El mundo (17 page)

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Authors: Juan José Millás

BOOK: El mundo
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Leídas despacio, tantos años después, aquellas notas formaban un tejido de coincidencias en las que habíamos vivido atrapados y cuyos hilos eran nuestras vidas. El lienzo se había deteriorado por sus bordes, como el cuaderno del Vitaminas, pero su trama, de la que yo formaba parte, permanecía intacta.

En aquellos momentos, yo coordinaba una colección de clásicos policíacos y de aventuras dirigida al público adolescente. Cada volumen incluía un epílogo que situaba la obra publicada en su contexto histórico y literario, ofreciendo asimismo una breve biografía del autor y una reseña que facilitaba la comprensión de la obra, orientando al estudiante de cara al comentario de texto. La iniciativa había sido un éxito, por lo que la demanda de personas capaces de escribir aquellos epílogos era creciente. María José aceptó ceñirse al formato que yo mismo le expliqué y se incorporó al grupo de colaboradores con resultados mediocres: entregaba siempre al borde de la fecha de cierre los textos, a los que yo tenía que colocar los acentos y las comas, signos de puntuación que quizá le parecían pequeño-burgueses, pues me lanzó una mirada de condescendencia cuando le rogué que pusiera más atención a estos aspectos. Sí demostró en cambio una habilidad especial para las relaciones públicas, pues sedujo a los directivos de la editorial y acabó dejando las clases para trabajar en el sector.

Durante esa época, y mientras consideró que me necesitaba, fue amable conmigo, incluso publicó una crítica sobre
Letra muerta
en la que calificaba aquella novela mía de excelente. Luego, a medida que sus relaciones editoriales se afianzaban, volvió a poner entre los dos la distancia habitual, que rubricó con una crítica demoledora sobre
Papel mojado,
otra novela mía de la época que, pese a su reseña, funcionó muy bien. En general, observaba frente a mí la actitud perdonavidas de los escritores que no escriben. La Historia, pese a sus esfuerzos, continuaba sin alumbrar al lector capaz de comprenderla, por lo que iba retrasando indefinidamente su proyecto de publicar (y quizá de escribir).

En la actualidad, y pese a sus sucesivos fracasos como responsable editorial, goza de la protección de un grupo en el que vegeta a la espera de la jubilación. Entretanto, publica críticas marxistas en medios marginales habiendo logrado crearse una pequeña reputación de intelectual perseguida. Predica un comunismo pintoresco, enemigo de la homosexualidad y adicto a los juicios sumarísimos, con el que se ha abierto un nicho de mercado en el que carece de competencia. Es, de todas las personas que he conocido, la que menos partido obtuvo del privilegio de ser zurda. No se casó ni tuvo hijos. Ya no hablamos nunca y cuando coincidimos en algún acto público, fingimos no reconocernos. Jamás me perdonó que la hubiera ayudado a salir adelante cuando volvió a Madrid.

Tampoco que, más tarde, le prestara un dinero que me pidió para pagar el alquiler y que me devolvió, cuando me había olvidado de él, a través de una tercera persona.

Al poco de publicar
Dos mujeres en Praga,
mi agente me pidió un relato de ciencia ficción para una revista argentina cuyo director se lo había solicitado encarecidamente. Le dije que no era mi registro, pero arguyó que se trataba precisamente de que escritores que no guardaban relación con el género se acercaran por una vez a él. Accedí finalmente por razones de cortesía y escribí un cuento en el que se narraba la historia de un alpinista que se extravía en medio de una tormenta de nieve.

Cuando anochece, y encontrándose ya a punto de perecer de frío, distingue en una de las paredes de la montaña una ventana de la que sale una luz amarilla. Aunque sólo puede tratarse de una alucinación, consigue ascender por las irregularidades de la pared, llena de placas de hielo, hasta alcanzar el espejismo y asomarse a él, distinguiendo al otro lado del cristal lo que parece el salón de una casa con una chimenea en la que arde un tronco de leña. También ve, sentada en una butaca de cuero, a una mujer que sostiene un libro en la mano derecha y una copa de vino en la izquierda. A los pies de la mujer reposa un perro grande. A través de la ventana que separa el mundo del alpinista del de la mujer llegan las notas de un violín procedentes de lo que parece un aparato de alta fidelidad situado al lado de la chimenea.

El escalador, al borde ya del desfallecimiento, golpea el cristal para llamar la atención de la mujer, que levanta los ojos con expresión de extrañeza. Al poco, y dado que no distingue bien lo que ocurre, se levanta de la butaca, va hacia la ventana y la abre descubriendo con cierta sorpresa al hombre que se encuentra al borde del desfallecimiento. Impulsada por un movimiento reflejo, le ayuda a penetrar en el salón, cerrando la ventana tras él, pues el viento ha alcanzado tal violencia que amenaza con inundar de nieve la vivienda.

