Su madre se levantó de la maleza y miró fijamente a su hija.
—¿No habrás vuelto a ver a ese filósofo?
—Pues sí. Ya te dije que le gusta mucho dar paseos.
—¿Vendrá a la fiesta?
—Sí, le hace mucha ilusión.
—A mí también. Estoy contando los días que faltan, Sofía.
¿Había un matiz irónico en la voz? Para asegurarse dijo:
—Menos mal que también he invitado a los padres de Jorunn. Si no, hubiera sido un poco violento.
—Bueno... de cualquier forma, yo quiero tener una conversación privada con ese Alberto, una conversación de adultos.
—Os dejaré mi cuarto. Estoy segura de que él te va a gustar
—Hay algo más. Ha llegado una carta para ti.
—Bueno...
—Lleva el matasellos del Batallón de las Naciones Unidas.
—Es del hermano de Alberto.
—Pero Sofía, ¡ya está bien!
Sofía pensó febrilmente. Y en un par de segundos le llegó una respuesta oportuna. Fue como si alguien le hubiera inspirado, echándole una mano.
—Le dije a Alberto que coleccionaba matasellos raros. Y a los hermanos se les puede utilizar para muchas cosas, ¿sabes?
Con esta respuesta consiguió tranquilizar a su madre.
—La comida está en el frigorífico —dijo la madre en un tono un poco más conciliador.
—¿Dónde esta la carta?
—Encima del frigorífico.
Sofía se apresuró a entrar en la casa. La fecha del matasellos era 15.6.90. Abrió el sobre, y encontró dentro una pequeña nota.
¿De qué sirve esa constante creación a ciegas
si todo lo creado simplemente desaparecerá?
Sofía no tenía ninguna respuesta a esa pregunta. Antes de sentarse a comer, dejó la nota en el armario junto con todas las demás cosas que había ido recogiendo durante las últimas semanas. Ya se enteraría de por qué le habían hecho esa pregunta.
A la mañana siguiente, Jorunn fue a hacerle una visita. Primero jugaron al badminton y luego se pusieron a hacer planes sobre la fiesta filosófica en el jardín. Tendrían que tener algunas sorpresas preparadas por si la fiesta decaía en algún momento.
Cuando su madre volvió del trabajo, seguían hablando de la fiesta. La madre repetía una y otra vez: «Esta vez no se escatimará en nada». Y no lo decía en un sentido irónico.
Era como si pensara que una «fiesta filosófica» era exactamente lo que Sofía necesitaba para volver a bajar a tierra después de esas intranquilas semanas de intensa formación filosófica.
Aquella noche lo planearon todo, desde las tartas y los farolillos chinos, hasta concursos filosóficos con un libro de filosofía para jóvenes de premio. Si es que había algún libro para jóvenes..., Sofía no estaba muy segura.
El jueves 21 de junio, cuando sólo quedaban dos días para San Juan, volvió a llamar Alberto.
—Sofía.
—Alberto.
—¿Qué tal?
—Perfectamente. Creo que he encontrado una salida.
—¿Una salida a qué?
—A lo que tú sabes. A esta prisión espiritual en la que ya llevamos demasiado tiempo.
—Ah, eso...
—Pero no puedo decir nada sobre el plan hasta no haberlo puesto en marcha.
—¿Y eso no será muy tarde? Tendré que saber en qué estoy participando, ¿no?
—Ay, qué ingenua eres. ¿No sabes que están escuchando todo lo que decimos? Lo más sensato sería, pues, callarse.
—¿Tan mal está?
—Claro que sí, hija mía. Lo más importante tiene que suceder cuando no hablemos entre nosotros.
—Ah...
—Vivimos nuestras vidas en una realidad ficticia detrás de las palabras de un cuento muy largo. Cada palabra es tecleada por el mayor en una barata máquina de escribir portátil. Por lo tanto, de lo que está escrito nada escapa a su atención.
—Entiendo. ¿Pero entonces cómo podríamos hacer algo a escondidas de él?
—¡Chsss,.. !
—¿Qué?
También sucede algo entre líneas. Allí es donde intento moverme con todo lo que tengo de doble fondo.
—Entiendo.
Pero tenemos que emplear juntos el tiempo que nos queda hoy y mañana. El sábado estallará. ¿Puedes venir enseguida?
—Iré ahora.
Sofía dio de comer a los pájaros y a los peces, buscó una gran hoja de lechuga para Govinda y abrió una lata de comida de gatos para Sherekan. Antes de irse, dejó el plato con la comida del gato en la escalera.
Luego se metió por el seto y cogió el sendero al otro lado. Cuando llevaba algún tiempo andando vio de repente un gran escritorio en medio de la maleza. Detrás del escritorio había un señor mayor. Parecía como si estuviera calculando algo. Sofía se le acercó y le preguntó su nombre.
El hombre ni siquiera se molestó en levantar la vista.
—Scrooge —dijo, y volvió a inclinarse sobre los papeles.
