Authors: Juan José Millás
Todo este mundo imaginario me alejó aún más de los estudios y de la realidad, pero me permitió llevar una doble vida, pues ahora era lector como antes había sido agente de la Interpol: de forma clandestina, y ese secreto me aliviaba de las penalidades de mi existencia oficial. Así llegó el verano y con él una abundante cosecha de suspensos, por lo que mis padres me matricularon en la misma academia de nuestra calle en la que Luz estudiaba mecanografía y taquigrafía. Fue entonces cuando averigüé que tales enseñanzas formaban parte de unos estudios más amplios (Secretariado) en los que había una materia —hecha de retales de las asignaturas del colegio— llamada Cultura General.
Gracias a ella Luz y yo empezamos a coincidir en las clases de gramática, una de cuyas actividades principales era el dictado.
Milagrosamente, el profesor me colocó a su lado, en un banco de las últimas filas que parecía un híbrido entre mesa y pupitre. Yo llevaba pantalón corto y Luz falda. Mientras escribíamos, mi pierna izquierda y su derecha se aproximaban y permanecían juntas, en una suerte de caricia prolongada, sin que nada, por encima del mueble híbrido, delatara esta actividad subterránea. Actuábamos como si la parte inferior del cuerpo fuera autónoma respecto a la superior. Por arriba sucedían unas cosas y por abajo otras, así de simple.
Y así de complicado también, pues cuando en los descansos me acercaba a Luz, esperando reconocer en sus ojos o en sus labios la pasión que evidenciaban sus piernas, sólo encontraba indiferencia, cuando no un grado de hostilidad indudable. Me trataba con cierto desprecio, como a un crío pequeño. Llegué a pensar que su cabeza no era consciente de lo que hacían sus extremidades, lo que tampoco resultaba excepcional en un mundo tan compartimentado como el nuestro, un mundo en el que siempre había una vida oculta en el interior de la manifiesta. Comprendí oscuramente que la realidad estaba dividida en dos mitades (una de ellas invisible) que, pese a ser complementarias, estaban condenadas a no encontrarse.
Fue un verano raro, dominado por la extrañeza que me produjo esta división corporal (y sentimental) de la existencia. Era como si nuestras sombras se amasen y nuestros cuerpos se ignoraran. ¿Sería posible una situación semejante? Por las noches, en la cama, imaginaba que mi sombra y la de Luz se encontraban a escondidas en algún callejón del barrio, bajo aquellos faroles de gas que proporcionaban al mundo una dimensión moral inexplicable, y se amaban locamente con todo su cuerpo y no sólo con la mitad de él. El relato fue creciendo noche a noche, insomnio a insomnio, dentro de mi cabeza, hasta alcanzar un punto de delirio en el que nuestras sombras se casaban y tenían hijos. Y así ocurrió, en cierto modo, pues cuanto más se acercaban nuestras piernas más alejados estaban nuestros rostros. Más tarde, siempre que pensaba en Luz, imaginaba a su sombra y a la mía llevando una vida feliz y oculta en algún sótano de la ciudad, con sus hijos y nietos, protegidos por una red familiar que comenzó a tejerse entonces.
Un día, hace tres o cuatro años, estaba firmando en la Feria del Libro de Madrid, cuando se acercó una señora (digo «señora» en el peor sentido de la palabra) y me pidió que le dedicara un título.
—¿Para quién es? —pregunté.
—Para Luz —dijo.
Yo escribí la fórmula habitual («con mi sincero afecto» o algo semejante) y se lo devolví.
—¿No me has reconocido? —añadió ella entonces.
La observé y supe al instante, como en una revelación, que se trataba de la Luz de aquellos años, aunque ni en su cuerpo ni en su mirada quedaba nada de ella. Le faltaba un diente, a cuya oquedad, mientras hablábamos, se dirigían una y otra vez mis ojos de manera fatal. Pero a ella no parecía importarle, no era consciente de aquella ausencia ni de su desaliño general. Me contó que se había casado con un idiota del barrio del que me dio pelos y señales hasta que fingí saber de quién me hablaba. Luego, tras una pausa algo dramática, recordó los roces de nuestras piernas durante los dictados. Le rogué que se callara porque me parecía una profanación que viniera a reconocer con tantos años de retraso lo que había sucedido debajo del pupitre (en la otra mitad de la realidad o del mundo).
—Cállate —le pedí.
—Pues me callo —dijo ella con un punto de insensibilidad atroz. Luego, como había un grupo de personas aguardando su turno, anunció que se marchaba no sin antes preguntar si tenía que pagar el libro o se lo regalaba.
—Te lo regalo —dije haciendo una seña al librero.
