A Sofía ese hombre desnudo y a la vez tan solemne le resultaba tan cómico que se echó a reír. Como si esto hubiera sido una contraseña secreta, el hombre de la corona en la cabeza descubrió finalmente que no llevaba ninguna ropa puesta. Se tapó con las dos manos, se fue corriendo hacia el bosque y desapareció. Tal vez se encontrara allí con Adán y Eva, Noé, Caperucita Roja y Winnie Pooh.
Alberto y Sofía se quedaron delante de la puerta muertos de risa. Al final, Alberto dijo:
—Ya podemos sentarnos dentro otra vez. Te hablaré de Freud y de su doctrina sobre el subconsciente.
Volvieron a sentarse delante de la ventana. Sofía miró el reloj y dijo:
—Son ya las dos y media, y yo tengo un montón de cosas que hacer para la fiesta en el jardín.
—Yo también. Sólo diremos unas pocas palabras sobre Sigmund Freud.
—¿Era filósofo?
—Al menos podemos llamarlo «filósofo cultural».
Freud nació en 1856 y estudió medicina en la universidad de Viena, ciudad en la que vivió gran parte de su vida. Esta época coincidió con un período de gran florecimiento en la vida cultural de Viena. Freud se especializó pronto en la rama de la medicina que llamamos neurología. Hacia finales del siglo pasado, y muy entrado nuestro siglo, elaboró su «psicología profunda», o «psicoanálisis».
—Supongo que lo vas a explicar más detalladamente.
—Por «psicoanálisis» se entiende tanto una descripción de la mente humana en sí, como un método de tratamiento de enfermedades nerviosas y psíquicas. No presentaré una imagen completa ni del propio Freud ni de sus actividades. Pero su teoría sobre el subconsciente es totalmente imprescindible si uno quiere entender lo que es el ser humano.
—Ya has despertado mi interés. ¡Venga!
—Freud pensaba que siempre existe una tensión entre el ser humano y el entorno de este ser humano. Mejor dicho, existe una tensión, o un conflicto, entre los instintos y necesidades del hombre y las demandas del mundo que le rodea. Seguramente no es ninguna exageración decir que fue Freud quien descubrió el mundo de los instintos del hombre. Esto le convierte en un exponente de las corrientes naturalistas tan destacadas a finales del siglo pasado.
—¿Qué quieres decir con «el mundo de los instintos»?
—No siempre es la razón la que dirige nuestros actos.
Es decir, que el hombre no es un ser tan racional como se lo habían imaginado los racionalistas del siglo XVIII. Son a menudo impulsos irracionales los que deciden lo que pensamos, soñamos y hacemos. Esos impulsos irracionales pueden ser la expresión de instintos o necesidades profundas. Los instintos sexuales del ser humano, son, por ejemplo, tan fundamentales como la necesidad en el bebé de chupar.
—Entiendo.
—Esto no fue en realidad ningún descubrimiento nuevo. Pero Freud demostró que esas necesidades básicas o fundamentales pueden «disfrazarse» o «enmascararse» y, de ese modo, dirigir nuestros actos sin que nos demos cuenta de ello. Señala además que los niños pequeños también tienen una especie de sexualidad. Esta demostración de una «sexualidad infantil» hizo reaccionar a la gran burguesía de Viena con gran aversión, y Freud se convirtió en un hombre muy poco apreciado.
—No me extraña.
—Recuerda que estamos en la llamada «época victoriana», en la que todo lo que tenía que ver con la sexualidad era tabú. Freud se dio cuenta de la sexualidad infantil a través de su trabajo como psicoterapeuta, y tenía, aparte, una base empírica para sus afirmaciones. También observó que muchas formas de neurosis o enfermedades psíquicas podían tener su origen en conflictos en la infancia. Poco a poco fue elaborando un método de tratamiento que podríamos llamar una especie de «arqueología mental».
—¿Qué significa eso?
—Un arqueólogo intenta encontrar huellas de un lejano pasado, excavando su camino a través de las diferentes capas de cultura. Tal vez encuentre un cuchillo del siglo XVIII; profundizando más en la tierra quizás encuentre un peine del siglo XIV, y un más adentro una vasija del siglo v.
—¿Sí?
—De la misma manera puede el psicoterapeuta, con la ayuda del paciente, excavar el camino en la conciencia de éste para recoger aquel las vivencias que en alguna ocasión le originaron esos sufrimientos psíquicos. Porque, según Freud, todos los recuerdos del pasado se guardan muy dentro de nosotros.
—Ahora lo entiendo.
—Y entones puede que encuentre una vivencia desagradable, que el paciente durante años ha intentado olvidar, pero que a pesar de todo ha estado oculta en el fondo, corroyendo sus recursos. Sacando a la conciencia una experiencia «traumática« de este tipo, mostrándola de alguna manera al paciente, él o ella pueden «acabar de una vez por todas» con el trauma en cuestión y así curarse.
—Suena lógico.