—Yo me llamo Sofía. ¿Eres un hombre de negocios?
Él asintió con la cabeza.
—E inmensamente rico. No quiero perder ni una corona, por eso tengo que concentrarme en la contabilidad.
—¡Qué aburrido!
Sofía le dijo adiós con la mano y prosiguió su camino. Pero había avanzado pocos metros cuando vio a una niña que estaba sentada completamente sola debajo de uno de los altos árboles. Iba vestida con harapos y parecía pálida y enfermiza. Al pasar Sofía, la niña metió la mano en una bolsita y sacó una caja de cerillas.
—¿Me compras una caja de cerillas? —preguntó.
Sofía buscó en el bolsillo para ver si llevaba dinero encima. Sí, por lo menos tenía una moneda de una corona.
—¿Cuánto cuestan?
—Una corona.
Sofía dio la moneda a la niña y se quedó parada con la caja de cerillas en la mano.
—Eres la primera persona que me ha comprado algo en más de cien años. Algunas veces me muero de hambre, otras me muero congelada.
Sofía pensó que no era extraño que no vendiera cerillas ahí en el bosque, pero luego se acordó del rico hombre de negocios al que acababa de ver No era necesario que esa niña muriera de hambre, cuando ese hombre tenía tanto dinero.
—Ven aquí —dijo Sofía.
Cogió a la niña de la mano y la llevó hasta el rico hombre de negocios.
—Tendrás que procurar que esta niña tenga una vida mejor —dijo.
El hombre, sin levantar apenas la vista de los papeles, contestó:
—Eso cuesta dinero, ya te he dicho que no quiero perder ni una sola corona.
—Pero es injusto que tú seas tan rico y que esta niña sea tan pobre —insistió Sofía.
—¡Tonterías! La justicia sólo se practica entre iguales.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Yo empecé con las manos vacías, tiene que merecer la pena trabajar ¡Eso es el progreso!
—¡Por favor!
—Si no me ayudas me moriré —dijo la niña pobre.
El hombre de negocios volvió a levantar la mirada de los papeles y golpeó la mesa con su pluma.
—No eres una partida en mi contabilidad. Vete a la casa de beneficencia.
—Si no me ayudas, incendiaré el bosque —prosiguió la niña pobre.
Finalmente el señor de detrás del escritorio se levantó, pero la niña ya había encendido una cerilla y la había acercado a unas pajas secas, que empezaron a arder instantáneamente.
El hombre rico levantó los brazos.
—¡Socorro! —gritó—. ¡El gallo rojo está cantando!
La niña le miró con una sonrisa burlona.
—Al parecer no sabías que soy comunista.
De repente habían desaparecido la niña, el hombre de negocios y el escritorio. Sofía se quedó sola, pero las llamas ardían cada vez con más intensidad en la hierba seca. Intentó ahogarlas pisándolas, y al cabo de un rato había logrado apagar todo.
—¡Gracias a Dios! —Sofía miró las hierbas ennegrecidas. En la mano tenía una caja de cerillas.
¿No habría sido ella misma la que provocó el incendio?
Cuando se encontró con Alberto delante de la cabaña le contó lo que le había pasado.
—Scrooge era un tacaño capitalista en Cuento le Navidad de Charles Dickens. Y a la niña de las cerillas la conocerás del cuento de H. C. Andersen.
—¿No es un poco extraño que me encontrara con ellos aquí en el bosque?
—En absoluto. Este no es un bosque normal y corriente, y ahora toca hablar de Karl Marx. Conviene que hayas visto un ejemplo de las enormes diferencias entre clases a mediados del siglo pasado. Entremos. Así estaremos al fin y al cabo, uno poco más resguardados de la intervención del mayor.
Se sentaron de nuevo delante de la mesa junto a la ventana que daba al pequeño lago. Sofía todavía recordaba la sensación que había experimentado al ver el lago, después de haber bebido de la botella azul.
Las dos botellas estaban sobre la repisa de la chimenea. En la mesa habían colocado una pequeña copia de un templo griego.
—¿Qué es eso? —preguntó Sofía.
—Todo a su debido tiempo, hija mía.
Y con esto Alberto comenzó a hablar de Marx.
—Cuando Kierkegaard llegó a Berlín en 1841, puede que se sentara al lado de Karl Marx para escuchar las clases de Schelling. Kierkegaard había escrito una tesis sobre Sócrates, y Karl Marx había escrito en la misma época una tesis doctoral sobre Demócrito y Epicuro, es decir sobre el materialismo de la Antigüedad. De este modo los dos habían señalado las direcciones de sus propias filosofías.
—¿Porque Kierkegaard se hizo filósofo existencialista y Marx materialista?
—Marx fue lo que se suele llamar un materialista histórico. Volveremos sobre este tema más adelante.
—¡Continúa!