La vi alejarse, bamboleándose un poco, como si tuviera un problema de caderas. Busqué en el suelo su sombra, pero no se la encontré, pese a que hacía mucho sol. Al llegar a casa, me encerré en el cuarto de baño y lloré no por Luz ni por mí, sino por las células. Eso es lo que me dije absurdamente frente al espejo. Lloro por todas y cada una de las células del cuerpo humano. Lo dije con la convicción de que la célula, en biología, es la unidad fundamental de los seres vivos; con el conocimiento de que está dotada de cierta individualidad funcional; con la conciencia de que sólo es visible al microscopio.
Y mientras el mundo de las sombras, o de las células, se organizaba a su manera, el mundo de la realidad evolucionaba hacia el desastre, pues tampoco en septiembre aprobé nada de lo suspendido en junio.
Entonces ocurrió algo que cambió mi vida. Como sucede en las catástrofes históricas (y en las grandes migrañas), todo empezó con un aura, con un rumor, con un movimiento telúrico apenas apreciable en la zona alta de la realidad. Unos meses antes, al otro lado de López de Hoyos (en Mantuano esquina a Pradillo), se había abierto una academia especializada en repetidores cuyos métodos, según decían, había hecho milagros en los exámenes de septiembre. Enterados mis padres, decidieron matricularme en ese centro cuyo propietario y director era un cura (el padre Braulio) de enorme barriga y rostro hinchado, recorrido por infinidad de líneas rojas y violetas que evocaban el abdomen de algunos insectos, un rostro que he vuelto a distinguir a lo largo de la vida en algún tipo de alcohólico, no en todos. Cuando fuimos mi madre y yo a verlo, nos recibió en medio de la calle y nos habló con las manos metidas en los bolsillos de la sotana, mostrando exageradamente la barriga, como si estuviera orgulloso de su volumen. Había en su actitud un punto de grosería consciente, una brutalidad intencionada. Tras intercambiar unas palabras con mi madre me observó de arriba abajo, como a una mercancía, y emitió un veredicto incomprensible:
—Tiene buen corte.
Lo diré rápido: aquello no era una academia, era un centro de tortura. El padre Braulio tenía dos secuaces —una mujer y un hombre— cuyos nombres no recuerdo: la mujer daba matemáticas y francés, creo; el hombre, el resto de las asignaturas. Bastaba cometer la mínima falta para que te pegaran, juntos o por separado. Los tres disponían de diversos elementos de tortura colocados amenazadoramente sobre su mesa. El más doloroso y degradante, al menos para mí, era una vara larga y flexible con la que, una vez puesto de rodillas, de cara a la pared y con los brazos en cruz, te azotaban los muslos y las nalgas. Yo me moría de vergüenza cuando me pegaba la mujer y de rabia cuando me pegaban el cura o el hombre. El dolor físico, atroz, se transformaba, apenas regresaba al pupitre, en un malestar moral que me acompañaba todo el día. Y aunque intentaba no llorar, siempre acababa moqueando como un bebé, igual que el resto de mis compañeros, incluidos los más duros.
Entre las formas de tortura aplicadas por la mujer, había una consistente en tirarte de las orejas hasta llegar al límite del desgarramiento. No podías levantar las manos, para protegerte, porque aumentaba la presión. Lo hacía atrayendo la cabeza hacia su cuerpo, de manera que te obligaba a rozar tu rostro con sus tetas, que eran grandes y bien formadas.
Supe en seguida, aunque de un modo oscuro, que la academia era para aquellos tres pervertidos un burdel cuya tapadera era la enseñanza. Al evocar las escenas de tortura en medio de la noche, comprendía de manera confusa que la rara expresión de aquellos rostros, mientras se empleaban contra nuestros frágiles cuerpos, era de goce sexual, de éxtasis venéreo. Nosotros éramos quebrantables, delgados y llevábamos pantalones cortos. La mirada de nuestros torturadores se perdía frecuentemente, mientras nos azotaban, en la zona de los muslos donde terminaban aquellos pantalones. A veces, jugaban a la generosidad y te pedían que eligieras el modo de tortura, que escogieras, como el que dice, entre la horca o el fusilamiento. Tú estabas de pie, frente al cura o frente a la doña (a veces frente a los dos, pues no era raro que organizaran orgías colectivas) y tenías que elegir entre ponerte de rodillas con los brazos en cruz y recibir una serie de azotes en los muslos, u ofrecerles primero una mano y después la otra, con todos los dedos reunidos apuntando hacia arriba, para ser golpeado en ellos con una regla especial que proporcionaba un dolor infinito sin dejar señal alguna. En estas ocasiones se permitía que los compañeros del torturado le aconsejaran a gritos una forma u otra de martirio.
Las sesiones de tortura constituían verdaderas clases de iniciación al sexo, por lo que tampoco era difícil percibir entre los rostros de los compañeros un reflejo de la excitación de origen venéreo que advertíamos en los profesores. Por decirlo de un modo humorístico, allí se practicaba realmente la disciplina inglesa que como representación se lleva a cabo en los burdeles. Algunos días el padre Braulio aparecía en el colegio ciñendo la sotana con unas correas que formaban parte del hábito y que más tarde veríamos también en las películas pornográficas. Era, hablando en términos de lupanar, un amo. El castigo físico, frecuente en la época, lo había sufrido en el colegio Claret, pero no en el grado con el que lo padecí en este centro. Además, en el Claret era prerrogativa exclusiva del prefecto de disciplina, que quizá porque era menos barrigón que Braulio se saciaba antes.
