Authors: Juan José Millás
Una de aquellas atroces tardes de domingo tomé la decisión de no ir al día siguiente a la academia. Recuerdo aquel lunes como un conjunto de escenas de una película cuyo actor era yo. Me levanté con el cuerpo aterido, lo que era habitual, desayuné con el resto de mis hermanos (un confuso conjunto de sombras), me crucé la bufanda sobre el pecho, la sujeté con la chaqueta (una chaqueta heredada, que hacía también las veces de abrigo) y salí a la calle tomando la dirección opuesta a la del colegio. Caminaba pegado a la pared, como un prófugo, temiendo encontrarme con algún compañero o algún adulto que me hicieran desistir de aquella rara decisión, pues yo no era así, yo no era tan valiente, yo no había hecho novillos en la vida, aquello no formaba parte del repertorio de acciones que era capaz de llevar a cabo. Se trataba además de una decisión sin horizonte, pues qué pasaría cuando se dieran cuenta en la academia, cuando se lo comunicaran a mis padres, qué pasaría al día siguiente y al día siguiente del día siguiente… No creo que entonces conociera la expresión «huida hacia delante», pero aquello era una fuga de este tipo.
De modo que ahí estoy, con mis pantalones cortos y mis calcetines largos. Me he levantado las solapas de la chaqueta heredada, para ofrecer mayor resistencia al frío. Llevo unos guantes de lana rotos, por cuyos extremos asoma la punta de los dedos y cargo a la espalda con una mochila que ha hecho mi padre en su taller, una mochila que fue el regalo de Reyes del año pasado. Tiene remaches por todas partes. Los agujeros de las correas están hechos con una herramienta llamada sacabocados que a la muerte de mi padre llegó casualmente a mis manos. Sacabocados, parece el nombre de un personaje de cuento infantil. Un día estuve haciendo agujeros con ella en un cinturón de piel toda la tarde, lo que me proporcionaba un placer absurdo, semejante al de reventar burbujas. Tengo la herramienta ahí, guardada en un cajón situado encima del receptáculo donde conservo las cenizas de mis padres, de quienes eran mis padres aquel lunes en el que yo salí a la calle y tomé la dirección que no era. Cojeaba al revés, cargando el peso del cuerpo sobre la pierna mala, sobre el pie herido por el clavo de la suela del zapato, el clavo que tenía que haber acabado conmigo, pues decir tétanos era decir muerte.
Aunque ha pasado tanto tiempo, continúo corriendo calle abajo para huir de la vergüenza que me producían las palizas de la academia. Escribo estas líneas a la misma hora, más o menos, de la huida. Mientras el cursor de la pantalla se mueve de manera nerviosa (porque escribo deprisa, escribo como huyo, con la cabeza agachada y una expresión de sufrimiento infinito en el rostro), suena una música de violín (Bach) que he puesto en el reproductor de música. Habitualmente no escribo con música, porque me distrae, pero hoy la he puesto porque no me sentía con fuerzas para contar la historia de aquel lunes. La he puesto para que me distrajera, pero en lugar de eso está marcando el ritmo con el que golpeo las teclas, que suenan bajo mis dedos como las gotas de agua que empezaron a caer aquel lunes por la mañana sobre la calle, al poco de que emprendiera mi huida. Suenan como los clavos sobre el ataúd. Tuve que detenerme debajo de una cornisa por culpa de la lluvia y desde allí observé a la gente apresurarse. Había algún paraguas, no muchos, porque el paraguas era un artículo de lujo en aquella época, en aquel barrio al menos. De modo que escucho a Bach y oigo al mismo tiempo las gotas de lluvia, unas gotas muy gruesas que golpeaban contra el empedrado irregular de la calle, todo ello al ritmo con el que las yemas de mis dedos caen ahora sobre el empedrado del ordenador, fingiendo escribir, cuando en realidad están clavando los clavos de un ataúd en el que pretendo encerrar definitivamente aquellos años, los