—Tanto Kierkegaard como Marx utilizaron, aunque cada uno a su manera, a Hegel como punto de partida. Los dos están marcados por la manera de pensar hegeliana, pero los dos se oponen a su «espíritu universal», o a lo que llamamos idealismo de Hegel.
—Sería demasiado vago para ellos.
—Decididamente. Generalizando, decimos que la época de los grandes sistemas acaba con Hegel. Después de él, la filosofía toma caminos muy distintos. En lugar de grandes sistemas especulativos surgió una llamada «filosofía existencialista» o «filosofía de la acción». Marx observó que «los filósofos simplemente han interpretado el mundo de modos distintos; lo que hay que hacer ahora es cambiarlo». Precisamente estas palabras señalan un importante giro en la historia de la filosofía.
Después de haberme encontrado con Scrooge y la niña de las cerillas, no me cuesta nada comprender lo que Marx quería decir
—La filosofía de Marx tiene por tanto una finalidad práctica y política. También conviene recordar que no sólo era filósofo, sino también historiador, sociólogo y economista.
—¿Y fue un pionero en los tres campos?
—Al menos no hay ningún otro filósofo que haya tenido tanta importancia para la política práctica. Por otra parte, debemos cuidarnos de identificar todo lo que se llama «marxismo» con el pensamiento del propio Marx. De Marx se dice que se convirtió en marxista a mediados de 1840, pero más tarde también tuvo a veces necesidad de señalar que no era marxista.
—¿Jesús era cristiano?
—También eso se puede discutir, claro.
—Sigue.
—Desde el principio, su amigo y colega, Friedrich Engels, contribuyó a lo que más tarde se llamaría el «marxismo». En nuestro propio siglo Lenin, Stalin, Mao y muchos otros han hecho sus aportaciones al marxismo o «marxismo-leninismo».
—Entonces sugiero que nos atengamos al propio Marx. ¿Dijiste que era un «materialista histórico»?
—No era un «materialista filosófico», como los atomistas de la Antigüedad y el materialismo mecanicista de los siglos XVII y XVIII, pero pensaba que en gran medida son las condiciones materiales de la sociedad las que deciden cómo pensamos. También para la evolución histórica son decisivas las condiciones materiales.
—Bastante diferente al «espíritu universal» de Hegel.
—Hegel había señalado que la evolución histórica se mueve hacia adelante por una tensión entre contrastes, que a su vez es sustituida por un cambio brusco. Esta idea es continuada por Marx. Pero según Marx, Hegel lo expresaba al revés.
—¿Durante toda su vida?
—A la fuerza que impulsa la Historia hacia adelante, Hegel la llamaba «espíritu universal». Es esto lo que, según Marx, es poner las cosas al revés. Él quería mostrar que los cambios materiales son los decisivos. Por lo tanto, no son las «condiciones espirituales» las que crean los cambios materiales, sino al revés. Son los cambios materiales los que crean las nuevas condiciones espirituales. Marx subrayó especialmente las fuerzas económicas de la sociedad como las que crean los cambios y, de esa manera, impulsan la Historia hacia adelante.
—¿No puedes ponerme un ejemplo?
—La filosofía y la ciencia de la Antigüedad tenían una finalidad meramente teórica. No se tenía mucho interés por aplicar los conocimientos a mejoras prácticas.
—¿Y?
—Eso tenía que ver con la organización de la vida cotidiana económica en sí. La producción estaba más o menos basada en el trabajo de los esclavos. Por eso los ciudadanos finos no tenían necesidad de mejorar la producción mediante inventos prácticos. Éste es un ejemplo de cómo las condiciones materiales contribuyen a marcar la reflexión filosófica de la sociedad.
—Entiendo.
—A estas condiciones materiales, económicas y sociales de la sociedad, Marx las llamó base de la sociedad. A cómo se piensa en una sociedad, qué clase de instituciones políticas se tienen, qué leyes y lo que no es menos importante, qué religión, moral, arte, filosofía y ciencia, Marx lo llama supraestructura de la sociedad.
—Base y supraestructura, entonces.
—Ahora alcánzame el templo griego, por favor
—Aquí lo tienes.
—Esto es una copia reducida del viejo templo del Partenón de la Acrópolis. También lo has visto en la realidad.
—En vídeo, quieres decir
—Ves que el edificio tiene un tejado muy elegante y elaborado. Puede incluso que en lo primero que uno se fije sea en el propio tejado y en la fachada. Eso es lo que podríamos llamar la «supraestructura». Pero el tejado no puede flotar en el aire.
—Está sostenido por columnas.
—Todo el edificio tiene ante sí un sólido fundamento, o una «base», que soporta toda la construcción. De la misma manera Marx opinaba que las condiciones materiales levantan, en cierto modo, todo lo que hay de pensamientos e ideas en la sociedad. En este sentido la supraestructura de una sociedad es el reflejo de la base de la misma.
—¿Quieres decir que la teoría de las ideas de Platón es un reflejo de la producción de vasijas y del cultivo de vino?