Un día, después de una clase en la que la doña había estado especialmente cruel con un chico enfermizo, que rogaba a gritos, sin ninguna dignidad, que no le pegaran más, uno de mis compañeros dijo:
—Pues a mí se me pone dura cuando me maltrata la doña.
Hubo alguna risita destinada a ocultar la turbación provocada por aquella confidencia, pero nadie comentó nada. Nadie comentó nada, deduje años más tarde, en el diván, porque aquel chico había acertado a verbalizar lo que ocurría: que nos estaban iniciando de una forma inmunda en el goce venéreo.
Empecé a estudiar bajo aquella presión. Me convertí en un ejemplo deleznable de que la letra con sangre entra. Descubrí que memorizar un vocabulario de francés o una relación de capitales europeas resultaba sorprendentemente sencillo y me pareció increíble no haberme dado cuenta antes. Pero aunque estudiaba para que no me pegaran, continuaban pegándome. Siempre había alguna imperfección merecedora de castigo. Por otro lado, las torturas que aplicaban a los demás me dolían casi tanto como las que ejercían sobre mí, pues lo que se me hacía insoportable era la atmósfera de humillación general en la que vivíamos. Pasaba las noches en vela, atormentado por el recuerdo de lo que ocurriría al día siguiente, ya que cada jornada era idéntica a la anterior, con breves intervalos de paz que guardaban alguna relación, supongo, con el agotamiento sexual de nuestros mentores.
Los fines de semana eran espantosos, pues cuanto más larga era la tregua, mayor era el miedo a la recaída. Yo solía ir los domingos por la tarde a un cine de sesión continua de López de Hoyos donde ponían dos películas. En el descanso entre una y otra, si mi economía me lo permitía, me compraba un cigarrillo suelto —un LM— y me lo fumaba con expresión de héroe cinematográfico en los servicios de la sala. Cuando cuatro o cinco horas más tarde (veía dos veces la misma película, para narcotizarme) era vomitado por las fauces del cine a la realidad, el miedo se instalaba en mi estómago como un zorro en su guarida.
Entonces deambulaba por las calles estrechas del barrio, dando rodeos para retrasar el momento de llegar a casa, donde sólo quedaba cenar, acostarse y despertar para volver al infierno o para que el infierno regresara a ti. Aunque intentaba guardar la entereza de los héroes de las películas, a medida que se acercaba la hora de la cena familiar el zorro agazapado en mis intestinos se revolvía y me arañaba y me obligaba a correr para entrar en el cuarto de baño, donde intentaba expulsarlo inútilmente por el culo.
Por aquellos días, un clavo de la suela de mi zapato derecho se había desplazado de sitio y me hería en la planta del pie al caminar. Se trataba de un problema bastante común en el calzado de la época y su arreglo era muy sencillo, pero yo llevaba semanas alimentando aquella herida con la esperanza de que me atacara el tétanos, para morirme. Caminaba, pues, cargando el peso del cuerpo en ese lado, apretando los dientes para soportar el dolor de la tachuela, que era un dolor dulce porque me iba a sacar de la academia, me iba a sacar del barrio, de la familia, de la vida. Por las noches, cuando me quitaba el áspero calcetín, veía la sangre coagulada, asombrado de aquella capacidad del cuerpo para producir líquidos. Me gustaba hurgar en la herida abierta que, milagrosamente, ni siquiera se infectó.
Qué difícil era morirse. Y qué fácil al mismo tiempo. Cada poco saltaba la noticia de que una familia entera se había ido al otro barrio por culpa de la mala combustión de un brasero como el que teníamos nosotros debajo de la mesa camilla. La llamaban la muerte dulce porque te quedabas dormido y pasabas de un lado a otro sin darte cuenta. Yo removía a veces las ascuas del brasero con el hierro de atizar la lumbre, preguntándome de qué dependería aquella emisión de gases salvadora, pero no ocurrió nada. Había otras formas de suicidio (arrojarse por la ventana de un piso alto, por ejemplo), pero ¿cómo reunir el valor preciso para llevarlas a cabo?
¿No eran conscientes mis padres de lo que sucedía en aquella academia? Mis padres vivían en otro mundo. Quizá lo sabían y les parecía bien. O no les parecía bien y miraban hacia otro lado, pues bastantes complicaciones tenían para sacar adelante a nueve hijos en aquellos años difíciles. Yo, por otra parte, no decía nada porque me habría dado una vergüenza atroz confesar aquellas torturas.
Qué mecanismo psicológico tan raro, y tan común, el que provoca el sentimiento de culpa y de pudor en la víctima y no en el verdugo.