clavos de un libro que debería tener la forma de un féretro. Cuando lo acabe, cuando acabe este libro, o este sarcófago, arrojaré las cenizas de mis padres al mar y me desprenderé a la vez de los restos de mí mismo, de los detritos de aquel crío al que hemos abandonado debajo de una cornisa, con sus pantalones cortos, sus calcetines largos, su angustia masiva, su falta de futuro, un crío con toda su muerte a las espaldas. Un crío que me produce más rabia que lástima porque no me pertenece. Es imposible que este hombre mayor que escucha a Bach mientras golpea con furia el teclado del ordenador haya salido de aquel muchacho sin futuro. Podría presumir de haberme hecho a mí mismo y todo eso, pero lo cierto es que resulta imposible entender lo que soy a partir de lo que fui. O soy irreal yo o es irreal aquél. Me viene a la memoria la escena de
Blade Runner
en la que los replicantes observan las fotos de sus padres falsos, de sus hermanos falsos, de sus abuelos falsos, al tiempo que construyen una historia familiar falsa (todas lo son). Sospecho desde hace algún tiempo que todos nosotros, también usted, lector, somos replicantes que ignoramos nuestra condición. Nos han dotado de unos recuerdos falsos, de una biografía artificial, para que no nos demos cuenta de la simulación. En el reparto, me ha tocado la infancia de aquel niño al que hemos abandonado debajo de una cornisa, en los primeros y últimos novillos de su vida.
Lo misterioso es que ocurren las dos cosas a la vez. Estoy aquí escribiendo, con Bach al fondo, y estoy allí, debajo de la cornisa, observando la lluvia. A veces, sucede una cosa después de otra, pero en el orden que no es: primero soy mayor y estoy escuchando a Bach, y luego soy pequeño y me muero de frío debajo de la cornisa. El orden cronológico, por lo que a mí respecta, es tan arbitrario como el alfabético: una convención que en mi cabeza no funciona todos los días. Hoy no funciona.
Por eso estoy aquí y allí de forma simultánea. Allí, para no llamar la atención, me he puesto a caminar debajo de las cornisas. De tanto en tanto, los días de lluvia, las cornisas se desprenden y matan a alguien. Si no funciona el clavo del zapato, si tampoco funciona el brasero, que funcione al menos la cornisa. Miro hacia arriba y veo un edificio húmedo, de ladrillo gastado y sucio, como la pared de un patio interior. Así era mi barrio entonces, como un patio interior, un patio interior por el que me muevo como un ratón ciego por un laberinto, buscando refugio en los portales.
Si me mojo, podría morirme de una pulmonía, pero les daré una oportunidad más a las cornisas. Si no se desprende ninguna, me mojaré. Cuento cien pasos buscando las casas más deterioradas, con los remates en peor situación. Después de esos cien, cuento otros cien más y luego otros cien (siempre hago los ritos en series de tres). Pero no pasa nada. Sigo vivo, vivo y sufriente. Entonces salgo a la calzada y comienzo a caminar debajo de la lluvia. Era noviembre, quizá primeros de diciembre, como ahora, mientras escribo este capítulo atrapado en el desorden cronológico. El agua caía helada y empapaba cruelmente la chaqueta. Algunas gotas se colaban por el cuello y bajaban por las paredes del patio interior de mi cuerpo. Todo era patio interior en aquel mundo, incluida mi espalda.
Atravesé el descampado donde hoy se encuentran las calles de Clara del Rey y Corazón de María y me dirigí hacia las cercanías del colegio Claret, donde había estudiado, es un decir, hasta el curso anterior. Tenía la esperanza de encontrar abierta la puerta del patio para colarme desde él en la iglesia, pero estaban todos los accesos cerrados, parecía una fortaleza. Vi las ventanas de las clases con las luces encendidas, pues la mañana estaba tan oscura que parecía la tarde. Entonces se me ocurrió buscar refugio en la parroquia, de modo que subí por Cartagena hacia López de Hoyos.