—Pero voy demasiado deprisa. Veamos primero la descripción que presenta Freud de la mente humana. ¿Has observado alguna vez a un niño pequeño?
Tengo un primo de cuatro años.
—Cuando nacemos, damos salida sin inhibiciones y muy directamente a todas nuestras necesidades físicas y psíquicas. Si no nos dan leche gritamos. También lloramos cuando el pañal está mojado, y emitimos señales muy directas de que deseamos una proximidad física y calor corporal. Este «principio de los instintos» o de «placer» dentro de nosotros mismos Freud lo llama el ello.
—¡Sigue!
—«El ello», o el principio de los instintos, siempre lo llevamos con nosotros, también cuando nos hacemos mayores. Pero con el tiempo aprendemos a regular nuestros instintos y, con ello, a adaptarnos a nuestro entorno. Aprendemos a ajustar el principio de los instintos con arreglo al «principio de la realidad». Freud dice que nos construimos un yo que tiene esta función reguladora. Aunque nos apetezca una cosa no podemos sentarnos y gritar sin más hasta que nuestros deseos o necesidades hayan sido satisfechos.
—Claro que no.
—Así pues, puede ocurrir que deseemos algo muy intensamente, y que ese algo el entorno no esté dispuesto a aceptarlo. Entonces puede suceder que reprimamos nuestros deseos, lo cual significa que intentemos dejarlos a un lado y olvidarlos.
—Entiendo.
—Pero Freud contaba con otra «entidad» en la mente humana. Desde pequeños nos topamos con las demandas morales de nuestros padres y del mundo que nos rodea. Cuando hacemos algo mal, los padres dicen: «¡No, así no!» o «¡Qué malo eres!». Incluso de mayores arrastramos un eco de ese tipo de demandas morales y de esas condenas. Es como si las expectativas morales del entorno nos hubieran penetrado hasta dentro, convirtiéndose en una parte de nosotros mismos. Eso es lo que Freud llama el super-yo.
—¿Quería decir la conciencia?
—En lo que él llama el «super-yo» también está la propia conciencia. No obstante, Freud opinaba que el super-yo nos avisa cuando tenemos deseos «sucios» o «impropios». Esto es sobre todo aplicable a deseos eróticos y sexuales. Y, como ya he indicado, Freud señaló que estos deseos impropios o «indecorosos» comienzan ya en una fase temprana de la infancia.
—¡Explica!
—Hoy en día sabemos y vemos que a los niños pequeños les gusta tocar sus órganos sexuales. Es algo que podemos observar en cualquier playa. En la época de Freud una «conducta» así podía dar lugar a un pequeño cachete sobre los dedos de ese niño de dos o tres años, o quizás a que la madre dijera: «¡Malo!» o «Eso no se hace» o «Pon las manos encima del edredón».
—Es completamente enfermizo.
—De esta forma surge el sentimiento de culpabilidad relacionado con todo aquello que tiene que ver con los órganos sexuales o con la sexualidad en general. Debido a que este sentimiento de culpabilidad se queda en el super-yo, muchas personas, según Freud, arrastran durante toda su vida un sentimiento de culpabilidad relacionado con el sexo. Al mismo tiempo Freud señaló que los deseos y necesidades sexuales constituyen una parte natural e importante del ser humano. Ya ves, Sofía, tenemos todos los ingredientes para un conflicto tan largo como la misma vida, entre el placer y la culpabilidad.
—¿No crees que este conflicto se ha moderado algo desde los tiempos de Freud?
—Seguramente. Pero muchos de los pacientes de Freud vivieron este conflicto con tanta fuerza que desarrollaron lo que Freud llamó neurosis. Una de sus muchas pacientes estaba, por ejemplo, secretamente enamorada de su cuñado. Cuando murió su hermana, a causa de una enfermedad, ella pensó: «Ahora está libre y se puede casar conmigo». Pero este pensamiento chocaba al mismo tiempo con su super-yo. Le resultaba tan monstruoso, dice Freud, que inmediatamente lo reprimió. Quiere decir que lo empujó hacia el subconsciente. Freud escribe: «La joven enfermó y manifestó serios síntomas histéricos, y cuando vino a mi consulta para ser tratada, resultó que se había olvidado totalmente de la escena junto a la cama de la hermana y de ese terrible deseo egoísta que había surgido en ella. Pero sí se acordó durante el tratamiento; en un estado de fuerte agitación mental reprodujo el momento patológico y se curó con este tratamiento».
—Ahora entiendo mejor lo que quieres decir con «arqueología mental».
—Entonces podemos dar una descripción general de la psique del ser humano. Tras una larga experiencia en el tratamiento de pacientes, Freud llegó a la conclusión de que la consciencia del hombre sólo constituye una pequeña parte de la mente humana. Lo consciente es como la pequeña punta de un iceberg que asoma por encima de la superficie. Debajo de la superficie, o debajo del umbral de la consciencia, está el subconsciente.
—¿Entonces el subconsciente es todo aquello que está dentro de nosotros pero que hemos olvidado, o que no recordamos?
