.
—¿Y qué dijo ella?
—Que la llamaras cuando volvieras. Lo peor fue lo de mis padres. A las nueve entraron en mi habitación con chocolate caliente y panecillos. Una de las camas estaba vacía.
—¿Qué les dijiste?
—No te puedes imaginar qué corte. Dije que te habías ido a casa porque nos habíamos peleado.
—En ese caso tenemos que darnos prisa y hacer las paces. Y que tus padres no hablen con mi madre durante unos días. ¿Crees que lo conseguiremos?
Jorunn se encogió de hombros. Al instante apareció el padre de Jorunn en el jardín con una carretilla. Se había puesto un mono. Era evidente que se disponía a quitar las hojas caídas el año anterior
—Así que aquí están las amiguitas —dijo—. Bueno, ya no queda ninguna hoja.
—Qué bien —replicó Sofía—, Entonces quizás podamos tomar un café, ya que no pudimos desayunar.
El padre sonrió forzadamente, y Jorunn se sobresaltó. En casa de Sofía siempre habían sido algo más informales que en la del asesor financiero, señor Ingebrigtsen y señora.
—Lo siento, Jorunn —dijo Sofía—. Pero yo también debo participar en esta operación de camuflaje.
—¿Vas a contarme algo?
—Si me acompañas a casa. De todos modos ése no es asunto de asesores financieros o muñecas Barbie entradas en años.
—Qué asquerosa eres. ¿Acaso es mejor un matrimonio que cojea y manda a una de las partes al mar?
—Seguro que no. Pero yo no he dormido casi esta noche, y además me pregunto si Hilde será capaz de ver todo lo que hacemos.
Habían empezado a caminar hacia la casa de Sofía.
—¿Quieres decir que es vidente?
—Quizás si. O quizás no.
Era evidente que a Jorunn no le hacían gracia todos aquellos secretos.
—Pero eso no explica que su padre envíe extrañas postales a una cabaña abandonada en el bosque.
—Admito que ése es un punto débil.
—¿No me vas a decir dónde has estado?
Se lo contó. Y también le habló del misterioso curso de filosofía. Lo hizo a cambio de una solemne promesa de que todo quedaría entre ellas dos.
Anduvieron un buen rato sin decir nada.
—No me gusta —dijo- Jorunn.
Se detuvo delante de la verja de Sofía dando a entender que allí daría la vuelta.
—Tampoco te he pedido que te guste. La filosofía no es un simple juego de mesa, ¿sabes? Se trata de quiénes somos y de dónde venimos. ¿Te parece que aprendemos suficiente sobre eso en el colegio?
—De todos modos, nadie sabe las respuestas a esas preguntas.
—Ni siquiera nos enseñan a plantearnos esas preguntas.
La comida estaba en la mesa cuando Sofía entró en la cocina. No hubo comentarios de por qué no había llamado desde casa de Jorunn.
Después de comer dijo a su madre que quería dormir la siesta, porque apenas había dormido en casa de Jorunn, lo que no era nada raro cuando se dormía en casa de alguna amiga.
Antes de meterse en la cama se colocó delante del gran espejo de latón que había colgado en la pared. Al principio no veía más que su propia cara, pálida y cansada. Pero después... fue como si detrás de su propia cara apareciesen de pronto los contornos difusos de otra cara.
Sofía respiró hondo un par de veces. No debía empezar a imaginarse cosas.
Vio los nítidos contornos de su propia cara pálida enmarcada por el pelo negro, que no se adaptaba a otro peinado que el de la propia naturaleza, un peinado de pelo lacio. Pero debajo de este rostro también aparecía, como un espectro, la imagen de otra muchacha.
De pronto la muchacha desconocida empezó a guiñarle enérgicamente los dos ojos. Era como si quisiera dar a entender que de verdad estaba allí dentro, al otro lado. Sólo duró unos segundos. Luego desapareció.
Sofía se sentó en la cama. No dudaba de que la cara que había visto en el espejo fuera la de Hilde. Una vez, durante un par de segundos, había visto una foto de ella en un carnet escolar en la Cabaña del Mayor. Tenía que ser la misma chica que había visto también en el espejo.
¿No era un poco extraño que estas cosas tan misteriosas siempre le sucedieran cuando estaba totalmente agotada? Así siempre tenía que preguntarse luego si sólo habían sido imaginaciones.
Sofía colocó su ropa sobre una silla y se metió debajo del edredón. Se durmió al instante. Mientras dormía tuvo un sueño extrañamente intenso y claro.
Soñó que estaba en un gran jardín donde había una caseta de madera, pintada de rojo, para guardar barcas. Sobre un muelle junto a la caseta roja estaba sentada una niña rubia mirando al lago. Sofía se acercó a ella, pero era como si la desconocida no se diera cuenta de que estaba allí. «Me llamo Sofía», dijo. Pero la desconocida no la veía ni la oía. «Al parecer eres ciega y sorda», le dijo Sofía. Y la chica estaba verdaderamente sorda a las palabras de Sofía. De pronto Sofía oyó una voz que llamaba: «¡Hildecita!». La niña se levantó inmediatamente del muelle y se fue corriendo hacia la casa. Entonces no debía de ser ni ciega ni sorda. De la casa salió un hombre de mediana edad corriendo hacia ella. Llevaba uniforme y boina azul. La niña desconocida se echó en sus brazos, y el hombre la cogió y le dio un par de vueltas por el aire. Sofía descubrió una pequeña cruz de oro en el muelle donde había estado sentada la niña. La cogió y la guardó en la mano. En esto se despertó.