Había comprendido que tampoco iba a ser sencillo matarse de aquel modo. De hecho, no podía mojarme más de lo que ya estaba. Ni podía tener más frío. No me era posible sufrir más. Lloraba de tanto sufrimiento, sorprendido de que las lágrimas y las gotas de lluvia se confundieran. La gente me miraba.
Estuve sentado en un banco de la parroquia una hora, quizá dos, no sé. Quizá estuve un cuarto de hora que parecieron siete. No tenía reloj. Los niños, en aquella época, preguntábamos la hora a los adultos, pero temía que si preguntaba la hora se extrañaran de que no estuviera en el colegio. Recé a Dios, a la Virgen, a los santos. Me arrodillé frente a un crucifijo extrañamente realista al que le pedí que hiciera algo para dar fin a aquella situación. Recuerdo, en medio de un contexto tan trágico, haberme preguntado irónicamente que a quién se me ocurría pedir ayuda: a un sujeto al que habían azotado, escupido y crucificado. Y eso que era hijo de Dios. Intuí que había en la situación algo cómico, pero lo censuré en seguida.
Luego anduve por esa red de calles que había alrededor del mercado, peligrosamente cerca de la academia. ¿Y si me presentara allí con toda naturalidad? Me he dormido, diría. ¿Se atreverían a pegar a un niño con las ropas mojadas, con el pelo chorreando, con todo el cuerpo temblando de frío y miedo? Quizá les diera pena. Pero la pena, ya lo había comprobado, excitaba más a nuestros torturadores.
Finalmente, mis pies decidieron volver a casa sin encontrar demasiada resistencia en mi cabeza.
Mi madre, al verme entrar, preguntó espantada que de dónde venía:
—No he ido a la academia —dije sorbiéndome los mocos y las lágrimas y el agua de la lluvia.
—¿Por qué?
—Porque me pegan.
Mamá me quitó la ropa, me envolvió en una manta y me secó el pelo con una toalla. Luego me dio una taza de algo caliente y encendió el brasero de la mesa camilla, a la que estuve sentado el resto de la mañana. En un momento dado apareció con el calcetín lleno de sangre coagulada.
—¿Qué es esto? —dijo.
—Nada —dije yo.
Me pidió que le enseñara el pie.
—¿Por qué no has dicho nada? —preguntó al ver la herida.
—Para que me diera el tétanos —dije y me puse a llorar.
Cuando me calmé, aseguró que hablaría con el padre Braulio, para que no me volvieran a pegar.
Había en su voz un tono de condescendencia, como si yo exagerara o fuera demasiado sensible.
Comprendí que aquello sólo era una tregua y tuve más miedo que antes.
Me habría gustado soñar este capítulo, escribirlo bajo hipnosis. Me lo he llevado días y días a la cama, dentro de la cabeza, para ver si lograba que atravesáramos juntos la frontera de la vigilia. Pero los guardianes del sueño lo detectaban al atravesar el arco de seguridad, como los vigilantes del aeropuerto detectaron en su día las cenizas de mis padres, y me lo arrebataban. No he podido soñarlo, en fin. Pero tampoco podía dejar de escribirlo. Me pongo a ello ahora. Son las cuatro de la madrugada y acaba de despertarme el timbre de la puerta. He bajado a abrir con precipitación, pensando que Alejandro o Juan habían salido de casa sin la llave, pero, como en otras ocasiones, el timbre sólo había sonado dentro de mi cabeza.
La casa, a estas horas, parece otra, quizá «la otra», la que hay oculta dentro de ella, su inconsciente. Es idéntica y distinta a la del día, como si fuera la casa que hay al otro lado del espejo grande que tenemos en el salón. Todo adquiere un significado diferente a estas horas, todo da miedo.