—No tenemos siempre en la parte consciente todas nuestras experiencias y vivencias. A esas cosas que hemos pensado o vivido, y que recordamos si nos «ponemos a pensar», Freud las llamó «lo preconsciente». La expresión «lo subconsciente» la utilizó para cosas que hemos «reprimido», es decir, cosas que hemos intentado olvidar porque nos eran «desagradables», «indecorosas» o «repulsivas». Si tenemos deseos y fantasías que resultan intolerables a la consciencia, o para el super-yo, los empujamos hasta el sótano, para que se quiten de la vista.
—Entiendo.
—Este mecanismo funciona en todas las personas sanas. Pero a algunos les puede costar tanto esfuerzo mantener alejados de la consciencia los pensamientos desagradables o prohibidos que les causa enfermedades nerviosas. Porque lo que se procura reprimir de esta forma, intenta volver a emerger a la consciencia por propia iniciativa. Algunas personas necesitan por tanto emplear cada vez más energía para mantener esos impulsos alejados de la crítica de la consciencia. Cuando Freud estuvo en América en 1909, dando conferencias sobre psicoanálisis, puso un ejemplo de cómo funciona este mecanismo de represión.
—¡Venga!
—Dijo: «Supongamos que en esta sala... se encontrara un individuo que se comportara de modo que estorbara y desviara mi atención en esta conferencia, riéndose groseramente, hablando y haciendo ruido con los pies. Digo que no puedo seguir en tales condiciones, y unos hombres fuertes se levantan y echan al intruso tras un breve forcejeo. Él ha sido “reprimido” y yo puedo seguir mi conferencia. Para que esta interrupción no se repita, en caso de que el hombre vuelva a entrar en la sala, los señores que ejecutaron mi voluntad llevan sus sillas hasta la puerta y se colocan allí como “resistencia” después de la represión cumplida. Si han captado ustedes el interior y el exterior de la sala como lo “consciente” y lo “subconsciente”, tendrán un buen ejemplo del proceso de la represión».
—Estoy de acuerdo en que es un buen ejemplo.
—Pero ese «intruso» quiere volver a entrar, Sofía. Y ése es el caso de los pensamientos e impulsos reprimidos. Vivimos con una constante «presión» de pensamientos reprimidos que luchan por emerger del subconsciente. A menudo decimos o hacemos cosas sin que haya sido ésa «nuestra intención». De ese modo, las reacciones subconscientes pueden dirigir nuestros sentimientos y actos.
—¿Puedes poner algún ejemplo?
—Freud opera con varios mecanismos de ese tipo. Un ejemplo es lo que él llamaba reacciones erróneas. Quiere decir que decimos o hacemos cosas que algún día intentamos reprimir. El propio Freud menciona el ejemplo de un capataz que iba a brindar por su jefe; este jefe no era muy apreciado. Era lo que vulgarmente se diría «una mierda».
—¿Y?
—El capataz se puso de pie, levantó la copa solemnemente y dijo: «¡Propongo una mierda para el jefe!».
—Me has dejado atónita.
—También se quedaría atónito el capataz. En realidad sólo había dicho lo que sentía. Pero no había sido su intención decirlo. ¿Quieres otro ejemplo más?
—Con mucho gusto.
—En la familia de un pastor protestante que tenía muchas hijas y eran todas muy buenas, se esperaba la visita de un obispo. Daba la casualidad de que ese obispo tenía una nariz increíblemente larga. Por eso las hijas recibieron la orden de no hacer ningún comentario sobre la nariz. Ya sabes que muy a menudo a los niños se les escapan comentarios espontáneos precisamente porque el mecanismo de represión no es muy fuerte.
—¿Sí?
—El obispo llegó a casa del pastor, cuyas encantadoras hijas se esforzaron al máximo para no hacer ningún comentario sobre la nariz. Y más que eso: intentaron por todos los medios no mirar la nariz, tendrían que ignorarla. Se concentraron en ello. Luego una de las niñas sirvió los terroncitos de azúcar para el café. Se colocó delante del solemne obispo y dijo: ¿le apetece una poco de azúcar en la nariz?
—¡Qué corte!
—Algunas veces también racionalizamos; lo que quiere decir que damos a los demás y a nosotros mismos razones de lo que hacemos que no son las verdaderas. Y eso es precisamente porque la verdadera razón es demasiado embarazosa.
—¡Un ejemplo, por favor!
—Te puedo hipnotizar para que abras una ventana. En el transcurso de la hipnosis te digo que cuando yo empiece a dar en la mesa con las yemas de los dedos, tú tendrás que levantarte e ir a abrir la ventana. Yo doy con los dedos en la mesa, y tú abres la ventana. Luego yo pregunto por qué abriste la ventana. Quizás contestes que lo hiciste porque te parecía que hacía calor. Pero ésa no es la verdadera razón. No quieres admitirte a ti misma que has hecho algo bajo mi orden hipnótica. En ese caso «racionalizarías», Sofía.
—Comprendo.