Tras ayudarle a despojarse de las prendas propias de un alpinista, le sirve un consomé caliente mientras el hombre le cuenta que había salido con idea de coronar una cumbre, cuando le sorprendió una tormenta que no habían anunciado los partes meteorológicos. En apenas unos minutos la nieve creció medio metro y tuvo que buscar amparo en una grieta. Tras ponerse el sol, las temperaturas habían caído en picado, sin darle tiempo a buscar un refugio para pasar la noche. Y en éstas, cuando daba por seguro que había llegado su fin, descubrió en medio de la montaña una ventana iluminada que logró alcanzar haciendo acopio de sus últimas energías.

Como es lógico, el hombre está seguro de encontrarse dentro de una alucinación que tiene lugar mientras agoniza de frío en la grieta en la que sin duda permanece encajado al modo de una cucaracha. Pero como la casa es tan acogedora, la mujer tan amable, el perro tan manso y el fuego tan caliente, decide fingir que se cree lo que le pasa. Después de todo, ¿qué tiene que perder? Le sorprende, no obstante, que a la mujer no le parezca extraña la situación, pues pasado el primer movimiento de asombro da la impresión de estar viviendo algo, si no completamente normal, posible.

Pasadas las horas, el hombre sospecha que al atravesar aquella ventana ha atravesado también una dimensión de la realidad. Se encuentra, en efecto, en una época que no es la suya. La casa parece estar situada en una especie de no-lugar. Lo advierte al darse cuenta de que la mujer no entiende determinadas referencias geográficas que él cita cuando le narra su aventura. La vivienda posee adelantos que si bien se intuían en la época de la que viene el hombre, aquí constituyen una realidad material. La sospecha de que ha ido a caer en una época más avanzada que la suya desde el punto de vista tecnológico se confirma cuando la mujer le invita a pasar la noche en la casa, ofreciéndole la habitación de invitados, cuya ventana, sorprendentemente, da a una playa del Caribe. Bastaba cambiar de habitación para cambiar de clima y de paisaje. Cuando el hombre se queda solo, abre la ventana y escucha el rumor del mar, que viene de allá abajo, junto a un olor muy intenso a algas y una humedad característica del trópico. Deduce entonces que se encuentra en el interior de una vivienda cuyos adelantos virtuales permiten que cada una de las habitaciones se asome a un panorama diferente, en función de los deseos del inquilino. No obstante, y agotado como está por la experiencia de la nieve, se acuesta y duerme ocho horas seguidas.

Al día siguiente, tras pasar por el cuarto de baño e incorporarse al desayuno, advierte que su presencia produce en la dueña de la casa una incomodidad que no había percibido la noche anterior.

Tras investigar las causas con cautela, deduce que la mujer le había tomado por un elemento virtual más del paisaje que se apreciaba desde el salón. Pero al darse cuenta de que tenía verdaderas necesidades fisiológicas y que producía la misma suciedad que un hombre analógico, comprende que su presencia es el producto de un error, de un cruce de dimensiones, de un desajuste mecánico que no formaba parte del proyecto original de la vivienda, por lo que decide telefonear a sus constructores para informales sobre lo sucedido. Los constructores llegan, analizan al visitante y alcanzan en seguida la conclusión de que se trata, en efecto, de una anomalía que corrigen fumigándolo con un líquido que le hace desaparecer. El montañero se llamaba Juan José y la dueña de la casa María José. Pero podía haber sido al revés. Uno de los dos vivía en la dimensión equivocada.

Cuarta parte
La academia

Tras aquel «Tú no eres interesante (¿para mí?)», y el cese voluntario de mis actividades como agente de la Interpol, la opacidad se acentuó. Era opaco el patio del colegio; eran opacos los curas y los compañeros; opacos los libros de texto; opacos mis hermanos y los confesionarios y las absoluciones; opacas las misas; eran opacos Dios y el diablo y opacas las horas de la vigilia y el sueño; el frío era opaco y opacas las discusiones de mis padres; opacos los bultos de todos los pasillos y opacas las acelgas que se manifestaban cada noche en los opacos platos desportillados de la cena. Era opaco yo, entre las sábanas, y opacas las manos con las que me tapaba desesperadamente los oídos para no escuchar las peleas de los mayores. Eran opacas mis fantasías sexuales y opaco mi sexo. Eran también opacos los meses y los años, que pasaban unos detrás de otros, como la procesionaria. Era opaco el futuro.

Entonces estrené unas botas de color marrón. No sé cómo llegaron a casa ni por qué fueron directamente a mis pies, pero se trataba de la primera vez que estrenaba algo, por lo que cada minuto del día era consciente de ellas. Me llegaban hasta el tobillo, de forma que ceñían todo el pie, transmitiendo una rara sensación de seguridad al resto del cuerpo. Proporcionaban a mis piernas una ligereza sorprendente, como si estuvieran impulsadas por un aliento invisible. En uno de los cromos de la colección sobre el FBI y la Interpol salía un zapato cuyo tacón se desplazaba hacia un lado dejando al descubierto un receptáculo secreto, donde se podían esconder un microfilm y una cápsula de cianuro. Los tacones de mis botas tenían un grosor semejante al del zapato del cromo, pero no eran móviles. A mí me gustaba imaginar que el interior contenía un pequeño motor que aminoraba la fuerza de la gravedad. ¿Cómo explicar, si no, la ligereza que adquiría cuando las llevaba puestas?