También yo me doy miedo. ¿Por qué este sueño repetido de que el timbre suena en medio de la noche? ¿Por qué no soy capaz, al despertarme, de distinguir si ha sonado dentro o fuera de mi cabeza? ¿Acaso espero a alguien que no llega? En todo caso, sé que no volveré a dormirme, de modo que me pongo sobre el pijama un albornoz de baño y sin hacer ruido, para no despertar a Isabel, subo a la buhardilla. Mientras el ordenador se pone en marcha, observo con pánico los libros. Algunos, sobre todo los de poesía, llevan conmigo desde la adolescencia. Me han acompañado a lo largo de la vida de una casa a otra, hemos crecido juntos. Sus páginas dejan un tacto raro en la yema de los dedos porque están hechas de una pasta química que envejece mal. Quizá si pusiera un poco de música lograría aliviar la tensión. Pero la música no me dejaría escuchar los ruidos que salen de las habitaciones (de las habitaciones de mi cabeza) a estas horas en las que todo es excéntrico respecto a la norma.
Mi madre, lógicamente, debió de relatar el suceso de los novillos a mi padre. Pero éste no me dijo nada, quizá por indicación de ella. Sí noté que durante los siguientes días me observó con algo de piedad, de lástima, quizá de angustia, como si me considerara inhábil para la vida o se preguntara, al mirarme, qué iba a ser de mí con aquella sensibilidad enfermiza. Esto mismo me preguntaba yo, qué iba a ser de mí, pues si los primeros días después de este episodio los profesores me trataron como si fuera invisible (lo que constituía otro modo de tortura), poco a poco fui apareciendo de nuevo en su campo de visión y volvieron los malos tratos.
Un día mi madre me preguntó qué tal iban las cosas en la academia. Le dije que iban bien porque no soportaba la humillación de reconocer de nuevo que me pegaban, pero lo cierto era que sí, que habían vuelto donde solían, de modo que todos los días de mi vida me acostaba soñando con no despertar. Pero me despertaba para entrar en una vigilia alucinada, una vigilia en la que todo adquiría una relevancia especial, como la que debe adquirir el mundo para el condenado a muerte, mientras camina hacia el cadalso. Si durante el desayuno se posaba una mosca sobre el mantel, yo veía los movimientos de la mosca como a través de una lupa. Si se precipitaba una gota de leche al suelo, a mí me era dado observar la caída a cámara lenta. Si me cruzaba con un ciego por la calle, se me quedaban anormalmente grabados los movimientos de la punta de su bastón sobre el empedrado. Cuando llegaba a clase, tenía la cabeza llena de imágenes absurdas —la mosca, la gota de leche, la punta del bastón— que sin embargo funcionaban como un extraño modo de defensa frente a aquella realidad hostil. Había aceptado como algo irremediable que aquel curso lo pasaría en la academia, por lo que puse todas mis energías en encontrar el modo de librarme de ella al siguiente. Si no lo lograba, me suicidaría durante el verano.
Por aquellos días vino a vernos el hermano pequeño de mi madre, que era misionero y estaba destinado en África. Merendó con nosotros, nos hizo unos juegos de manos con cartas y monedas y desapareció. Esa noche le oí decir a mi madre que lo más grande que podía sucederle a una mujer era tener un hijo sacerdote (y misionero). Ya se lo había escuchado otras veces, pero en aquella ocasión adquirió un significado especial (como las moscas, las gotas de leche, los bastones de ciego). De súbito, vi una grieta por la que escapar de la academia, de la calle, de la familia, de la vida. No obstante, me tomé mi tiempo, de un lado para que no se notara que se trataba de una fuga; de otro, supongo, porque necesitaba digerirme como sacerdote. Nunca había tenido fantasías muy concretas sobre mi futuro y entre ellas no figuraba desde luego la de entregar mi vida a Dios. Pero si ingresaba en la orden del tío Camilo (los Oblatos del Corazón de María), quizá acabara también en África o en Sudamérica, lo que en cierto modo era estudiar para aventurero.