Se acoplaban al cuerpo como la masa al molde. En mi fantasía constituían una extensión de mi piel, de tal manera que por la noche, más que quitármelas, me las tenía que extirpar. Debido al uso intensivo al que las sometí y a su probable mala calidad, pronto se manifestó sobre su superficie un conjunto de grietas que yo intentaba aliviar aplicando sobre ellas, a modo de ungüento curativo, una capa de jabón de cocina. Pese a mis cuidados, las grietas no tardaron en convertirse en heridas abiertas por las que asomaban, a manera de vísceras, los calcetines. Guardo un recuerdo muy penoso de la agonía de aquellas botas fabulosas.

Un día nos echaron a un compañero y a mí de clase, por hablar. Salimos del aula y nos sentamos en el suelo, junto a la puerta, con la espalda apoyada en la pared y las piernas extendidas, como un par de cómplices. Me dijo que había en su casa una granada de mano de la guerra que le gustaría enseñarme, pero que su padre le tenía prohibido sacarla a la calle. Le indiqué que podía ir yo a verla.

Entonces, observando críticamente mis botas, heridas ya de muerte, apuntó:

—Es que mi casa es de mucho lujo.

Con frecuencia, el enemigo de clase es tu compañero de pupitre. «Mi casa es de mucho lujo» parecía una variante del «Tú no eres interesante (para mí)». Si uno es capaz de imaginar a lo que se llamaba lujo en aquella época y en aquel suburbio, tampoco tendrá dificultades para hacerse cargo del estado alcanzado por mis heroicas botas, que morirían puestas, en acto de servicio, después de que se hubiera practicado sobre ellas una forma de encarnizamiento terapéutico que incluyó decenas de intervenciones quirúrgicas y varios trasplantes de órganos procedentes de otros zapatos muertos.

Tengo desde aquella experiencia la convicción de que el calzado es, de todas las prendas de vestir, aquella que cuenta con una vida propia más activa. Le rendí homenaje en
No mires debajo de la cama,
novela sobre un matrimonio de zapatos a la que guardo un afecto especial.

Mi casa es de mucho lujo. Yo no era uno de ellos. Yo no era de allí. Pero de dónde era.

Entonces cayó en mis manos un ejemplar de la revista
Selecciones del Reader’s Digest,
publicación de carácter popular que incluía novelas condensadas, para facilitar su lectura. La abrí en algún instante de aburrimiento y tropecé con el relato de un hombre que al vaciar la casa de su madre muerta tropieza con una carpeta llena de recortes de periódicos escondida en una especie de doble fondo de un armario. El hombre, sentado en el borde de la cama de su madre, comprueba que proceden de periódicos de hace cuarenta años y que se refieren a un suceso que, a juzgar por el tamaño de los titulares, debió de provocar en su día una gran conmoción social. Daban cuenta, en fin, del secuestro, llevado a cabo a plena luz del día y en una calle céntrica, de un recién nacido al que su cuidadora había dejado en la puerta de un comercio, dentro de su cochecito, mientras entraba a comprar el pan. Cuando instantes después volvió a salir, había desaparecido. El cochecito se encontraría más tarde abandonado en un callejón, sin rastro del bebé.

Los recortes estaban ordenados cronológicamente, de modo que la historia se leía casi como una novela por entregas. El bebé pertenecía a una familia adinerada cuyos padres, a través de la prensa, apelaban de manera periódica a los sentimientos de los secuestradores para que les devolvieran a la criatura. Pasado el primer mes, la policía empezaba a desconfiar de que apareciera, pues durante ese tiempo nadie se había dirigido a la familia pidiendo dinero, de donde se deducía que o bien no se trataba de un secuestro con fines económicos o bien los raptores, asustados por la repercusión del suceso, se habían deshecho del niño. Dadas las influencias de los padres y la alarma provocada por el caso, no se dejaba por investigar una sola vía, pero todas, unas detrás de otras, conducían a sucesivos callejones sin salida. Con el paso del tiempo, la noticia iba pasando a un segundo plano, aunque durante algunos años, coincidiendo con el aniversario del rapto, se entrevistaba de nuevo a los padres, que manifestaban la convicción de que su hijo continuaba vivo en algún sitio.

A medida que el protagonista de la novela lee aquellos recortes, va comprendiendo que el niño raptado era él. Y que la secuestradora fue la mujer a la que había tomado por madre, cuyo fallecimiento acababa de llorar.

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